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EL GOCE DEL ESCRITOR: ENTREVISTA CON OSWALDO REYNOSO*

Por Fernando Carrasco Nuñez


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Thomas Mann, a través de su personaje el escritor Gustavo Aschenbach de Muerte en Venecia sostiene que “solo es verdaderamente grande y realmente digno de estima el artista a quien el Destino ha concedido el privilegio de crear sus obras en todas las etapas de la vida humana”. Oswaldo, has llegado a los 74 años, te muestras dueño de todas tus facultades y continúas escribiendo y publicando, ¿cuál es tu reflexión al respecto?
— Lo único que puedo decir ante estas afirmaciones es que a mis 74 años, por el momento, no me aqueja ninguna enfermedad grave y me dedico actualmente a tres actividades: a escribir, a enseñar y, sobre todo, a vivir. Creo que estas tres actividades, que he ejercido profundamente a lo largo de mi vida, me han permitido llegar a esta edad.

De tu último libro El goce de la piel se pueden deducir referencias a tu niñez y a tu adolescencia ¿Qué más recuerdas de esa parte de tu vida?
— Bueno, en realidad habría que hacer el siguiente deslinde. Cuando un escritor comienza a narrar algo en realidad no es el autor, sino que el autor ha creado un narrador y ese narrador forma parte de la ficción. Podría llamar a ese narrador el narrador oculto.

Exacto, pero ese narrador oculto, como lo llamas, refleja muchas veces el mundo interior del autor real.
— Indudablemente, toda obra narrativa parte de experiencias personales, pero cuando esas experiencias personales se llevan a la literatura se transforman en elementos fundamentales de un mundo de ficción.

Tengo entendido que en tu ciudad natal, bastante joven, fundaste el Grupo Cultural Abemur ¿Cómo fue esa aventura?
— Éramos un grupo de jóvenes, casi adolescentes, y teníamos mucho interés por la literatura, también por la pintura y la música, y acordamos constituirnos en un grupo para publicar una revista. La base inicial del grupo estaba constituida por Efraín Miranda Luján, que luego se fue a Puno como maestro de primaria y a lo largo de todos estos años ha publicado una valiosa obra poética. El otro miembro del grupo era Aníbal Portocarrero, dedicado a los estudios literarios y a la creación poética; él aparece en varias antologías. La universidad de San Agustín publicó un libro con sus poemas. Es un poeta que trabaja muy bien la palabra y que ha construido todo un mundo poético. Con esos amigos y con el pintor Félix Vargas de Vinatea, que desgraciadamente murió joven, constituimos ese grupo para sacar la revista. Se barajaron varios nombres para la revista y alguien propuso Avemar, unir la palabra “ave” con “mar”; pero nos resultaba muy común y como en aquella época estábamos influidos por el creacionismo de Huidobro, por el surrealismo y por la poesía de los poetas malditos del siglo XIX rechazamos esta denominación de Avemar y barajando los nombres salió Abemur.

Hablas de poesía, Oswaldo. Sabemos que tu primera obra literaria fue un poemario con el título Luzbel ¿Qué nos podrías decir sobre tu vocación poética?
— Desde que comencé a escribir no solamente escribía poesía, sino también narración, pero en mí se daba un hecho muy curioso. Yo publicaba y enseñaba mis poemas, pero los ejercicios de narrativa los guardaba muy celosamente. Pasados los años yo he tratado de dar una explicación a este fenómeno. Es posible que haya pensado que en mis narraciones estaba efectivamente mi personalidad y no en la poesía, lo que no quiere decir que me haya desprendido de la poesía, porque en todas mis obras de narrativa yo he procurado dar un trabajo poético a la palabra.

¿Qué significó el grupo Avanzada Sur en tu formación política y literaria?
— El grupo Abemur que fue un grupo exclusivamente literario fue evolucionando hasta adquirir una posición ideológica. Nos unimos a otros escritores y pintores de Arequipa que tenían una formación ideológica marxista o socialista y salió el grupo Avanzada Sur. También en el grupo había pintores y escritores apristas, pero de un aprismo avanzado.

¿Cómo influyó en tu vida la Rebelión del 50 que se suscitó en Arequipa, acontecimiento que magníficamente aprovechas en tu libro Los eunucos inmortales?
— Para un joven es verdaderamente una experiencia traumática el asistir a uno de estos acontecimientos cruentos. Fue la primera vez que me enfrenté directamente a la muerte. A la muerte como un fenómeno físico, no a la muerte como un fenómeno de imaginación literaria como hasta entonces la había considerado. Claro que tuve un conocimiento directo de la muerte con el deceso de mi padre, pero otra cosa era ver una gran cantidad de cadáveres destrozados por las balas y enfrentarme a las balas; luego lanzar bombas molotov desde las azoteas de las casas y ver cómo en la noche corrían los soldados gritando en llamas. Tener esa experiencia a tan corta edad, fue algo que marcó para siempre mi vida.

Recordemos otros lugares que también marcaron parte de tu vida. Cuéntanos de tu paso por la universidad La Cantuta.
— Debido a una serie de problemas familiares me vi obligado a dejar Arequipa e ingresar al Instituto Pedagógico de Varones que funcionaba aquí en Jesús María en lo que es actualmente la unidad escolar Fanning. Allí tuve la fortuna de encontrarme con tres grandes escritores que no tenían que ver absolutamente nada con la mayoría de profesores de San Agustín donde yo seguí los primeros años de letras. Los únicos profesores de San Agustín que tuvieron influencia en mi formación intelectual fueron César Guardia Mayorga y Miguel Ángel Rodríguez Rivas. Pero al llegar a Lima me encontré con Wálter Peñaloza, director del instituto, que como se sabe es uno de los más grandes educadores y filósofos del siglo XX del Perú. Mi profesor de Lengua y Literatura fue Manuel Moreno Jimeno, quien me introdujo en la literatura de vanguardia y en la literatura contemporánea, gran profesor y un magnífico poeta. La otra persona que influyó bastante fue José María Arguedas, que si bien es cierto no fue mi profesor porque él dictaba cursos de antropología, a través de Manuel Moreno Jimeno tuve la oportunidad de establecer amistad con Arguedas y él me enseñó a conocer y valorar lo que significaba la verdadera cultura peruana; porque Arequipa no es una ciudad blanca, es una ciudad de los blancos. Desde que se fundó, los españoles cercaron la ciudad; los naturales, los indígenas, vivían en los alrededores y si se encontraba a un natural dentro del perímetro de los blancos, sin permiso, le cortaban una pierna o le cortaban una oreja. Durante toda la colonia, en Arequipa se conservó una casta de blancos con un odio y un desprecio a todo lo andino, y como venía gente de Puno los trataban como a animales, estaban tirados en el mercado vestidos con andrajos, con una soga, y les hacían cargar bultos enormes. Muchos de ellos morían de tuberculosis a los treinta años aproximadamente. Todo lo indígena era despreciado por estos blancos de Arequipa. Cuando llegué a Lima y tuve la suerte de tener la amistad de José María Arguedas, en sus conversaciones me fue guiando en el conocimiento profundo de la cultura peruana, su gran valor artístico y la sensibilidad de este pueblo.

Esa relación con La Cantuta te llevó a escribir esos fragmentos que aparecen en la revista Narración con el título Los Kantus donde se anuncia como tu siguiente novela; también hemos encontrado en una antología que publica Abelardo Oquendo el año 74 un fragmento tuyo con el título Los Kantutos ¿Qué pasó con ese proyecto de libro?
— Yo había planificado esa novela. La había estructurado. Había hecho en una cartulina grande todo un esquema de la novela. Tenía que recoger una serie de datos, pero en realidad yo soy ocioso. Comencé a recoger los datos y me aburrí; entonces escribí una cosa y otra cosa y llegué a la conclusión que yo nunca podría escribir una novela planificada de antemano. Hay novelistas que siguen ese procedimiento, pero en mi caso ese procedimiento fracasó totalmente y descubrí que como yo tenía ese sentido poético me ponía a escribir y la novela comenzaba a salir sin necesidad de un proyecto anterior. Por eso para mí la creación es verdaderamente una aventura, porque en el momento de escribir voy creando el mundo, voy haciendo funcionar a los personajes, y lo más interesante voy descubriendo los matices de la palabra.

En la presentación de la recordada revista Narración del año 65 se puede leer, entre otras ideas, lo siguiente: “Comprendemos como narradores revolucionarios, comprometidos con su pueblo, que nuestra tarea es formar, a través de la acción y de la obra creadora, en la conciencia de las clases explotadas, la necesidad urgente de la Revolución”. ¿Qué tanto de esas ideas perviven en el Oswaldo Reynoso de hoy?
— Siguen en pie, porque vemos que los conflictos sociales, las luchas de clases no se han resuelto, sino que por el contrario se han agudizado a nivel global. Estamos viendo las acciones genocidas llevadas a cabo por el gran imperio. Durante los últimos años el imperio ha invadido a muchos países del mundo y ha habido por parte de ellos un exterminio. La situación no ha mejorado, repito, se ha agudizado; por ello las propuestas de Narración continúan vigentes.

Entonces eres un convencido de que la literatura puede influir en el mundo y propiciar una transformación social.
— Al propiciar una transformación en el individuo está propiciando, a la larga, una transformación en la sociedad. Si esto no fuera así, entonces por qué a lo largo de la historia se ha perseguido a los escritores y se les ha quemado. Porque no se han contentado con quemar sus libros, sino también a los escritores. Si la literatura no tuviera esta función y fuera una actitud inocua, entonces por qué los gobiernos tiránicos persiguen a los escritores y queman sus libros.

¿Qué recuerdos te trae el bar Palermo de Lima?
— Es una lástima que no haya en este momento un bar; claro que el Queirolo de Quilca se asemeja, pero no es lo mismo porque la ubicación del bar Palermo tenía dos ventajas. Primero, frente al Parque Universitario, a una cuadra estaba la casona de San Marcos, donde funcionaba la Facultad de Letras; luego, a pocas cuadras estaba La Católica; y para ir a Chosica, a La Cantuta, había que tomar un colectivo en Colmena o en el Parque Universitario; o sea el bar Palermo se convirtió en una suerte de punto de encuentro de los jóvenes intelectuales de ese entonces que venían de La Cantuta, que salían de San Marcos o que llegaban de La Católica. Yo a veces llegaba de Chosica a las diez de la mañana y siempre en Palermo encontraba a algún amigo. Desde las diez hasta las dos de la mañana en que cerraba, uno llegaba allí y encontraba a uno o dos amigos con quienes conversar o tomar una cerveza o un café. Ese tipo de punto de encuentro ya no existe en Lima.

De otro lado, Oswaldo, tú has radicado doce años en China. Dime qué es lo mejor que te ha brindado esa cultura.
— Ha sido muy difícil poder abarcar la cultura china. En primer lugar la valla del idioma; en segundo lugar, una actitud un poco cerrada de los chinos frente a los extranjeros. A pesar de esto, por el contacto vivo que he tenido con mis compañeros de oficina y con mis alumnos, he podido entrever la grandeza de esa cultura.

Volviendo a tu libro El goce de la piel, ¿se podría afirmar que tu rebeldía constante contra la religión te ha movido, también, a rendir homenaje al erotismo y a la “celebración fáustica de la piel?
— Sí, yo considero que este último libro es también un libro revolucionario porque se ha llegado a una banalización del placer, se ha llegado a una caricatura de la satisfacción sexual y mi libro no significa más que una propuesta estética de encontrar precisamente la belleza a través del placer, que es lo que se ha perdido en estos momentos por la globalización y por los medios de comunicación. Es una vuelta al goce natural del ser humano.

¿Eres consciente que este libro por su temática puede despertar reacciones de cierto grupo conservador de nuestra sociedad?
— La experiencia que estoy viviendo actualmente con la publicación de este libro me deja sorprendido. Algunos amigos míos, de mi misma edad, han leído el libro y parece que se han quedado sorprendidos. No dicen nada. Antes, cuando publiqué mis otros libros, leían y me daban sus comentarios. Ahora hay un silencio total. No dicen absolutamente nada. Por otra parte, he escuchado las expresiones de gente joven que sí me han felicitado por el libro. Es muy difícil porque es un libro que rompe con ciertas ideas muy arraigadas en nuestra sociedad. No pueden condenarlo porque ya la sociedad humana ha avanzado mucho, pero decir que está bien tampoco. Algunos no se atreven a romper esos prejuicios. Frente a una realidad que se da en la sociedad. Así que no sé cuál será la reacción. Lo evidente es que es un libro que se está vendiendo bastante.

Este último libro te confirma como un escritor diestro en el manejo del lenguaje: frases cortas, recreaciones sintácticas, adjetivación precisa, uso artístico de los signos de puntuación, comparaciones, metáforas, en fin, rasgos que ya se perciben desde Los inocentes pasando por En octubre no hay milagros y con mayor nitidez en En busca de Aladino. ¿Cómo se fue gestando ese estilo particular y qué autores han influido en ese aprendizaje?
— Hay un gran maestro olvidado en la narrativa peruana que tiene una influencia clandestina, porque vemos su influencia en todos los escritores peruanos, pero ninguno lo recuerda, ni lo nombra como un escritor que ha tenido influencia en su obra narrativa. Me refiero a Abraham Valdelomar y, precisamente, a su cuento “El caballero Carmelo”. En este cuento encontramos descripciones precisas, una puntuación modernista y la tipificación de un personaje en un paisaje con el encadenamiento de tres o cuatro adjetivos. El empleo del adjetivo es muy difícil y allí Valdelomar es un maestro; el significado de un adjetivo no lo repite en otro. En mis libros se puede ver abiertamente esa influencia. En lo que se refiere también al uso del lenguaje, en mí también ha influenciado La casa de cartón de Martín Adán. Es una prosa muy difícil de superar. Ese autor es un maestro del estilo. Por el momento recuerdo a estos dos grandes escritores.

¿Y entre los extranjeros?
— En cuanto a los autores extranjeros han influido en mí Juan Ramón Jiménez con su libro Platero y yo, los breves ensayos de Azorín y de Gabriel Miró. Y en lo que se refiere ya a la influencia de estructura, de sentido de la novela, del relato y de las concepciones generales de la vida están Thomas Mann con Muerte en Venecia y La montaña mágica; Proust con En busca del tiempo perdido y esa construcción novelística formidable de Joyce: el Ulises.

Pasando a otro punto. Oswaldo, tú siempre has dicho tu verdad sin reparos. ¿Bryce Echenique te parece un buen escritor?
— Solamente me parece un buen escritor en Un mundo para Julius y en Huerto cerrado. Todo lo demás creo que no sirve para nada. Es posible que agrade a algunos lectores por el ingenio, por la broma, por el humor, pero fuera de eso qué podemos encontrar. Muestra una prosa desvaída, repetitiva. Eso no es oralidad. Oralidad es la que hace Antonio Gálvez Ronceros. Lo que hace Bryce es dejar pasar y pasar la pluma, y así puede escribir cientos de volúmenes de quinientas páginas. Pero de acá a cincuenta años qué quedará de todo eso si ahora ya nadie lee lo que publica.

¿Qué opinión te merece el debate propiciado entre los llamados escritores hegemónicos y excluidos?
— Me parece un debate disparatado. Esto tiene un antecedente, el famoso manifiesto de Zeín Zorrilla, donde dividía a los escritores en criollos y andinos. A mí me pareció eso una tontería. Cuando me encontré con él le dije, yo no soy ni criollo ni andino, ¿dónde mierda me colocas? (Risas). No me dio explicación. En segundo lugar, llamar criollos a los pitucos es un despropósito. La palabra criollo tiene varias acepciones, pero la más difundida es aquella que designa al criollo como una persona que por lo general vive en Barrios Altos, en Rímac o Breña o que vive en callejón y le gusta la jarana, toma pisco, es sandunguero, tiene el ingenio a flor de labios y lleva una vida casi bohemia. Pero esa imagen del criollo no se compadece con lo que hace un escritor pituco. Allí se prendió el asunto, y luego eso derivó a un debate sobre los excluidos y excluyentes. Y ese grupete de pitucos aprovechó para levantar banderas y hacer escándalo. Pero el problema no es ese, el problema es algo que siempre ha existido en el Perú: grupetes de escritores pitucos que se arrogan la representación de la cultura peruana, porque seguramente detrás de ellos funciona un poder económico que quiere dar un patrón de la cultura que ellos imaginan que debe tener el Perú. Ahora, esto no es nuevo. Recordemos que Ricardo Palma tuvo que soportar una serie de andanadas de estos grupetes de pitucos. A Ricardo Palma, lo jodieron, lo jodieron y lo jodieron. Directa o indirectamente le decían que tenía origen africano. También pasó lo mismo con Valdelomar. Para imponer su ingenio en Lima tuvo que hacer una serie de malabarismos como echarse talco a la cara, sorprender a la gente para que lean sus libros, porque siempre ha habido este grupete de pitucos, señoritos que creen que porque son señoritos les asiste el poder de representar a la cultura peruana.

 

Fotografías de Dalia Espino

* Esta entrevista se llevó a cabo el año 2005 y fue publicada en el número 6 de la revista literaria Letra Muerta de Huánuco.


 

 

 

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El goce del escritor: Entrevista con Oswaldo Reynoso.
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