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“Tecnopacha”: De la Implosión y su Trampa

Por Andrea Ocampo Cea.


Hay estrellas que también se apagan en silencio.
Madonna a Ingrid Betancourt


El dedo: el nombre de una ciudad, de un país, de un continente y de una generación; pero también el suspenso que Oscar Saavedra impone ante la posibilidad de una palabra propia y la exigencia de una movilidad radical. Rarezas que se aceleran en el ritmo de una partitura vacia, en la transmutación de una palabra despejada de significado, pero saturada de sentidos y juicios. “Tecnopacha” experimenta a través de explosiones sonoras, densidades, compresiones, motores y recorridos fluviales, las condiciones necesarias para que un juicio se torne juicio a pesar de lo que éste enuncie. Este proyecto busca una lengua. Una que no es supernova, pero que logra hacer de la exploración una fundición, de un juego que toma de lo contracultural, de la crítica literaria y de la especulación postmoderna, guiños high tech y materiales fisionables para movilizar la radicalidad del sentimiento y del resentimiento que hace volar tonos tradicionales y, así, reubica nuevas direcciones, tildes y repliegues lingüísticos.

Saavedra indica aquella súper novedad, la apunta con el dedo, se ríe de eso nuevo trocado moda, ya sea por usaje cotidiano, por venta tallerística, por posiciones invisibles o por desconocer la biopolítica como acto de denuncia. Ante ello instala un estilo renovado, cerca de materiales y recursos archivados y los programa en una explanada pública, en un viaje a través de un mapa geopolítico de América Latina; mapa que aparece cruzado por las aceleraciones de las carreteras literarias y sus circuitos cerrados. Su novedad, por tanto, no es novísima. Su riesgo está en desafiar la experimentación village y académica a través de sus mismos códigos. Vale decir, en sabotear los guiños que han conformado tradición y han enmarcado proyectos literarios dentro de agujeros negros y subtítulos de honor.

Oscar hace un robo sistemático -no del ritmo- sino que del espaciamiento original. Opera con recursos literarios reconocibles, pues su escritura es consciente -y ese es su peligro- de que la revolución ya no debe explotar (pues es vulnerable a la capitalización) sino que debe hacer implosionar al otro. Sabe que el personaje se adelanta a la autoría, y por eso propone -a través del lanzamiento rimbombante y retrasado de este libro-, sacar a la luz todas aquellas mitologías y genealogías acerca de la institucionalización de la marginalidad. Allí “Tecnopacha” colapsa silenciosamente: se abre en la caída. La caída es el comienzo.

“Se me cayeron todos los sueños de este país” dice y yo escucho -siempre en mi garganta- su única dicción. Combustión y apertura de un espacio crítico que dice comienzo tal y como enseña aparición. Este libro comienza bajando, y promete de antemano “echar abajo las palabras anteriores”, palabras que desconocemos por inéditas y por pertenecer a la publicidad del agotamiento gravitatorio y literario actual. Resonancias entonces, que oímos demasiado cerca por ser revueltas y transculturizadas entre el género oral y la servilleta de turno. Danger: el folio de cientos de hojas corregidas, perforadas y manchadas en líquidos secos nace libro y nace Pacha.

Pacha, será la (y lo) que está sobre la caida del libro, la que esta “sobre las espunkas de las olas”, la madre vislumbrada en el pestañeo del subrayado, la mujer que habla un quechua posmo. Pero también Pacha es la madre-niña, la que es niña por tener -de ojos- soles cortados, y la madre que ha parido, al verificar sus voluntades rasuradas. Material fisiológico, entonces, de la Pacha -que también es Saavedra- pues se presta al amor para con el origen (de la que sólo se recuerda a ella); justo en ese indómito territorio que no ha lugar en el poema capitalista. Poema-fantasma del libro, que queda reabsorbido y comprimido por las fibras de su crítica voluntariamente punk. Fantasma original de la Pacha, devenido pacha-lengua y lenguaje-emotion, pues se ha transculturizado -y por tanto traducido- en toda expansividad y oclusión del afecto. Es la lengua-fantasma la que aparece modulada y cruzada por las ondas, flujos y aceleraciones de los pueblos. La tecno-lengua, por tanto, es mundial por estar cruzada y está cruzada por ser local: por ser monstruosamente local. Momento en que la imagen del Monstruo Andes cae -es decir, aparece- de rouge, de ansiedad y de panóptico patriotero. La Cordillera esta desplazada de la tierra Pacha, y se conforma como espacio de resistencia ante la violación Occidental de la localidad del espectáculo poético. El Andes y su monstruosidad, entonces, reclama la intervención invisible del “estrablishSer ontológico de la cuna neandertal”. Reclama la categorización militar de todo mapeo figurativo como cordón montañoso, como un t(r)ópico integrado al sistema geopolítico que se narra como profanación y exotismo vendido tal condimento, accesorio y prótesis de una historia infértil. Allí el Andes es inarticulable en “el ronquido de un perro en celo sin útero”. El Andes y los márgenes emplazados de toda bipolaridad emocional y de su ficción oficial.

En Saavedra, lo ficcional de la lengua y de la Pacha, se resumirá en la “proeza del no tranzar” ante la oficialidad de un país anoréxico, que ejerce la prostitución de lo propio a través del colapso silencioso, de las ciudades sin nombre, del travestismo de pedazos de tierras. Lo ficcional, pronto, vuelve la tierra en tierras-street. Y el autor lo indica claramente: la voz poética abandona una tierra poli-desnarrada, una tierra que carece de una “s” (para formar polis) para ejercer legalidad, para ser un campo gravitatorio. Una tierra que carece de carácter cívico y que, por tanto, no posee comunidad histórica. La Pacha sin nombre, en este sentido, no alcanza a ser “polis” porque lo desnarrado de su carencia ciudadana, deviene borroneo multiforme en cuanto geología ilusioria de las raices históricas e historiográficas de la lengua. Lo “poli desnarrado”, por tanto, es una Madona-sin doble-ene del Mapocho, es la polis innombrable, la historia corregida como bandera de trapo, como país-pantalla, como LCD territorial de una superficie cruzada por un río Mapocho, el mismo que yace ensombrecido por una avenida O’Hittler de neón y escaparates.

Nos encontramos por tanto, con un mapeo traspuesto de las cartografías mitológicas de todo sujeto integrado al imaginario Occidental de la política, aquella que considera todo pais como institución y toda institución como nación. Nación, sin embargo, no es Pais; pues esta última no posee ni estética ni comunidad-pacha. Estamos, ante la confrontación de una estética y una ética -comillas- propias. Mas “Pachas” vive en la polarización absoluta, la que devela el borroneo cívico de la ciudad sin nombre, de la navaja que llora y de la mafia transcultural de la poesía chilena. De lo que hablamos, por tanto, es de la posibilidad de considerar la historia “veraz” (e incluso de considerar la historia con mayúscula), pues estamos frente al reconocimiento de la autenticidad y de la propiedad de un país que ha trastocado imaginarios ajenos para hacer boom, escribir, alisar y escarmenar el cuerpo-pacha-particular (a.k.á el ethos maldito), de sus regiones institucionalizadas según metarelatos, que no han logrado conformar cronología leal ni Nación.

Pronto, se nos devela “la historia dopada desde siempre”, como relato en trance bioquímico que sutura toda posibilidad de duda y revolución. El dopaje historico es la ficción. Aquella estampada como cicatriz usaista, como tattoo agringado, extranjero y cosmopolita. Ee decir, como historicismo intoxicado por anhelos de apropiación, de hacer escuela, de ser firma y onda supersónica. Hablamos de un movimiento espacio-temporal de carácter independiente, que padece la visión de un territorio espejeante que gira ante toda mercadotecnia burocrática del comercio y esquematismo poético. “Dopar peso a peso la piel” es signo y etiqueta de una economia que ya ha ingresado al campo biopolítico del discurso y que, por tanto, insiste en la capacidad de hacer de la quimera una histeria historiográfica de territorio. El mismo que es país-institución y que prefiere “quedarse aquí, aquí nomás” a ejercer la “proeza del no tranzar” regiones de superficies. Movimiento que prefiere volverse industria de la palabra y decálogo de mafias que nos condenan y graban en la miseria cultural de los ministerios.

Aquellas mafias burguesas son las que Oscar Saavedra devela como blanco de sus piedras, patadas y empujones. Ante ellas, despliega las tonalidades de la batalla del recuerdo y las hace aparecer en un pegoteo y atiborramiento de nombres, invitaciones y mails. Se exhibe en este gesto, el paisaje de importación, de los refritos líricos, de las ansias de fama y de la necesidad de convertir el verso en súbita estrella de Hollywood que padece carritos de sopaipillas. Es por eso que “Tecnopacha” pone de relieve la relación entre historia e ilusión, pues es el único modo de delatar el historicismo mecánico que corre por las venas de la Revolución Consumista. Aquella deflagación que grita de histeria en el Concierto de Madonna-con-doble-ene y aquella novísima miopía que anhela revolución de la ternura, de las mamás de cuello alto y de los cholos de zapatillas converse.

Tenemos la miopía como seña burguesa y oropelada de la “razón pitutera y shandy”, de la plataforma transmedial y panóptica, condenada a la miseria (en su ejercicio) de una rebeldía googleada, fingida y capitalista. Ojos nublados entonces, pero también magnéticos, pues son aquellos que imponen normas y cánones -ninguno realmente nuevo, ninguno efectivamente peligroso- para mantener el control biopolítico de las pantallas y comunicaciones que obligan a vender las estrategias, con un adeudamiento simbólico inverso. La trampa, por tanto, está en quedar con los dedos pegados a las hojas, en reconocer lo subcrítico y esférico dentro de nuestra escritura.

Así es como estallan estas hojas ante la musaraña corrupta de la poesía capitalista, que considera la autoría como envolutura mágica de una generación infantilizada mediante placeres Disney y la moda pop. Miopía-supernova heredera de los ABC1 Surrealistas (los mismos que se desdoblan en elle), de la Policía Beat (la vanguardia lirica citadina beat) y las gentes-vedettes que venden tierra mediante el espectáculo del micrófono.

“No mires o te rompemos el pescuezo” dicen aquellos sujetos autodenominados gestores y obra que, en el colapso silencioso, hacen de la pose literaria un mecanismo de proliferación de esquinas neutralizadas por la higiene usaista de lo previsible. Y este es blanco de crítica como estado organizacional de un sitial anterior denominado “la Tribu”. De objetivistas -trata Saavedra- a los discipulos de la mundializacion de las miserias, y a todos aquellos (tras)vestidos como Madona Mapocho que chupan las neuronas, y desfondan el espacio subjetivo que termina por re-enviar la palabra al silencio indómito de la vergüenza como única publicidad de una tierra que no llega a constituirse en polis.

Tenemos ojos que no ven Pacha sino que paisajes, que desconocen la historia auténtica (mas el tono mesiánico delata la esperanza de que lo auténtico arribe) y refomulan aquella que el Eurocentro (el del casi oriente y el del casi centro) desnarra. “Tecnopacha”, en ese sentido, se instala en la fase primaria de lactancia simbólica, en que la palabra se comienza a institucionalizar y simultáneamente, la historia se imperializa de ternura partidista. Este libro entonces es una gran sospecha, pues bajo la ternura, desliza suspicacias, principalmente porque él conoce la generación de transcritores salidos desde la ficción de los puentes del Mapocho y de Balmaceda 1215 -”la cópula (beat y “marginales) de los artistas adolescentes.

Saavedra lucha dentro de una Revolucion Capitalista, la misma que finalmente reconoce haber renunciado, pues devela en su dicción-miserere, a una Tribu de falsas monstruosidades, poseedoras de un halloween sanrio, que no son capaces de enunciar nada más que su falla. ¿Pero qué es lo que se desplaza con esto? Una humareda azotada por el encapsulamiento de la rabia acallada, de la ira post-origen y del único modo en que se grita la raza: la radiación del unico modo que develamos un Yo. Yo que en Saavedra es Bolquevique Emotion, como seña de ethos primero, y como una estrategia de señuelos y falsos corajes, después. He aquí el ethos maldito, el transido desde antes de su concepción, aquel que aparece como un “puñado de polvo entre las manos”, una desestimación de lo estable y lo contínuo, la caída de una estética política y el quiebre de lo propio mediante la implosión de una rabia/esquema.

Lo maldito del ethos es (la percepción) Madona-sin-doble-ene, la emoción traducida y el cuerpo prestado; es la conquista sin escala, el origen sin nacionalidad, el volverse un parpadeo y la confabulación de la tecnologia wifi, es decir, el malestar de doparse con química artificial de bajo costo y aún así, mantener la mirada beat, las aspiraciones ABC1 y el cuerpo coprofágico del Mapocho. Ethos que detesta la marginalidad computarizada de los artistas del poder capitalista, de aquellos que pagan la corrupción histórica de la tierra, de aquellos que se exotizan con tal de blondear el pelaje y de hacer que el universo los broncee con sus trancas. Pero también el ethos maldito es la antesala de aquellos que lucran y se auto-exilian, de aquellos que internacionalizan la nube de arena que les tapa los ojos, que arriendan los márgenes respondidendo a llamados editoriales y hacen de sus sueños y del sol una medida de revolución capilar… de aquellos que, en definitiva, creen que su temblor hará variar el continuo histórico.

“Mi pais es un corazón devastado” dice Oscar, al reconocer que todos estamos bajo el mismo astro y la misma medida, la que mismo tiempo, nos permite salvar la denuncia en el sudamerear. Verbo y ejercicio poético, que se practica a conciencia de volverse otro. Es decir, justo cuando Pacha, espera la llegada de un PachaHombre. De aquel capaz de escribir este poema, sin palabras prestadas; aquel capaz de realizar el viaje desde el volcan de las palabras y no desde sus valles. El superhumano que posee el nuevo brillo de escribir mal -la única salvación-, para poder nacer de un río cimentado y reconocer que la bandera ya no es margen, sino que figura dibujada sobre la estrategia y la lucha institucional. PachaHombre será aquel hiperadministrador que no tendrá la mirada llena de ternura, sino llena de carroña. Aquel agujero negro (no nacido de supernova), que talará sin miramientos los oídos que han crecido mientras la Tecnopacha implosionaba y sus estrellas colapsaban.

 

 

 

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“Tecnopacha”: De la Implosión y su Trampa.
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