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Poesía y tiempo
Presentación de
Paxaricu de Óscar Vidal Fuentes. Reedición de Balmaceda Arte Joven, 2016

Por Felipe Fuentealba



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Michel de Montaigne opinaba que sólo debemos leer libros que tengan como mínimo doscientos años de antigüedad. Este argumento no se basa —o al menos no únicamente— en una reverencia simplona por la literatura antigua, la llamada literatura clásica. La intención fundamental de Montaigne era el prevenirnos de los malos libros. Sólo el tiempo, que es el crítico literario verdadero, sólo la distancia que el tiempo nos prodiga permite discernir con relativa exactitud la buena literatura de la mala literatura. El paso del tiempo nos libra de los errores que solemos cometer cuando leemos a nuestros contemporáneos. A veces llegamos a ciertos libros porque queremos entender qué pasa con nuestra realidad, o porque se trata de un libro de moda, o de un autor de cierta fama (Primera advertencia: la fama, que en este caso es la cantidad de lectores, no tiene nada que ver con la literatura), o porque, sencillamente nos interesa estar al tanto de la escena literaria lo que nos conduce impulsivamente a querer leer a los más jóvenes, a los recién publicados, a lo novedoso. Segunda advertencia: lo novedoso no es sinónimo de buena literatura.

Como sea, por querer leer a nuestros contemporáneos estamos siempre expuestos a los malos libros. El presente es el peor de los jueces. ¿Quién lee hoy a Washington Irving, que era considerado a fines del siglo XIX el escritor estadounidense más importante? ¿O quién lee hoy a Jaime Collyer, integrante de la vetusta y popular “nueva narrativa chilena” de la década de 1990, y autodenominado el mejor cuentista de Chile? Hoy no leemos a Washington Irving, por supuesto. Leemos a Melville, leemos a Poe. Leemos a Jack London. Del mismo modo, y por suerte, ya no leemos a Jaime Collyer. Leemos a Bolaño (a Bolaño deberíamos leerlo hasta en nuestro lecho de muerte), leemos a Zambra, e incluso leemos a Lemebel. El tiempo hace decantar la literatura. A eso se refería Montaigne. Nuestras vidas son finitas, y con frecuencia desdichadas. Comparados a la breve vida del ser humano, los libros parecen infinitos. Nadie es capaz de leerlo todo. Pero, por lo menos, si vamos a desperdiciar nuestra vida leyendo, desperdiciémosla leyendo buenos libros.

Leí por primera vez Paxaricu el año 2010 o 2011 no lo recuerdo con exactitud, sólo sé se trataba de una edición particularmente cuidada, felizmente colorida. El propio Oscar me lo obsequio, lo cual prueba su generosidad. Me adentré en él con cautela. Borges decía que el primer deber del escritor es demostrarle al lector que ha usado un buen diccionario. En Paxaricu eso se cumple a la perfección. Lo pueblan palabras en desuso como “maulura”, “arcabuz”, “cormorán”, “borra” o “palatino”, y no por mera jactancia. En cierto modo las herramientas de la poesía de Oscar Vidal han sido tomadas, con éxito, del pasado, y ese es uno de sus logros. Cuando hace ya varios meses me enteré, a través del propio Oscar, que saldría una nueva versión de Paxaricu, lo primero que le pregunté fue si ésta versión tendría cambios importantes con respecto a la primera (estoy hablando en término de contenido, por supuesto). Para mi sorpresa, Oscar me respondió que no, que en su gran mayoría el libro editado el 2010 o el 2011, y el que se edita ahora, eran iguales. No sé si Oscar habrá notado mi expresión de asombro luego de oír esa respuesta (espero que no). Yo, que también he intentado, con mayor o menor fortuna, ejercer el oficio de la literatura, con frecuencia soy incapaz de releer mis escritos de más de un año de antigüedad. Releo, por ejemplo, frases o versos que garabateé hace cuatro años, o hace tres años, y se me cae la cara de vergüenza, me dan ganas de quemarlo todo, de salir a trotar, de volver a ir a misa. No logro explicarme como fui capaz de escribir algo tan malo, carente de ritmo y del más mínimo sentido de la estética. Pido disculpas por la tristeza y la mala educación de ponerme a mí como ejemplo, pero me interesa que sirva como contraste con el caso de Oscar y de Paxaricu. Que él sea capaz de decir, con entereza, que quiere que la edición que ahora se publica sea similar a la del 2011 demuestra la seguridad de su talento, la plena consciencia de sus facultades.

Por supuesto, se podrá replicar que también los malos poetas se sienten seguros de su talento. De hecho, es lo más frecuente. Escribir mala poesía es uno de los asuntos más fáciles imaginables. No es lo mismo que escribir mala prosa. Si uno quisiera, por ejemplo, escribir un mal cuento o una mala novela, tiene que darse, por lo menos, el trabajo de rellenar una cierta cantidad de páginas con palabras que tengan algún sentido, de imaginar ciertos personajes, de alzar algún conflicto. En una palabra, por terrible que sea una novela (o un cuento), al menos existe la justificación de que el autor se esforzó. Se le puede conceder el premio al esfuerzo. Con la poesía, quiero decir, con la mala poesía no es así. Desde la masificación del verso libre y de las asociaciones surrealistas de imágenes sin relación aparente, cualquiera puede escribir un poema. Voy en la micro tomo un lápiz y un cuaderno y escribo un párrafo de 5 líneas. Después llego a mi casa, lo ordeno en versos hasta que tengo un poema. De hecho, puedo decirle a mis amigos: he hecho un poema. Si tengo suerte y plata, y he juntado, no sé, veinte o treinta de esos poemas escritos en la micro, puedo incluso llegar a publicarlos. Una edición de 50 ejemplares, de sesenta ejemplares. De pronto soy un poeta, todos podemos ser poetas. Pero en el fondo no es así. Ser un mal poeta es un asunto sumamente fácil. Ser un buen poeta, ser un gran poeta, que es lo mismo que decir, sencillamente, ser poeta, porque “buen poeta” es una expresión redundante, es una de las artes más difíciles, y al menos en literatura, no tengo dudas de que es una de las más arduas.

Como decía Enrique Lihn, en poesía es imprescindible sentarse y madurar.

Me he dado esta tremenda vuelta, me he ido por las ramas, como decía Bolaño, deliberadamente, para poder mostrar que Oscar Vidal es un gran poeta con plena consciencia de sus facultades. Uno de los poemas de Paxaricu dice lo siguiente:

Cuando yo no sea para ti más
La torpe prolongación de lo que he sido para ti
Cuando no haya entre nosotros un mar
Una montaña que nos distancie
Cuando el vientre tuyo haya visto florecer
Cuando haya adormecidome
Tornaré calmo a la casa de los sueños
El mar te ha derrumbado
Me ha derrumbado

Este verso contiene la mayoría de los temas y recursos de Paxaricu. La separación entre el hablante y la amada; la presencia de imágenes de la naturaleza (mar, montañas, flores. Nótese: en Paxaricu no hay calles, no hay autos, no hay bares, no hay canchas de fútbol, en Paxaricu hay, ante todo, Naturaleza), la asimilación del cuerpo a la naturaleza, repeticiones, y los enclíticos arcaizantes (adormecidome). Pero también, y, por sobre todo, se adivina un sentido interno de la música de las palabras, de las pausas, un oído para los silencios, que sólo se logran con trabajo y con espera.

No quiero situar al libro en una determinada tradición, no quiero justificarlo contextualizándolo, no quiero, en fin, ensalzarlo sólo porque se trata de mi contemporáneo, de nuestro contemporáneo. Paxaricu se defiende por sí mismo. Ha salido airoso del combate con el paso del tiempo, y el propio autor lo ha atestiguado. Se trata de la obra de un poeta de verdad, no de un principiante, ni de alguien que se mueve en tercera división con la esperanza de, con el tiempo, ir mejorando. Oscar parte en primera división. En el difícil y a veces hasta absurdo arte de la palabra, Oscar es un poeta, un gran poeta.



 

 

 

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