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        "Oscura palabra"  (Santiago de Chile: Editorial LOM,   2010)
        Oscura   palabra de Oliver Welden: Memoria desterrada y reescritura
        Sergio Infante
            Universidad de Estocolmo
         
         
        La poesía de Oliver Welden (Santiago de Chile,   1946) tarda en dejarse  ver pero, cuando aparece, la singularidad y el brillo   compensan la espera. Welden empieza a escribir en su época de liceano, y es ya   un estudiante universitario al momento de publicar su primer libro, Anhista, en Santiago, el año 1965. Este dato lo sitúa en la promoción de   poetas chilenos que se dan a conocer en fechas cercanas a la segunda mitad de   los años sesenta: Omar Lara, Gonzalo Millán, Waldo Rojas, por mencionar a   algunos; jóvenes a los que el golpe militar y la dictadura obligarán a cambiar   de rumbo, modificar sus proyectos literarios y toda clase de proyectos, pasar a   la condición de sobrevivientes, olvidarse un poco del marbete de “la nueva   poesía chilena” pues serán reetiquetados por los estudiosos como la generación   dispersa o de la diáspora. Conviene recordar, de paso, que antes de que este   desbande suceda, la mayoría de estos jóvenes llevaba una vida intensa, llena de   actividades culturales y políticas: las reuniones, los mítines, los estudios o   el trabajo, la participación en fructíferas jornadas literarias en las ciudades   más importantes del país, la escritura. Por esos años nacieron varias revistas   que refrescaron la actividad poética: Trilce, en Valdivia, que aún se   mantiene en pie, Arúspice, en Concepción, Tebaida, en Antofagasta;   de esta última Oliver Welden fue fundador y redactor. En 1970, aparece en   Antofagasta, el segundo libro de este poeta, Perro del amor, que gana el   premio Luis Tello, otorgado por la Sociedad de Escritores de Chile y que   convierte la obra de Welden en uno de los referentes de su generación. Entonces   al poco andar llega el 11 de septiembre de 1973, la dictadura militar con su   violenta oscuridad; también llega el trazo oscuro, aunque en otro sentido, que   dejan las diásporas. El poeta se exilia en los Estados Unidos, la tierra de su   padre, pasan muchos los años, la dictadura de Pinochet se termina, las visitas   del poeta a Chile son esporádicas. Más tarde, la viudez y un cambio en el   destino lo llevarán vivir indistintamente en Suecia y en España. Ningún sitio ha   logrado reemplazar el país natal. Este, por lo demás, ya no puede ser el que fue   un día, hay un desencuentro del tiempo y la geografía, el país natal solo se   acerca a la certeza en 
la imaginación y la memoria, sostenido por nostalgias   cada vez más ambiguas, contradictorias, rituales, siempre imprescindibles. Los   exilios prolongados no se acaban con un decreto de amnistía o con la vuelta de   la democracia, quedan en la existencia como una marca indeleble. Durante este   largo periodo, la poesía de Welden, en cuanto a publicación, fue mínima,   limitada a alguna revista, hasta la aparición del libro Fábulas Ocultas (Concepción, 2006), en LAR, editorial que el poeta Omar Lara dirige con notable   perseverancia. La espera de Oscura Palabra. Poesía 1970-2006 ha sido   menos prolongada, se edita en Santiago en el 2010, bajo el sello de LOM. Invito   a leer esta obra.
        Los riesgos que corre un escritor de alguna   manera son sus virtudes, la apuesta se consigue plenamente cuando se logra crear   no solamente un texto distinto sino que también un nuevo tipo de lector. Los   riesgos que se advierten a primera vista en Oscura palabra son dos. El   primero tiene que ver con la elección del tema, en este caso la memoria reciente   de Chile y los chilenos, según la mirada del poeta desterrado o de su hablante   que lo representa en el texto, que percibe, vive y revive unos hechos   transcurridos entre los años 1970 y 2006, tal lo señala el subtítulo del libro;   este lapso es la poesía y lo vivido. Época marcada por una serie de   acontecimientos que, siguiendo Oscura palabra, podrían resumirse de la   manera siguiente: a) Triunfo de la Unidad Popular y gobierno de Salvador   Allende, los sueños esperanzados y la sedición reaccionaria; b) golpe de Estado   y dictadura de Pinochet, represión, resistencia, exilio; c) la vida con   posterioridad a la dictadura, los regresos. Cabe agregar que todo lo anterior,   al evocarse, ocurre en un escenario que se ha vuelto fantasmagórico. También   debe decirse que, a primera vista, la novedad del poemario no se encuentra   precisamente en el tema, este es más que recurrente en nuestra literatura de las   últimas décadas. ¿Cómo decir algo nuevo de algo tan profusamente tratado? Oliver   Welden es muy consciente de que los temas, en literatura, jamás se agotan, por   muy copiosa que sea su presencia en un periodo determinado. Los temas no se   agotan, lo que de algún modo caduca, por uso y desgaste, son las formas de   expresarlos, el lenguaje. Por eso el poeta se atreve a volver a contar y cantar   sobre cosas en el fondo ya sabidas pero no dichas como él las dirá y ese decir   distinto es que las hará únicas e irrepetibles; entra, así, en el segundo   riesgo, el de la renovación formal.
        Welden se juega el todo por el todo en el   tratamiento de la forma, en hallar el lenguaje, lo que además tiene una   incidencia en la adscripción genérica, a la cual me referiré más adelante. La   obra se ha ido diseñando con una propuesta poética muy clara, planteada en el   poema dedicatoria “Para Jonathan, mi hijo” donde podemos leer: “Esta oscura   palabra hacia el final de mi vida escrita/ con el pecado original del idioma y   de la memoria mía/y la de tantos otros voraces y desterrados. / […] Oscura   palabra de la cual me hablaron tantas voces, tantos años. / […] Oscura palabra   que en silencio apuntaba el andamio del pasado/ y la arquitectura fantasma de   todo lo vivido” (s/n). El título de la obra aparece aquí anafóricamente y se   indica lo que el lector después podrá inferir a lo largo del libro como el   conjuro y la coherencia de una voluntad poética que se expresa en unos versos   realizados con paciencia de buen artesano. Paciencia que es análoga a la que se   exige del lector, porque si simplemente se hojea el libro desconcertará   encontrar, en un texto que por convención el destinatario supondrá lírico, una   presencia hiperbólica de la palabra ajena: Un prólogo de Renard Betancourt, una   presentación Virginia Vidal, un epílogo de Carlos Amador Marchant, trece   epígrafes para la totalidad del libro, además de los tantos otros epígrafes que   encabezan la mayoría de los poemas, en varios casos más de uno por poema. El   horizonte de expectativas del lector habitual de poesía empieza a ser   cuestionado, surge la pregunta: ¿No quedará eclipsada la voz del yo lírico al   ser intervenida por tantas otras voces? Una pregunta totalmente legítima a la   que el texto sabe responder: “Yo soy el narrador ficticio y lírico hablante y   por ende digo/ que el autor buscó lo que era suyo por herencia” (36). Ser   narrador ficticio y hablante lírico a la vez implica la no pureza del género. La   presencia de lo épico entremezclada con lo lírico viene marcada con fuerza, ya   que los dos primeros epígrafes están tomados del Cantar de mío Cid y de La Araucana, dos poemas épicos de nuestra lengua, además, en este   caso, indicadores temáticos: el destierro y el país perdido, pero también, de   algún modo, el enunciado y la enunciación. En este sentido, conviene subrayar   que en el título Oscura palabra no opera un calificativo que se pueda   oponer a una palabra clara, el adjetivo antepuesto oscura señala una   condición inherente a la palabra y en este caso acentuada por sus condiciones de   enunciación: el destierro y las deshoras. Una palabra en la que, como se aprecia   en la cita del poema al hijo, la memoria tiene una importancia crucial.
        Maurice Halbwachs, antes de ser deportado y   muerto en el campo de concentración de Buchenwald, en 1945, dejó unos apuntes   sobre el proceso de la memoria que prácticamente han venido a convertirse en la   base para el estudio moderno de la materia. Descubiertos en 1950, esos escritos   plantean que la memoria es un proceso que va siempre de lo colectivo a lo   individual, siempre recordamos con los otros. Sería lato detenerse en explicar   esta idea, baste decir que un planteamiento muy semejante subyace en el proceso   constructivo de la memoria desterrada, que, por añadidura, es el eje temático   que atraviesa Oscura palabra. Eje al cual se subordinan todos los otros   temas, tan recurrentes en la literatura producida por chilenos en las últimas   décadas. Eje que justamente permite una mirada renovadora sobre estos temas tan   visitados. El exceso en el uso de los epígrafes, algo muy consciente y propio de   una voluntad constructiva, marca la presencia de la memoria colectiva que   permitirá el recuerdo individual. Estos epígrafes si bien son mayoritariamente   literarios, también tienen su origen en otro tipo de discursos y de registros;   más de una frase cruel y chabacana del tirano Pinochet puede encontrarse entre   ellos. Lo interesante es que muchas veces no se limitan a su función epigráfica   sino que penetran el poema mediante una técnica que combina el collage con la   puesta en abismo, como puede apreciarse con mucha claridad en el poema “Mosaico   y escombro: los pálidos muros del palacio” (26-28) donde las mismas voces de los   epígrafes, de Salvador Allende, Patricio Manns, Violeta Parra y Pablo Neruda, se   refractan y fragmentan en el cuerpo del poema, mezclándose además con el lema   del escudo nacional, con un verso del Cantar de mío Cid, con otro de La canción de Yungay, con un informe inglés que detalla el armamento y   las fuerzas utilizadas en el ataque a la Moneda, etc. En los poemas estas voces   del otro no necesariamente se captan desde textos escritos, a lo leído antes de   escrito o reescrito se suma con mucha vehemencia lo escuchado: “esta será la   últim oportunid en que me pued dirigir/ a ustedes la fuerz aére ha bombardead   las torres/ de radi Por ales y radio Corpora ción llegó volando/ el cuervo   sobre mi suelo soldados de chile miren/ cómo nos hablan de libertad […]   (27).
        Desde mi experiencia de exiliado, me atrevo a   decir que se han escogido textos escuchados innumerables veces a lo largo de   muchos años, oídos como si hicieran parte de un ritual insoslayable, del conjuro   que despierta la memoria y la lleva a una tierra de espectros, fantasmal ella   misma: “Producto soy de la memoria de mi tierra natal” (69). Y cuando el   desterrado, en los regresos reales, pisa esa tierra, la memoria se encarga de   llenarla de almas en pena, de dolorosos recuerdos, como si en ese país el trauma   colectivo, lo no resuelto, impidiera que tiempo y espacio se volvieran a   reencontrar: “y el fondo de la tierra es un jardín de muertos/ y en ella la   muerte multiplica su olvido” (64). No en vano el libro se publica “En homenaje   a/ Ariel Dantón Santibáñez Estay (1948), /poeta de Chile, /secuestrado en 1973 y   1974,/torturado en Villa Grimaldi, /desaparecido en 1974/ asesinado” (s/n).
        El texto avanza, poema a poema, configurando un   discurso sobre nuestra memoria reciente que va de la experiencia compartida a   una ya más personal, esto se nota porque el tema del desterrado va cobrando   importancia y porque la técnica del collage se atenúa y hasta desaparece, lo que   en ningún caso significa que se agote el diálogo intertextual, simplemente se   muestra menos en la superficie del poema. Si se mira Oscura palabra con   una visión de conjunto o como si fuera un único y extenso poema, cuestión   perfectamente posible debido a la gran coherencia discursiva que atraviesa el   libro, se advierte que a medida que nos vamos acercando al final la presencia   del hablante y de su condición de desterrado se intensifica, hay una lucha por   hacer del país fantasmagórico un cuerpo tangible, como puede verse en el poema   “Las entrañas de un lugar de nacimiento” ahí encontramos: “entre la quinta y   sexta costillas –o quinto espacio intercostal–,/ es decir, los espacios   marítimos de las islas australes y el estrecho de Magallanes,/ en una línea con   el punto medio de la clavícula izquierda” (77-78). ¿Se consuma esta unión, tan   cercana a la unión mística, entre el desterrado y el país? Seguramente por   instantes: “Oh país, la sombra larga, el fin del mundo, / como la mujer que amas   y que no te ama:/faro apagado de súbito” (75). Lo que si está claro es que el   poeta lo intenta hasta el final, es lo que le da sentido a su vida.
        Como es natural, lo lírico ocupa un lugar   destacado cuando la voz del hablante se vuelve hacia su circunstancia personal y   toca aspectos más íntimos. Sin embargo, la cuestión del género de esta obra es   más compleja. Como una gran parte de las obras que se escriben actualmente, los   géneros se entremezclan y sus límites se hacen borrosos. Aquí lo lírico se   entrelaza con lo épico; comulgamos con la emoción del instante, pero también, y   con mucha fuerza, advertimos que transcurre aquí el relato de una historia   colectiva e individual, un devenir. Una historia que, por lo cercana, debe más a   la memoria reciente que a la historiografía, de manera que el género   memorialístico entra en el juego. Se recuerda y se construye el recuerdo   batallando contra el olvido, condición necesaria a la hora de los balances que   se hacen y deben hacerse: “con el perdón de la culpa nada queda/y así todo forma   parte natural del olvido” (74). 
        No es ajena a todo lo que aquí se ha dicho la   posibilidad de inferir en Oscura palabra no solo una poética, sino que   también una ética para la vida, nacida de una vida entre el destierro y lo   perdido. Quizá en el fondo esto sea lo que permite que, al volver sobre temas   tan recurrentes, se pueda lograr aquello que planteara Octavio Paz, que las   cosas se dijeran como si se nombraran por primera vez; es decir, la poesía.
        Estocolmo, Marzo 2011