Oliver Welden, o la poesía como base para una reflexión
Por Hugo Quintana Q.
Hace un par semanas, el Premio Nobel de Literatura 2010, Mario Vargas Llosa declaraba en una entrevista que la Literatura, en tanto discurso, era el complemento “indispensable” de la Historia. La razón es simple, ambos discursos se complementan, se entrelazan, se oxigenan, se trasvasijan como trozos de un algo imbricándose desde origen a fin. Si la preocupación narrativa de la Historia es asumir los hechos y acontecimientos más relevantes de la humanidad para luego organizar un discurso que enriquezca la memoria, la Literatura no hace menos que asumir el relato de las cotidianeidades más diminutas, la epopeya del hombre común que es golpeado por aquellos hechos y acontecimientos. Una parte de la realidad, una versión que la Historia no recoge.
La conclusión es evidente, no dejar que la evocación desfallezca, que se olvide todo aquello, como tantas otras cosas que se despedazan en el anonimato más cruel, lejos de cualquier mirada que pudiese recuperar su esencia, su dignidad.
Y esa fue la idea que me perforó las sienes toda vez que finalicé la primera lectura de “Oscura palabra” (Lom Ediciones, 2010) del poeta chileno Oliver Welden, libro de poesía que asumía el relato nada menos que de 36 años, desde 1970 hasta el año 2006, incluido varios de los hechos más lamentables que ha presenciado nuestra historia en las últimas tres décadas. La sensación fue la de haberme encontrado con el complemento indispensable de una historia contada de manera parcial. Y fueron muchas las razones que me llevaron a pensar, a sentir esto.
La primera de ellas dice relación con que la poesía es el más honesto de los quehaceres discursivos. En efecto, es imposible –creo yo- engañar a través de la acción de la poiesis. Por ello, es fácticamente impresentable además, proferir o paladear una poesía que no sea la síntesis más visceral de un alguien que ha visto, oído, vivido todo aquello que plantea entre sus versos.
El estatus de la poesía como un hecho verídico es el paso inicial en esta panorámica.
De ahí a pensar esta poesía como una base, como una materia para una reflexión posterior, fue solo un fragmento de sonido y convencimiento. En efecto, re-pensar un estado de cosas es una consecuencia posible. Aunque no es un ejercicio fácil. Por ejemplo, al inicio del texto se encuentra un hablante lírico de carácter polifónico, esto es, que asume varias voces que matizan momentos distintos, situaciones diversas: marchas, pancartas, cánticos, declaraciones, grabaciones de radio, telegramas, titulares, etc., y al fondo, una voz que relata casi como si se tratase de una meta-narrativa, porque además este hablante se da el lujo de pensarse a sí mismo, y de ironizar respecto de su endeble perspectiva.
En el transcurso, ya consumados varios lamentables sucesos, paulatinamente este hablante va fragmentando su polifonía hasta quedarse solo, abandonado, o a la deriva. Deambulando por realidades poco amigables, en un destierro no solo hacia el extranjero, sino también hacia el interior de este país desdibujado en una visión algo ciclópea, una geografía a la cual aferrarse a tientas en una pieza oscura, un diálogo de sordos, donde nadie responde -ni la realidad misma-, porque las respuestas se habían acallado, una fábula que pareciera muchos se negaban a aceptar, debido a que el contenido era sencillamente brutal.
Otra forma de transitar a través de esta trayectoria poética es sobre los epígrafes, que reúne a voces queridas, infranqueables, irreductibles en muchos casos. Incluso una de ellas, rescata a un poeta coterráneo mío –es decir, chillanejo- y también algo olvidado: Edilberto Domarchi. Este gesto me hace pensar que la reflexión incluso debiese rescatar a todos quienes la historia ha postergado de manera injusta, porque en años de despegue, de balbuceo poético, esas voces se ocultaron en un doble de espejos, atraídas por el crepitar vacío de la incomunicación, de la negación de esa ligazón que permite nuestra vida en sociedad. En efecto, son varios los epistemólogos que proponen al lenguaje como la base del vínculo político, es decir, que permiten o posibilitan nuestra vida en comunidad. Y es esto lo que se imposibilitó.
Poetas que murieron, desaparecieron, se silenciaron, se extraviaron, o bien, crecieron bajo la implacable mirada de la des-información, y la des-formación literaria, como parias en un país perdido bajo una sospechosa vigilancia. La selección de epígrafes, también puede sumarse a este caleidoscopio de voces que es la propuesta estética de “Oscura palabra”, una polifonía poética como un acto de deconstrucción para luego organizar un constructo más completo, mejor organizado.
Creo que el título, también puede ser una clave imprescindible, ya que esta palabra sombría, oscura, es un intento desesperado por bajar a una parte del relato que se nos había “ocultado”, y que por lo mismo necesitaba del destello de la poesía para iluminar, para re-pensar ese algo que se nos escapaba. No es uno más de los libros que buscan denunciar todo lo sucedido en la dictadura. No es un esfuerzo por historizar a través del discurso poético. Está más cerca de la epopeya del hombre de a pie –hombre peatón, pienso yo-, que también aparece en un par de novelas inigualables. A saber, “Morir en Berlín” de Carlos Cerda, y “El día que fue ayer” de Julio Espinosa Guerra. Textos que no buscan eclipsar el entendimiento de cualquier lector, sino el sincero y convencido gesto de la reflexión. En último caso, el título es una paradoja porque al adjetivo de “Oscura”, se le agrega “palabra” como sinónimo de luz, de creación, cuestión que parece refrendarse al tener en cuenta como fundamento, a todos los mitos de nuestros pueblos originarios.
Por ello es que “Oscura palabra”, es también una crónica que asume un estado de cosas de manera retrospectiva, casi como una vieja canción: “looking back over my shoulder” (Mikes and the Mechanics), ese algo que dejamos en una parte del camino, sin ver. La paradoja tiene total sentido nuevamente, una oscuridad que te hace ver, que te posibilita el mirar de manera más exhaustiva. En esto se funda la necesidad de entender esta lectura como una base para un arte algo deshojado, algo en des-uso: el de pensar reflexivamente una realidad, una cultura. Pareciera que estos experimentos son válidos en la medida que nos obligan a pensar un país que muchas veces se mete bajo la alfombra, quizás atizonado por las vergüenzas pasajeras, lo fragmentario de realidades que se encubren, se enmascaran para no tener que ver de frente cobardías y otros temores más recónditos.
Si la poesía -y la Literatura en general- tienen esta ventaja, es decir, nos otorgan esta facultad de abrirnos los poros del entendimiento, y por fin: “ver” ¿Por qué hemos abandonado la sana costumbre de bajar a beber en las aguas de estas fuentes de sabiduría? ¿Hemos perdido, acaso, la sed en la eterna búsqueda de la verdad?.
Sin duda que la lectura de “Oscura palabra” refuerza nuestras esperanzas de reivindicar la consciencia, aquella que nos permite el arte de pensar –“ocio increíble del que somos capaces, perdónennos los trabajadores de este mundo y del otro”, un préstamo de Lihn-, y así recuperar la imagen de un país que extraviamos, un ajuste de cuentas con nuestra propia cultura.