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Gonzalo Millán y Oliver Welden (Isla Negra 1965) Foto de Alicia Galaz

CHAQUETAS AZULES

Por Oliver Welden
Artículo publicado en Revista Trilce No. 29 (Diciembre 2010)


En 1963 llegó al 5º año de humanidades (el penúltimo del ciclo de educación secundaria de aquella época) del Liceo José Victorino Lastarria, en Santiago de Chile, un alumno que me llamó la atención porque leía subrepticiamente un libro de Saint-John Perse (autor desconocido para mí entonces) durante una clase de matemáticas.  En el recreo  conversé con él  para descubrir que Gonzalo Millán Arrate escribía poesía. Por su no muy frecuente sonrisa de labios torcidos y por su caminar con un hombro levantado, ya había recibido el fraternal apodo de duende o gnomo.  Algunos años más tarde, él mismo se describiría de esta manera en un poema que tituló "Si me abrieras el puño, me hallarías sucia la palma de la mano": "Conoces mi sonrisa de torcidos labios/ y sabes además,/ que levanto un hombro cuando camino". Me dijo, en voz muy baja, más bien como  una confesión,  y mirando a lo lejos, que escribía poesía. Entonces yo también me confesé. Nuestro entusiasmo fue mutuo. Nos juntábamos en todos los recreos. Nos visitábamos en nuestras casas. Allí fue donde conocí la presencia y la figura de Don Gonzalo -el padre-, protector y mecenas del hijo. "-Gonzalo es mi venganza-", me dijo una vez, haciendo referencia a que él quiso ser escritor, pero otras responsabilidades y  obligaciones lo alejaron de su anhelo. De su madre sólo diré de la ternura de sus ojos cuando miraba a su hijo. Y del hijo diré (adelantándome en el tiempo y recordando el futuro) que, cuando lo visité el día después de la muerte, me encontré con un Gonzalo quebrado y hundido en el silencio y soledad de la casa.  Me dijo que lo que había ocurrido no le parecía real, que era algo escrito que él estaba viviendo, que él lo transformaba todo en literatura, que vivía la vida como un relato.  Con los años llegué a pensar si acaso lo que me dijo entonces era, de alguna manera, un narrarse a sí mismo, la vida como ficción, el yo como "el otro" (Borges) o una herméneutique du soi, la metáfora viviente, soi-méme comme un autre (Ricoeur).

Íbamos a los teatros que ofrecían ciclos de Bergman, películas francesas y cine  mudo. Visitábamos las librerías, las de renombre (donde a veces comprábamos libros a medias) y las de viejo. Nos era difícil conseguir libros, pues la biblioteca nacional tenía vedado el ingreso a menores de dieciocho años. Había una sucursal, para nosotros los discriminados, en una vieja casa de un antiguo barrio céntrico, pero la colección era  exigua y no satisfacía nuestros intereses. Intercambiábamos libros y, por supuesto, nuestros poemas. Nos gustaba leernos nuestros poemas. Formamos un grupo literario (que llegó a llamarse academia), que continuó en 1964 y en la que participó, entre otros, Hernán Concha Sirandoni, el compañero de banco de Millán (los pupitres eran para dos estudiantes), y cuya amistad conservo hasta hoy.

Hernán me ha relatado la impresión que le causó escuchar la lectura que hizo Gonzalo   de un cuento original en una de las sesiones de la academia. Se trataba de una narración en la que el patriarca de una familia de clase media, en el colmo de la exquisitez y derroche en el festejo de la boda de su hija, hace traer "las nieves eternas de la cordillera para conservar helados los helados y frías las bebidas" (frase textual de Millán). Dejándome llevar por un irresistible alcance lúdico me atrevo a relacionar esta imagen, la atmósfera, el marco y el entorno de la prosa del joven GM con  los del otro GM que leeríamos después en 1967, en Cien años. Por entonces,Gonzalo leía a Donoso  (El Charleston y Coronación) y en base a esas lecturas escribió un cuento que tituló La casa en la punta del cerro (luego, ya a en 1964, comenzaría a escribir su gran novela que nunca conocí).  En 1963 los profesores de castellano organizaron un concurso de poesía y prosa. Yo no escribía prosa y temía (con justa razón) que Gonzalo me ganara si se presentaba con sus poemas, por lo que apelé a nuestra amistad (explicándole mis motivos o temores) y le pedí que concursara con un cuento para así yo poder hacerlo con mis poemas, a lo que accedió sin titubear: "-Listo, trato hecho-", me dijo.  Un tipo extraordinario que llegó a ser primus inter pares.  El resultado fue favorable para los dos. Al concurso del año siguiente nos presentamos ambos con poesía y el jurado decidió que compartiríamos el premio.

Como presidente del centro de alumnos yo tenía algunos privilegios, como los de faltar a clases y, más aún,  sacar de clases a ciertos compañeros que había designado como  "miembros del ejecutivo". Faltábamos a clases bajo pretextos “oficiales” como “asuntos del gobierno estudiantil” que, de hecho, se llevaban a cabo a sólo media cuadra del Liceo, en el Café California, en la Avenida Providencia, o en el salón de billares Don Willy, en Manuel Montt. Como éramos de Letras sólo "capeábamos" las clases de gimnasia y las de ciencias y matemáticas, nunca las de humanidades. En realidad, los profesores de estas asignaturas "hacían la vista gorda".

Esas fueron mañanas intensas y bien aprovechadas, de profunda  conversación y diálogo. Discutíamos de filosofía, religión, política y literatura y escribíamos ideas y garabateábamos dibujos en las servilletas de papel. Así nos fuimos conociendo mejor y  de compañeros pasamos a amigos hasta llegar a ser camaradas. Una de esas mañanas Gonzalo me entregó una servilleta de papel donde había escrito “los escolares van a los billares” y me dijo: “-Toma, yo no sé qué hacer con esto, te lo regalo”.  Nuestras primeras manifestaciones de rebeldía se gestaron en esas conversaciones. Nos armamos con nuestra recién descubierta filosofía existencialista. El primer objetivo fue el uniforme escolar que nos etiquetaba y comenzamos por abandonar la corbata y a usar abierto el cuello de la camisa blanca, a calzar botines de gamuza (de color arena), a no afeitarnos (aunque sólo a algunos se nos notaba) y, el más audaz, que por supuesto  era Gonzalo, a dejar de vestir la chaqueta azul. Fuimos amenazados con la suspensión por desacato al reglamento, pero ésta nunca se materializó, aunque continuamos "desacatando" hasta el término del año escolar, a pesar de haber agregado a nuestro repertorio la más grave de la "provocaciones": fumar en los pasillos del Liceo.  En 1964 fuimos los jóvenes coléricos osbornianos (los angry young men), que mirábamos, no el pasado, sino el presente, con vesania (el futuro  no nos interesaba para nada),  puesto que profesábamos un  carpe diem horaciano.

Por entonces yo jugaba rugby en el Stade Français y se me ocurrió formar un equipo del Liceo para participar en el campeonato oficial. Gonzalo y Hernán fueron los primeros "voluntarios".  Ellos -y los demás alumnos que se integraron- jamás habían jugado rugby y poco o nada sabían de este deporte. El comienzo fue duro. Cancha de entrenamiento: un sitio eriazo de tierra y piedras. Entrenador: un veterano rugbista inglés que no hablaba castellano y que, cuando hacíamos las cosas mal, nos insultaba en un incorrecto castellano, gritando: "-¡Puto el huevo!". Uniformes: regalo de la Comisaría de Carabineros de la calle Miguel Claro. ¿Cómo y por qué? Un misterio que nunca se resolvió. Aunque Gonzalo no reunía las condiciones físicas deseables en un rugbista sí era un corredor rápido y tenía buenas manos por lo que  jugó de forward.  Cada partido fue una masacre. No llegamos al final del campeonato. Tuvimos que retirarnos. Pero Gonzalo quedó hasta el final, dando siempre la impresión que le gustaba la violencia del juego, que había encontrado un canal para su agresividad contenida, que allí podía desatar su ira tras un balón ovalado.

Gonzalo, Hernán y yo habíamos conseguido permiso para trabajar en enero y febrero de 1965 a bordo de un barco pesquero en Iquique.  El barco se llamaba Procyon.  Mi padre había trabajado en una de esas empresas y a mí me interesaba volver a ver la ciudad donde él había vivido por un largo tiempo, un tiempo que hizo coincidir el inicio de mi  adolescencia con su larga ausencia. Gonzalo desistió del viaje, no recuerdo  por qué motivos.  A nuestro regreso a Santiago comentamos la aventura en varias ocasiones y durante muchas horas, mientras él tomaba notas.  En un carta que me escribió en 1967 a Antofagasta, decía: "La otra novedad, tan largamente esperada por ti, ¡terminé la novela! Quedó lista en Marzo, le saqué varias copias, pero luego no supe qué hacer con ella. Ya la ha leído varias gentes, entre los primeros debías haber estado tú. La novela es bien chilenita, o sea, bien más o menos. Ha sido alabada como el mejor trozo de ella la escena de la pesca en Iquique, que tú me relataste (con lujo de detalles) en base a tu experiencia en esa faena. Todos me preguntan si he andado por allá. La presenté a Zig-Zag hace como tres semanas y me han mandado llamar porque parece que les gustó. Como ves la cosa por fin salió".  Luego, las noticias sobre la novela no serían tan felices. El tópico del barco también lo incluyó en su poesía. En el poema "Un tipo extraordinario" del libro que entonces titulaba Versión personal, escribió: "(...) tuve que ir en un barco/ trabajar/ (...) bebí en los puertos/ y trabajé en un barco (...)".

El final de ese verano de 1965 significó nuestro ingreso al Instituto Pedagógico de  la Universidad de Chile (Hernán ingresó a  la Escuela de Leyes), donde nos habíamos matriculado para aprender literatura y, sobre todo -creíamos- para aprender a escribir.  La realidad fue muy distinta, pues de literatura poco y de pedagogía mucho, al menos así lo veíamos. Ese primer año solamente valió el esfuerzo por un par de profesores y algunos alumnos (compañeros de curso y de cursos superiores) de intereses afines con los cuales podíamos conversar y enseñarnos nuestros escritos para comentarlos y criticarlos. Estuvimos de acuerdo que la experiencia de la academia literaria del Pedagógico fue importante, pero más allá de eso no había mucho. Millán sorprendió a todos los de la academia al leer sus poemas inéditos.  A mediados de ese año Gonzalo me dijo que había comenzado a hacer los trámites para trasladarse a la Universidad de Concepción donde había una escuela para escritores. "-Aquí no aguanto más. Me voy este otro año", sentenció.  Pensaba, y con razón, que este traslado le daría la oportunidad de escapar de la atmósfera sofocante de la limitante tradición del Pedagógico.

Yo me trasladé primero a Antofagasta y, luego, a Arica, donde me visitó un par de veces.  Esas visitas fueron días y noches de tabaco y alcohol, de asados al palo en el oasis del valle de Azapa, de almuerzos de almejas que cogíamos con el Océano Pacífico hasta los hombros en las playas de Chinchorro y de un íntimo intercambio de nuestros poemas. Me entregaba su fajo de poemas y yo el mío y luego los comentábamos. Se interesó por el uso de los vocablos que designaban  la parafernalia doméstica que yo comenzaba a utilizar en mis textos (le llevaba varios años de ventaja en cuanto a la convivencia de pareja o experiencia conyugal) y yo me interesé por la manera en que diseccionaba el tema escogido antes de comenzar el poema.  Me enseñó, por ejemplo, cómo estaba escribiendo un poema sobre el automóvil: había hecho un dibujo de un coche -que parecía un diseño de ingeniería- donde se identificaban y señalaban todas las piezas de la máquina. La época entre 1967 y 1972 fue un período de serios estudios, mucha escritura y de intensas experiencias políticas y emocionales. El contacto se mantuvo sostenido hasta comienzos de 1973, cuando vino el debacle político del país. A fines de ese  año y en  los subsiguientes se produjo el éxodo y el silencio.  Yo mantuve un silencio voluntario (un exilio dentro del exilio) durante 30 años.  Al reaparecer, mis primeras llamadas fueron para Gonzalo Millán, Omar Lara y Hernán Concha.

Mis últimas conversaciones con Gonzalo fueron telefónicas o por correo electrónico.  En el 2003 lo llamé  desde Suecia porque él quería hacer una biografía mía en base a algunos de mis poemas, que  yo le agradecí pero  no acepté (no sé por qué) y ahora me arrepiento, pues hubiese sido un hermoso recuerdo.  En el 2005 me respondió a un correo mío, tras un largo silencio: "Querido Oliver: Nada pasa. Acabo de regresar de México (...).  Nuestra amistad se mantiene. Yo soy el perezoso y el ingrato. Un abrazo. Millán".  Y en el 2006 le hablé desde Tennessee acerca de  mi petición de que adelantara un comentario a un librito mío que iba a ser publicado en Nueva York, a lo que él me sorprendió con la noticia de su enfermedad: "-Haré todo lo que pueda para ayudarte, pero estoy enfermo". Entonces me dijo el diagnóstico y agregó: "-Estoy preocupado, Oliverio".  De inmediato le comuniqué la mala  nueva a Hernán en Suecia  y él la compartió con Enrique Antonucci, otro compañero del Liceo que reside en Madrid.  Ambos le enviaron un correo de saludo, recuerdos y buenos deseos, pero ya no hubo respuesta.

Si bien no recuerdo haber conservado la servilleta que me dio Gonzalo en el Café California en 1964, sí guardé ese verso en la memoria, porque diez años después, en remembranza de ese tiempo, escribí un poema que titulé "Chaquetas azules": Las chaquetas azules que se iban por los callejones/  a media mañana de un día de clases/ son los escolares que van a los billares/ y la morena de Hernán/ y la Alicia de Oliverio/ y la niña de Gonzalo,/ los días y las noches  que destrozaron amándose/ en un departamento de la calle Villavicencio,/ los hijos que no pudieron tener,/ el trabajo que hicieron en las pesqueras de Iquique,/ son las chaquetas azules de los escolares/ que se fueron a la miéchica,/ como la juventud/ y el amor/ y las ganas de pelear y construir casas./ Los escolares van a los billares/ y juegan sobre el pulcro paño lency verde./ Las chaquetas azules quedaron colgadas/ y se fueron pudriendo con el tiempo.

Fue el gnomo  quien cerró el libro de vida de Gonzalo.  El mismísimo gnomo se lo comunicó. El propio duende fue. Lo sabemos porque Millán lo escribió en la última anotación de su bitácora de muerte: "Se jubiló el duende con mi enfermedad.  Lo vi anotar algo en unos papeles arrugados. Me voy a Portugal, dijo sin mayores explicaciones. Había la voz de un fado esperando por mí".

En estos momentos, al finalizar esta página, abro mi ejemplar de Relación personal y releo la dedicatoria, escrita en tinta roja y con caligrafía casi infantil::  "A Alicia y Oliverio, con la amistad de siempre y ahora. Tiempo y espacio son sus vencidos. Hasta pronto. Gonzalo Millán. Concepción, 29 de abril de 1969".

Benalmádena, España, 29 de abril de 2010


 

 

 

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