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Enrique Lihn opina sobre "El caso Padilla"


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La política cultural de Cuba se caracterizó, durante doce años, por su indefinición teórica y una flexibilidad práctica hasta excesiva, pero que servía a los fines de la Revolución. Mientras esta juzgó conveniente prestigiarse internacionalmente, no dejó de atraer a los intelectuales de los tres mundos; de preferencia a los que ahora llama Fidel Castro, "las ratas intelectuales" de "esas sociedades decadentes, podridas y carcomidas hasta la médula de los huesos por sus propias contradicciones". Hubo en verdad, por parte de la Revolución Cubana, una marcada simpatía hacia los visitantes europeos procedentes de París; algo comprensible, dadas las relaciones —económicas, en primer lugar— que sostiene la Revolución con el capitalismo europeo.

El Congreso Cultural de La Habana, al que tuvimos el privilegio de asistir, proliferaban artistas e intelectuales transportados, en cantidades apreciables e indiscriminadamente, desde el Boulevard Montparnasse o la isla de San Luis, al hotel Habana Libre. Y fue conmovedor ver como estos invitados de inequívoco aspecto burguesoide y liberaloide, alzaban los puños al cierre del Congreso con un gesto de Patria o Muerte, después de estampar su firma al pié de un documento ultrarrevolucionario. Esa gente estaba, acaso en mayoría, con respecto a los más modestos representantes del tercer Mundo, pero uno podía comprender que Cuba necesitaba hacerse de buenos amigos en ciertos lugares estratégicos.

Durante diez años, un organismo llamado "Casa de las Américas" —cuya existencia y labor no ha podido ignorar el Primer Ministro— desarrolló, con brillo extraordinario, una política de intercambio cultural con todos los países del mundo, publicitando y univerzalizando a la Revolución Cubana. La Casa de las Américas relacionó a los artistas e intelectuales latinoamericanos —no siempre de extrema izquierda— entre ellos, con sus pariguales europeos o norteamericanos, y, naturalmente, con la Revolución Cubana: una buena nueva que unos y otros se esmeraron, por regla general, en propalar a los cuatro vientos. La Casa no ofrecía su amistad a los indiferentes, rompió algunas de sus relaciones por razones de principio, pero entendió que podía establecerlas sin poner como condición una plataforma común, estrecha y drásticamente excluyente. Por algo el propio Fidel Castro en sus "palabras a los intelectuales" había expresado "Todo con la Revolución, contra la Revolución, nada". La calidad del producto cultural y el hecho de que no fuera portador de una carga político-ideológica negativa, bastaron para que circulara ese producto, libremente por la Isla, conforme a un criterio tan amplio como teóricamente insuficiente. Pero la Labor concreta realizada por los intelectuales en Cuba —nacionales y extranjeros, concursantes, jurados e investigadores— alentó la creación de una genuina conciencia literaria de Latinoamérica -necesariamente compleja, diversificada- y cumplió con el objetivo de rescatar el pasado cultural de nuestro Continente, bajo una perspectiva revolucionaria. Ahora hay que preguntarse, cuales fueron aquellos libros de los cuales, por razón de principio, no debieron publicarse "ni un ejemplar, ni un capítulo, ni una página, ni una letra". Sería necesario ponerlos en un nuevo tipo de abrumadora lista negra.

"El grupito de hechiceros" en cuyas manos dejaron los verdaderos intelectuales —en el decir de Fidel Castro— los problemas de la cultura en Cuba, son, a nuestro entender, los exponentes de un medio social que privilegió la producción cultural de un modo, juzgando ahora, incompatible con los problemas del subdesarrollo; que le garantizó un margen incalculable de libertad de expresión y que hizo del quehacer cultural, nacional, y extranjero, una fuente de prestigio para Cuba.

El liberalismo de la Revolución Cubana en lo que respecta a la cultura, en cierto modo consciente y pragmático, es la razón social de la existencia de ese "grupo de hechiceros" y de las "dos o tres ovejas descarriadas", a través de las cuales, en verdad, ha hecho crisis el modelo de democracia socialista a la manera cubana. De acuerdo con dicho modelo, habría tenido que compatibilizarse la construcción del socialismo y la libertad de criticar. Como queda demostrado, era una incoherencia pretender cultivar cierto tipo de amistades intelectuales, en el exterior y a través de un tráfico permanente, y catalogar, al mismo tiempo, como contrarrevolucionario a quienes eran, en no poca medida, los equivalentes cubanos de esos visitantes extranjeros y el producto de una política de puertas abiertas.

Finalmente, ante los problemas y los antagonismos sociales propios de un socialismo en construcción que parece haber elegido el ascetismo de las masas y el poder irrestricto de sus dirigentes, puede haberse llegado a la conclusión de que era políticamente más útil terminar con las visitas inoportunas y, en el interior, con dos o tres ovejas descarriadas. Es así como se le ha permitido al poeta Heberto Padilla dividir su vida en dos, en una celda de Seguridad del estado, acusándose él mismo de las peores cosas y declarando a ciertos viejos amigos de la Revolución -a quienes por lo demás, mal pudo Padilla invitar personalmente- de "incuestionables agentes de la CIA".

El encarcelamiento y la conversión de Padilla ocurrieron oportunamente, unos días antes del discurso de Fidel Castro al Cierre del Congreso de Educadores de su país; discurso en el cual (¿Por una feliz coincidencia?) arremete contra los "pájaros de cuenta" "que trataron de presentarse como amigos de la Revolución", contra "los intelectuales libelistas burgueses y agentes de la CIA", "ratas intelectuales" que se hundirían a corto plazo en el tempestuoso mar de la Historia.

El discurso al que nos referimos —uno de los peores del gran estadista cubano— está lleno de apreciaciones de tal modo burdas, que parece que le hubiera sido dictado, o por la pasión del momento o por una falta de objetividad —sectarismo e infantilismo— imputable a su auditorio.

Nadie pone en duda que los 2.300.000 personas que estudian en la Isla constituyen un éxito educacional. La participación de ésta y de todas las masas cubanas, tendría que ser desde ya un hecho, dado el éxito al que nos referimos, en lugar del proyecto de una "verdadera revolución en nuestra educación". La verdad es que se trata de promover intelectuales orgánicos, ligados, por encima de sus respectivas especialidades, a las tareas revolucionarias, pero que , al mismo tiempo, no se desvíen de la línea política trazada por los dirigentes. Se trata, además, de fervorizar a grupos juveniles, haciéndolos protagonistas de una suerte de "revolución cultural", y en un país en que se ha decidido terminar con las promesas en cuanto a los bienes materiales.

Lo lamentable de este capítulo es que para crear un fervor revolucionario concentrado en las "satisfacciones morales", sea necesario incorporar al ritual concientizador a dos o tres ovejas descarriadas, o por así decirlo, chivos expiatorios. Lo lamentable es que sea necesario sacar la castañas con la mano del gato e imputar a otros, a los cuadros de segunda línea, una política que, como la de ciertos organismos culturales, emanaba, ciertamente, desde arriba. Lo lamentable es que se promueva el odio contra una minoría insignificante y sin influencia política ninguna, como si se tratara de un grupo de mandarines o de una aristocracia del saber, semejante a aquella contra la cual se procedió en China por razones históricas específicas. Estamos seguros de que los dos o tres o el único acusado en beneficio de esta revolución cultural cubana, en el interior del país, sólo ahora es conocido en Cuba; ahora que se ha declarado "tremendamente ingrato e injusto con Fidel", dando muestras de un grotesco arrepentimiento. En cuanto a las expresiones vertidas por el líder máximo sobre los libelistas burgueses y las ratas intelectuales, no benefician, decididamente, a nadie.

Nos preguntamos por qué, en lugar de abrumar tardíamente a sus intelectuales, la Revolución Cubana no se apoyó en ellos para proyectar y sacar adelante una política cultural adecuada a sus circunstancias, sin recurrir a un verdadero ritual primitivo, hecho de ocultamientos, confesiones y mistificaciones.

La legítima aspiración por parte de una sociedad socialista, de crear un cultura nacional y popular, debe plantearse en potros términos y conforme a otros principios.


Santiago, 17 de mayo de 1971

 

 



 

 

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