En el presente artículo se estudian dos ejemplos de elegías en la lírica española y chilena contemporáneas: “En mitad de la noche” del poeta español Eloy Sánchez Rosillo, y “El arte de la elegía” del chileno Rafael Rubio. Mediante la visualización de escenas poéticas situadas, referidas en ambos casos a la muerte del padre, se indaga sobre la función ritual de estos textos, y se establecen diálogos y encuentros entre ambos autores, a propósito del problema antropológico y filosófico de la muerte del otro. También se sitúan estas elegías en el contexto más amplio de la tradición elegíaca de la literatura occidental.
Palabras clave: muerte, padre, elegía, Eloy Sánchez Rosillo, Rafael Rubio.
Elegies for the death of the father in Eloy Sánchez Rosillo y Rafael Rubio
In this article, two examples of elegies in Spanish and Chilean poetry are studied: “En mitad de la noche” by the Spanish poet Eloy Sánchez Rosillo, and “El arte de la elegía” by the Chilean poet, Rafael Rubio. The ritual function of these texts is investigated through the visualization of situated poetic scenes which, in both cases, refer to the death of the father. Likewise, dialogues and encounters with both poets are established in relation to the anthropological and philosophical problem linked to the death of the other. These elegies are also situated in the wider context of the elegy tradition of western literature.
Keywords: death, father, elegy, Eloy Sánchez Rosillo, Rafael Rubio.
Sólo quien. . .
ve la muerte de su padre, podrá dar
notable fin a una elegía.. . . . .
(Rubio 2007: 34).
En el año 2008, Eloy Sánchez Rosillo[2], “el poeta murciano más valorado por
los críticos” de España, según Ricardo Escavy Zamora (2007: 15), escribió
una nota sobre la muerte de su padre que un año más tarde sería publicada en
el peculiar texto: Historia del Colegio Oficial de Aparejadores y Arquitectos
Técnicos de la Región de Murcia (2009). Rescato en esa nota el poema “En
mitad de la noche” del libro La vida (1996), un poema que rememoraba el
fatal suceso de la muerte del padre, el aparejador Isidoro Sánchez Roca, quien
fuera presidente del citado Colegio desde el 9 de mayo de 1955 hasta el 4 de
mayo de 1956, fecha en que Isidoro Sánchez murió, a sus tempranos 47 años,
y a consecuencia de un infarto del miocardio. Eloy contaba entonces con
apenas siete años y este hecho marcaría profundamente su vida y ciertamente
su manera de ser poeta.
Por su parte, en el año 2007, el joven poeta chileno Rafael Rubio[3]
publicó
uno de sus textos más celebrados por la crítica nacional: Luz rabiosa, poemario por el cual recibiría el premio Pablo Neruda, año 2008, y que sobresale, entre
otras cosas, por la “ostensible musicalidad” de sus composiciones y por el
radical enfrentamiento que ahí se plantea acerca del problema de la muerte
del padre; cuestión que además de situarnos en el problema de la muerte en
general, nos induce a reflexionar, a propósito de sus elegías, sobre la función
ritual del discurso poético, y de modo específico, sobre las problemáticas
relacionadas con los procesos del duelo y del luto.
En esta línea de escritura sobre y desde la muerte, el poeta Rubio se adscribe,
y de un modo en extremo transgresor, a una de las tradiciones escriturales más
fértiles y profundas de la literatura occidental, la de las elegías[4], cuyas fuentes
se encuentran en la poesía latina (Catulo, Tibulo, Propercio, Ovidio, entre
otros), en el Siglo de Oro español (Garcilaso, Góngora y Quevedo), y en las
Coplas de Jorge Manrique; y que perdura en la lírica española contemporánea
a través de autores como Federico García Lorca (muy especialmente en su
“Llanto por Ignacio Sánchez Mejías”), Luis Cernuda (en sus libros Perfil del
aire y “Égloga, elegía, oda”), Miguel Hernández, autor de varias notables
elegías, y a cuya “Elegía a Ramón Sijé”, Rafael Rubio alude directamente
en su “El arte de la elegía”; y más tarde, en la voz del mismo Eloy Sánchez
Rosillo, quien, también sumándose a esta larga tradición, publicara su tercera entrega bajo el nombre de Elegías (1984)[5]. Por su parte, y ya en el
contexto de la literatura hispanoamericana, se destacan las Elegías del cubano
Nicolás Guillén, que sería una de las voces participantes de la “conversación
familiar”, sostenida a través del tiempo, por el clan de los Rubio[6]. Y ya un
poco más cerca del territorio geográfico-poético de Chile, y en el contexto
de la lírica argentina, sobresalen, muy especialmente para esta investigación,
las diversas elegías de Jorge Luis Borges, situadas en diversos lugares de su Obra poética[7], y cuyo autor sería un referente indiscutible para el poeta
Rafael Rubio, tal como él lo ha manifestado en diversas reflexiones sobre su
poesía, siempre en constante diálogo con la tradición que lo ha precedido, y
de manera especial, con la propia tradición lírica familiar, de la cual él sería
su más joven y vivo representante.
Un año más tarde de la publicación de Luz rabiosa, en abril de 2008, el
poeta Rafael Rubio era entrevistado por Cristián Warnken en su programa
Una belleza nueva. De aquella entrevista, motivada por la entonces reciente
publicación de Luz rabiosa, me interesa destacar, en primer lugar, lo que
va comentando Warnken a propósito de la filiación de Rubio con los poetas
de Siglo de Oro español, ya que el autor los reconoce como influencia
directa de la poesía de su abuelo, el poeta Alberto Rubio. En segundo lugar,
me interesa rescatar lo dicho en esa ocasión sobre la muerte del padre de
Rafael, el también poeta Armando Rubio, fallecido a sus 25 años en dudosas
y trágicas circunstancias, un 6 de diciembre de 1980. El terrible hecho –
habría que recordar aquí que Armando Rubio murió cayendo del sexto piso
de un edificio de la calle Coronel Bueras N° 146, en Santiago– marcaría
profundamente la vida de Rafael, quien contaba entonces con tan solo 5 años,
y ciertamente determinaría el carácter trágico y elegíaco de su posterior poesía.
En la entrevista, el poeta Rubio se refiere con estas palabras a la historia –o
intrahistoria– de Luz rabiosa:
Luz rabiosa nace fundamentalmente de una experiencia traumática
e inexplicable como es la muerte del padre. Todos los poemas nacen
a partir de esa experiencia. Por lo tanto el tratamiento que hago de
la muerte en este poema, en este libro, no es un tratamiento a la
muerte en términos abstractos –una reflexión acerca del sentido de
la muerte– sino más bien se trata de afrontar y de dar cuenta de una
muerte concreta, particular, absolutamente cercana. No hay una
reflexión metafísica acerca de la muerte. Y estos poemas entonces
surgieron como una manera de domar el dolor, de domesticar el dolor
(Cit. en Warnken 2008: 8).
Dos son, entonces, los propósitos de este artículo. Primero: situar y describir
las escenas elegíacas proyectadas en los textos “En mitad de la noche” de
Eloy Sánchez y “El arte de la elegía” de Rafael Rubio. Y segundo: establecer
ciertos diálogos, encuentros y/o correspondencias en torno al sentido de estas
elegías, indagando sobre la posible función ritual de los dos textos, muy
especialmente en lo que respecta a los procesos del duelo y del luto, y en
cómo la escritura poética podría ser una forma de expresión y asimilación
de dichos procesos. Para efectos de análisis se visualizan estos textos como
escenas poéticas situadas ejemplarmente en la muerte, colgándose del
concepto de “poesía situada”, acuñada por Enrique Lihn y llevada al extremo
en la escritura de su libro Diario de muerte. En esta línea de lectura o de
interpretación, las escenas relativas al morir y a la muerte serían, de acuerdo
con Lihn, las escenas situadas por excelencia, con la salvedad, para los casos
de Sánchez Rosillo y Rubio, de que el problema en cuestión sería aquí el
conflicto de la muerte del otro, el cual conduciría, en última instancia, al
asunto de la muerte propia.
A PARTIR DE “EN MITAD DE LA NOCHE” DE ELOY SÁNCHEZ
ROSILLO
El estudio sobre la elegía en la obra del poeta murciano ha sido profundizado
de modo exhaustivo por el crítico Ángel L. Prieto de Paula, en su artículo
“La elegía y la construcción del presente en Eloy Sánchez Rosillo”, quien
logra precisar la relación entre el carácter elegíaco en Sánchez Rosillo y el
marcado acento autobiográfico de su obra. Dos causas determinan, para Prieto
de Paula, el desarrollo de su producción poética:
La naturaleza argumental de esta obra, netamente elegíaca, y su
confesionalismo [...] o, si se quiere, la vinculación entre asunto
poético y la vida del autor, que los propios versos evidencian [...].
Por tanto, la evocación elegíaca en el caso de la poesía de Rosillo no
puede enriquecerse multiplicadamente con materia ajena, cultural o
de carácter reflexivo general, por más que de todo ello haya en esta
poesía; sino que depende estrechamente del acervo experiencial,
humilde y limitado, de un hombre sólo (y, ahora sin tilde, solo). (Cit.
en Escavy 2007: 100-101).
Empero, para Prieto de Paula, es en el libro Autorretratos (1989), y no en
Elegías, donde el poeta alcanza “la máxima densidad de lo elegíaco”: “La
muerte está aludida en toda su obra, pero nunca se había producido una
presencia tan inquietante como la que se instala en este libro –léase el poema
«La intrusa»[8], del mismo título y tema que otro de Unamuno de Rosario de
sonetos líricos”– (Cit. en Escavy 2007: 110). Por nuestra parte, creemos
que esta situación responde a un pulso interno, que obedece a la asimilación
constante y sostenida, a través del tiempo y la vida, de los procesos del duelo
y del luto. En efecto, de la muerte del padre, en el libro Elegías, poco o casi
nada se dice, o bien, lo que está dicho al respecto, se dice a través del silencio.
Es a partir de Autorretratos que las figuraciones de la muerte empiezan a
hacerse más visibles en la obra del poeta, de manera especial en el texto citado
por Prieto de Paula, hasta llegar a una alusión directa al hecho biográfico
de la muerte del padre, en el texto “En mitad de la noche” del poemario La
vida, que ha sido fechado de modo preciso por el autor el día 4 de julio de
1995[9]
, es decir, casi cuarenta años después de la muerte del padre del poeta.
Ahora bien, me parece oportuno precisar, al respecto, que este movimiento
entre lo no dicho y lo dicho sobre la muerte del padre, o entre el silencio y
la palabra que evoca esa muerte, se inserta dentro de un proyecto general de
poesía elegíaca, que eleva esta forma poética a lo que podríamos llamar una
metapoesía elegíaca, es decir, una poesía concebida, en tanto arte poética,
propiamente como elegía. Esto, evidentemente, se relaciona con el marcado
carácter autobiográfico de la poesía de Eloy y con su manera de pensar el
tiempo, la vida y la muerte. Al respecto, es el propio autor quien, en entrevista
con Ana Eire, explica la condición elegíaca de su obra, pero haciendo alusión
a las dos acepciones originales de esta forma de escritura:
Sí, mi poesía, desde siempre, desde el principio, es una poesía
elegíaca, en el sentido en el que yo la entiendo. La poesía elegíaca
es en el fondo igual que la poesía celebrativa –la poesía en realidad
siempre celebra–, lo que ocurre es que aquello a lo que te refieres
cuando escribes un poema elegíaco, aquello que celebras, es algo que
ya está en el pasado, algo que fue presente y que el tiempo te quitó
de las manos (Cit. en Eire 2005: 137).
¿Qué fue, en suma, aquello arrebatado por el tiempo, aquello que el tiempo
–y por lo tanto la muerte– le quitó de las manos al poeta? Sin más y quizás
en primer lugar: el padre. De ahí surge este “tono” o “actitud” elegíaca que
impregna, de modo profundo, y de parte a parte, la obra de Eloy Sánchez
Rosillo. Pero para hablar de esta muerte hubo que callar mucho tiempo –casi
cuarenta años hemos dicho–, tiempo durante el cual se perfeccionó el arte de
la elegía en este autor, es decir, la forma elegíaca elevada a arte poética, tal
como más tarde y ya en territorio chileno, lo haría el mismo Rafael Rubio.
Pero, ¿por qué callar tanto tiempo dicha muerte? ¿Por qué no escribir antes
la elegía al padre muerto? ¿Se trata realmente de algo no dicho, de algo
silenciado?
Creemos, en esta línea de lectura, que lo no dicho sobre la muerte del
padre se dice sobre el tiempo. Si la muerte es aquella figura que se presiente,
aquella “Intrusa” que se está esperando, para emprender “juntos / el más largo viaje” (del poema “La intrusa”), y que el poeta advierte como una presencia
acechante, de alguna forma, y por medio de la palabra poética, aquella
presencia se está conjurando, en la medida en que está siendo figurada, y con
ello el poeta va estableciendo, a través del tiempo y mediante la escritura, un
espacio “de soberanía” con la muerte, o lo que es lo mismo, una “relación de
poder”, y acaso una “relación de libertad” ante la “alta potencia de la muerte”,
como lo explica Maurice Blanchot a propósito de Kafka[10].
Señala el sujeto del poema “Este abril” del libro Autorretratos: “De pronto,
siento / una proximidad que me estremece, / una presencia, una inquietud, un
frío, / la certeza de no encontrarme solo / en esta habitación. Alzo, asustado,
/ la pluma del papel. Y está la muerte / mirándome a los ojos” (2014: 208).
Es posible, entonces, enfrentar a la muerte, mirarla a los ojos, en tanto ésta
se va convirtiendo en figura en el poema. La muerte del padre, en cambio,
aquella muerte que al propio Eloy le arrebató su infancia, es de algún modo
casi indecible, impronunciable. Y entonces la muerte, que paradójicamente
es el efecto del paso inexorable del tiempo, se oculta en el mismo tiempo y
es, en definitiva, aquello que no se puede contar, aquello que se esconde en
los pliegues infinitesimales de la memoria. Si no se puede hablar del padre
muerto, entonces se hablará del tiempo: aquel que ya pasó y de todo lo que
irremediablemente ya fue, tal como se desprende del poemario llamado
Elegías. De este modo, todo deviene elegía y el tiempo, al final, sería el
personaje principal de esta elegía continuada. Todo el devenir, todo lo vivido
y lo contado, “las cosas como fueron”, serán el tema de esta poesía, y detrás
de este asunto poético, se hablará, casi sin palabras, del padre muerto (pero
también de la madre muerta, como veremos más adelante).
En esto consiste la resistencia elegíaca de Sánchez Rosillo y el consiguiente
modo de transfigurar el dolor en celebración. En este sentido, se cumplen,
siguiendo al propio autor, las dos líneas argumentales de la elegía: “Es decir, lo que hago yo en mis poemas, por lo general, es una especie de celebración
póstuma de momentos hermosos, una celebración póstuma de la alegría”; y
luego: “Yo, además, por lo visto, tengo un temperamento elegíaco extremo,
que me lleva incluso a ver y sentir el presente como pasado”. Pero insiste
el poeta: “Yo no veo grandes diferencias entre la celebración y la elegía.
Es lo mismo visto desde distintos momentos del tiempo, desde distintas
perspectivas” (Cit. en Eire 2005: 137-138).
Lo anterior nos conduce a una consideración sobre la naturaleza de la misma
muerte, en la cual metafóricamente se condensan todos los tiempos: todos los
pasados vividos, incluso el presente, y más aún, todos los futuros posibles. Es
así que, como señala el poeta, “lo que vivimos sólo está completo cuando está
en el pasado, y es entonces cuando adquiere o no definitivamente su relevancia”
(Cit. en Eire 2005: 139). En suma, la muerte le otorga sentido a la vida, en el
sentido de que la completa, la termina, la convierte en unidad, pues el ciclo
vital se ha cerrado y solo entonces es posible mirar esa vida en retrospectiva,
pero no ya desde la desesperanza o la honda tristeza –“sentimientos estériles”
para Eloy Sánchez Rosillo– sino, muy especialmente, desde la melancolía
que muy pronto da paso a la celebración. De esta forma, la evocación ya no
es dolorosa o, dicho de otro modo, el dolor se doma o domestica mediante
la escritura, tal como también lo entiende Rubio.
Volvamos, en este aspecto, al citado poema sobre la muerte del padre de
Eloy, el aparejador Isidoro Sánchez Roca, a partir del cual se comprenderá,
con mayor claridad, la función ritual de esta poesía elegíaca o, dicho de otra
manera, la intención de dar luz sobre el trágico acontecimiento de la muerte,
ese “hecho de la empiria que tiene lugar en ocasiones ante nuestros ojos” y
que, sin embargo, sigue siendo “un misterio de dimensiones metaempíricas, es
decir, infinitas, o mejor aún sin dimensiones de ninguna clase” (Jankélévitch
2009: 18).
Además del evidente rasgo autobiográfico y narrativo del poema, y de
su tono evocador y nostálgico, me interesa destacar la oposición simbólica
de los elementos luz y oscuridad que constituyen, según mi parecer, la base
mitopoética de la poesía elegíaca de Eloy Sánchez Rosillo, desde la cual
surge su intención ritual, es decir, la necesidad de experimentar el duelo y
el luto y, por consiguiente, de experimentar una forma de salud, sanación o
purificación. Para ello, sin embargo, debe haber una agonía y un conflicto,
e incluso quizás una catarsis que, en este poema, se resuelve aparentemente
mediante la distancia evocadora y retrospectiva que el sujeto establece respecto
del relato autobiográfico. El relato se vuelve escena en el poema, a través de la evocación que resulta de la mirada del autor. Hay, de este modo, dos
luces que se encuentran en pugna en el poema-escena: la luz oscura de la
muerte y de la noche; y la luz radiante de la aurora, que apenas se atisba en
el poema, cuando ya la muerte ha sido consumada... “en mitad de la noche”.
Dice el yo poético: “En mitad de la noche me desperté. Y había / mucha
luz en la casa”. Con estas palabras, el poeta nos introduce en la escena situada
de la muerte del padre: “Sin duda, / algo extraño sucedía. Asustado, confuso,
/ llamé con insistencia a mi madre, mas nadie / acudió de momento. Porfié,
y al fin vino / a mi cuarto, afligida, la sirvienta, y después / de acariciarme
un poco y abrazarme, la pobre, / me dijo como pudo que mi padre había
muerto, / que había muerto hacía un rato, de repente” (Sánchez Rosillo 2014:
238). La escena nos transporta al pasado, pero de inmediato el sujeto –que es
aquí una figuración del poeta, puesto que el poema es “indisimuladamente
autobiográfico”– nos sitúa en el presente de la escritura: “Casi cuarenta
años han pasado y aún / respiro aquella angustia. Mientras mi mano intenta
/ escribir estos versos, voy viviendo de nuevo / los momentos terribles de
aquella noche remota”. ¿Pero qué le conmueve al pequeño Eloy?: no la
muerte ni el cadáver “–tan irreal, tan solo en su quietud–”, sino el llanto de
la madre, que yace junto al cuerpo del padre muerto: “Mi madre está sentada
en un sillón, llorando / con tal desconsuelo junto al lecho en que yace / el
cuerpo de mi padre. Yo me acerco y la beso; / le digo que no llore, que no
llore” (238). Es de súbito que la muerte, esa evidencia de hecho que sucede
brutalmente ante nuestra mirada, nos revela su nada y su vacío, y entonces
el enigma se despliega en todas sus dimensiones metaempíricas.
El muerto no sufre, no llora ni se mueve, nada. Nada hay, en definitiva,
en el muerto; pues cuando la muerte es, los muertos nada son, como lo
enseñara Epicuro. Pero los que sobreviven a la muerte deben experimentar
el duelo y el luto, que parecen no terminar; deben ver la muerte y ésta, de
suyo, trasfigura: “La muerte transfigura, traza súbitamente / un enigma en su
presa, y no reconocía / apenas a mi padre en aquellos despojos / misteriosos,
herméticos”. Se entiende, de esta manera, que el sujeto del duelo no es el
muerto, sino el doliente, quien viendo morir al ser querido, experimenta
figuradamente su propia muerte, pero sobreviviendo a la muerte del otro.
Dice el sujeto: “Entonces no lo supe. / Pero hoy sé que esas horas en que
tomé conciencia / del tiempo y de la muerte arrasaron mi infancia / Dejé allí
de ser niño”.
Finaliza el poema-escena con la ausencia de la luz, con la noche interminable
de la muerte, detrás de la cual apenas se atisba la luz de la aurora, que es símbolo aquí de luz maternal y por lo tanto de vida. Dice el poeta: “La casa
fue llenándose / poco a poco de gente. Familiares y amigos / daban con su
presencia lugar a repetidas / escenas de dolor. La noche no avanzaba. / Parecía
que nunca iba a llegar la aurora” (239). Sin embargo, la presencia más doliente
es aquí la de la madre, en cuyo dolor se enfoca la mirada y se sensibiliza el
oído del pequeño Eloy. Es el llanto de la madre el que punza y hiere –para
el niño Eloy y para el poeta Eloy ya adulto– pues en la figura de la madre se
concentra toda la tragedia del devenir mortal de la existencia. Es ella quien
debe soportar la muerte con sus lágrimas y frente a ello, el personaje Eloy
–hombre devenido niño y niño devenido hombre en el poema– será tan solo
un espectador más del acontecimiento[11].
En definitiva, como señala Ricardo Escavy Zamora a propósito de lo
elegíaco en Sánchez Rosillo: “La poesía elegíaca canta el gozo que ha
quedado atrás con el paso inexorable del tiempo, que, con la pátina con
que la distancia lo baña, hace que el canto se tinte a su vez de melancolía y
adquiera la calidad de un «cierto lamento»” (2007: 16). Pero ese lamento,
hemos visto, nace de circunstancias autobiográficas precisas y dolorosas: la
muerte del padre, en mitad de la infancia del poeta; y más tarde, pero de un
modo más sosegado, pero igualmente punzante por lo enigmático y súbito
de la muerte, la muerte de la madre. A partir de aquellas muertes todo se
impregnará de elegía: la cosmovisión del tiempo y de la vida, hasta la propia
figuración del poeta en su obra.
Al respecto, diversos poemas del autor testimonian bellamente el paso
desde la visión de la muerte del otro (aún no aludida explícitamente en el momento de la publicación del poemario) a la muerte propia. Basta leer el
poema “Epitafio”, con el cual se cierra el libro Elegías, para ejemplificar lo
anteriormente dicho, y para dar cuenta, de modo específico aquí, del paso
desde la forma elegíaca al epitafio propiamente tal, en donde el poeta se sitúa
finalmente en su propia muerte y fuera del tiempo, pero apelando al rasgo
celebrativo que el propio Eloy Sánchez Rosillo identifica como elemento
central de toda elegía:
Detened, caminantes, vuestros pasos.
Sabed que aquí reposa alguien que amara mucho.
La hermosura del mundo: los árboles, los libros,
La música, el verano, las muchachas.
No preguntéis quién fue, ni desde cuándo
Es ya silencio, olvido de las cosas.
En la tierra que cubre sus despojos,
Plácidamente descansad un rato.
Y proseguid después vuestro camino
Bajo el propicio sol que en su noche os desea (2014: 187).
“EL ARTE DE LA ELEGÍA” DE RAFAEL RUBIO
Para entrar en la lectura del poema “El arte de la elegía” de Rafael Rubio,
quisiera retomar aquí algunas consideraciones de Ricardo Escavy Zamora
sobre la elegía. Señala el crítico español:
Dentro de la preceptiva, la elegía, más que quedar definida tanto por
el contenido como por la forma, resulta indefinida. Por lo que respecta
a la forma, en nuestra lengua debería estar escrita en tercetos o verso
libre, en griegos y latinos en hexámetros o pentámetros. Por lo que
al contenido se refiere debe corresponderse con un lamento por la
muerte de un ser próximo, normalmente querido, o como consecuencia
de cualquier otro acontecimiento digno de ser llorado (2007: 26).
Pues bien, y a propósito de lo dicho en clave metapoética sobre la elegía en
el poema de Rubio, pensamos que en este caso el sujeto del texto define de
modo explícito, y tanto en forma como en contenido, el significado de lo
que para él sería una buena elegía, y con ello el poeta chileno se sitúa con
decisión y con una sorprendente lucidez frente a la tradición elegíaca que,
recordemos, se traspasa a su obra a través de las lecturas compartidas con su abuelo, el poeta Alberto Rubio, del Siglo de Oro español y de ciertos textos
específicos que el autor reconoce como antecedentes directos de su elegía[12].
Es así que en el poema se señalan, de modo explícito, ciertos procedimientos
formales –retóricos y poéticos–, que definirían, según Rubio, el arte de la
elegía. En este sentido, y conforme al carácter metapoético del texto, el poema
se definiría a sí mismo, presentándose al lector sobre todo como construcción
verbal o artificio del lenguaje; mientras que el trabajo de la escritura sería,
para el poeta, un ejercicio, tarea u oficio emparentado estrechamente aquí con
la tarea de comprender la muerte del otro y por extensión, la propia muerte. Para alcanzar esa comprensión de la expiración del otro, el poema presentará
una escena: la escena propiamente tal de la escritura elegíaca, en la que se
enuncia, como veremos, una intención ritual. Es así que el sujeto demanda
un espacio y una acción, donde a su vez se llama a la realización de un rito
o, mejor dicho, a la conclusión o cierre del mismo: “El oficio / se ejerce en
la oscuridad o en el abismo / o en una mesa de disección. / No habrá de ser
/ de otra manera la escritura, si se quiere / ver la muerte morir en el poema”
(Rubio 2010: 32).
“El arte de la elegía” ocupa un lugar central en el libro Luz rabiosa y bien
se puede leer como arte poética, es decir, como metapoema que describe y
explica las claves de la construcción del discurso poético del autor. De este
modo, el poema simula y sugiere una metaescena, donde a su vez el sujeto se
simula a sí mismo como el escribiente de la elegía, es decir, como el propio
poeta Rafael Rubio[13]. Con ello, el poema adquiere un tono didáctico, que se
logra aquí por medio del efecto de distanciación o extrañamiento del sujeto
y por la emergencia de una conciencia metapoética que logra neutralizar la
emoción mediante la ironía. El arte de la elegía es una simulación, un rito
para llegar “al justo término”, para “dejar que se complete la muerte” (29).
La muerte, de esta manera, “está viva en el poema”, y es necesario trabajar
con ella para dar “notable fin a la elegía”, es decir, para rematar la muerte
del padre o terminar de una buena vez con ella, y así “ver la muerte morir en
el poema”. Rafael Rubio es ante todo un poeta de oficio: concibe el poema,
de modo explícito, como construcción del lenguaje –“el poema, un edificio
cuyo lujo te avergüenza” (32)–, pero también como espacio ritual, donde
literalmente se demanda un cuerpo, porque no hay ritual sin la demanda de un cuerpo: “Todo estriba / en simular que nos duele la muerte. / Solo eso:
hacer creer que nos aterra / morir o ver la muerte. Imprescindible / elegir una
víctima que haga / las veces de un destinatario: el padre” (29).
Resulta imprescindible también, para este poeta, cumplir con los
requerimientos (tanto formales como de contenido) que impone la tradición
elegíaca y con las que le surgen del propio juego transgresor de su poesía.
Con el tono didáctico crispado de ironía va enumerando esos requerimientos:
escoger una muerte ejemplar, que justifique “una ira sin nombre”; impostar
la voz, para “que se confunda con / el ciego bramido de una bestia”, para
así infundir piedad en el lector; adoptar, –es “recomendable”, por lo menos,
hacerlo– “el terceto pareado si se quiere / seguir la tradición del abandono”;
y, por supuesto, leer “la elegía de Hernández a Ramón Sijé / o la que en
don Francisco de Quevedo, maestro / en el arte de la infamia versificada /
inmortalizara a fulano de tal” (29). La lista de deberes es extensa y explícita:
“Debe ser / virtuoso el uso del encabalgamiento”; el poeta ha de “echar
mano a aliteraciones de grueso calibre / para reproducir la onomatopeya
del desamparo / que la elegía debe –aunque no pueda– sugerir. / El uso de
la rima debe ser implacable”; se añaden, luego, ciertas consideraciones de
fondo: “Importa sobre todo la verosimilitud de / tu desgarro y no el desgarro
mismo: el dolor puede ser de utilidad” (30); de lo cual se desprende que:
“No importa la belleza. La verdad / será requisito indispensable / a la hora
de urdir una elegía / que merezca el prestigio de la muerte / o la inclusión
gozosa y dolorosa / en el canon de la nueva poesía española” (30-31); hasta
llegar a la constatación de aquella punzante obviedad que nos revela, sin
escándalo todavía, la imposibilidad de todo arte que se empeña en negar la
alta potencia de la muerte:
Deberás entender a fin de cuentas
que el poema no es más que un ejercicio:
no va a hacer que se levanten los muertos
ni hará que tu padre retorne
del oscuro país de los dormidos
porque ya no habrá país del que volver
ni esperanza tampoco, ni poema (31).
Es así que, en esta verdadera escena didáctica, en la cual el sujeto se propone
muy seriamente concluir un duelo, mientras que al mismo tiempo se va
enseñando cómo se debería escribir una buena elegía, se logra también –mediante la ironía–, el extrañamiento de la tragedia de la muerte del padre; y con ello
se alcanza lo inconcebible de la elegía de Rubio, esto es, el gozo o la dicha
de cantar por esa muerte: la del propio padre. Pero aquello inconcebible
de la elegía –recordemos las sugerencias de Eloy Sánchez Rosillo– estaba
precisamente en el origen de esta expresión poética. Y el poeta Rafael Rubio
vuelve al carácter celebrativo de la elegía por un camino distinto al trazado
por el de Eloy: por el de la antipoesía, que funciona aquí, entre otras cosas,
gracias al distanciamiento y la ironía.
Por otra parte, el poema, al ser concebido especialmente como artificio
del lenguaje, permite la activación de su función ritual[14] o, dicho de otro
modo, responde a la búsqueda de una salud o sanación que solo es posible
en cuanto el dolor del sujeto biográfico –el propio autor Rafael Rubio– se
traspasa al sujeto textual, quien se presenta ante todo como un simulador.
Solo de esta forma ese dolor se mira con distancia y de algún modo se hace
soportable, tal como se desprende de las propias palabras de Rubio (ver cita
textual en página 138).
Ahora bien, dentro del marco de la escena situada en la muerte del padre,
esta intención didáctica –retórica y poética– va mucho más allá, pues La
Muerte, ya devenida personaje, será, dentro de la escena, aquella maestra
que instruye al sujeto en el “cojonudo” arte “de escribir / sobre la piel de un
cadáver” (34). Esta lección de La Muerte será, en definitiva, una lección sobre
el arte de morir, o dicho de otra forma, la lección de escritura será indivisible
aquí de una lección, y por lo tanto de un aprendizaje, sobre el saber y el poder
morir, o incluso más allá, sobre el derecho a morir: una lección en la cual el
propio sujeto –máscara del poeta Rafael Rubio– también será llamado a su
propia muerte. En primer lugar, sin embargo, será necesario saber escribir
una buena elegía. Solo así, se dice el sujeto a sí mismo: “Entenderás por fin
que una elegía / es cosa de vida o muerte. / O bien, al menos / te será un
sustituto del suicidio. / En el arte del corte de los versos / es maestra la muerte.
/ Deberás / aprender de ella, si pretendes / que tu elegía sea ejemplar” (33). Y
ejemplar es el arte de la elegía en la voz del poeta Rubio, así como ejemplar
es el personaje de La Muerte-Maestra, pero nada hay de fácil en dicho arte:
“un asunto tan delicado como la muerte / requiere de tal manejo del oficio /
que sería necesario la inmortalidad / para aprenderlo con éxito” (33).
Es así que La Muerte, entendida como personaje literario, es decir, como
figura, personaje e incluso máscara del poeta, actúa para dar una lección al
sujeto –y luego a nosotros, los lectores–, lección que aquí tiene un doble
propósito o efecto: por un lado, concluir el rito de la muerte del padre, y
por otro, o lo que es casi lo mismo, enseñar el propio oficio del corte de los
versos, para dar un buen término a la elegía.
En este especial sentido vemos que La Muerte enseña, educa, dialoga,
juega, baila, seduce y hasta fornica. Es La Muerte-Maestra, triunfante como
en las estampas medievales; mujer a veces, felina acechante, como en un
temprano poema de Huidobro (“El terror de la muerte”); segadora de la vida,
que toca el tambor, la gaita o el pandero, como en los frescos de las Danzas de
la Muerte que reescribiera el propio Óscar Hahn y también Leopoldo María
Panero; o bien, aquella Pelada o Calva, o incluso más: ese “andrógino perfecto”
que poetizara Lihn, más bien desconstruyendo todo posible encuentro con la
“otredad radical”. Pero también será aquella vieja lacha y vizcacha, que toca
a la puerta de la casa del poeta, buscando el coito carnavalesco, con aquel
sujeto-máscara del mismísimo Nicanor, en una escena cómica muy propia
de la cultura popular y de la antipoesía parriana.
Ahí está La Maestra-Muerte, enseñando los mismos tópicos de siempre:
Carpe diem, puesto que todo es Tempus fugit, y todos han de ser iguales en el mismo finis: ricos y pobres, poderosos y desgraciados, aunque no sepamos
nunca la hora de la Mors certa. La Muerte entonces iguala, y de ahí su ímpetu
democrático y social, pues de ella nadie escapa y todos vamos irremediablemente
al mismo terminus, luego de lo cual los que quedan solo podrán preguntarse:
Ubi sunt?, como en las Coplas de Jorge Manrique, o en el poema del mismo
nombre que Sánchez Rosillo incluye en su libro Autorretratos de 1989. Sin
embargo, en todos los casos será necesario, primero, ver la muerte del otro,
en este caso, del padre: pues solo quien ve de cerca la muerte del padre, podrá
dar buen término a su elegía.
UNA DIGRESIÓN A PROPÓSITO DE LAS ELEGÍAS DE BORGES
“Nací para dar cuenta de mi muerte”. Con esas palabras, quizás tomadas de un
poema, Rafael Rubio finalizaba la conversación que con él compartimos, en la
tarde del 28 de enero de 2015, en un café cercano a la Biblioteca Nacional de
Santiago de Chile. Pero ahora que leo su prólogo al libro Ni tallo ni renuevo,
comprendo mejor cómo su propia poesía nació de la muerte del padre, del
mismo Armando Rubio; y mucho más aún, cómo ese padre nació, para el
hijo Rafael, a partir de su muerte. Y he aquí el escándalo de la revelación,
donde lo dicho ya es casi un diálogo de muertos:
Mi padre (Armando) nació el año 1980, a los veinticinco años de
edad; tres años antes de la publicación de Ciudadano, el libro que le
diera oficialmente el lugar que se merece dentro de la poesía chilena
contemporánea. Yo tenía cinco años, y no supe que era el hijo de un
recién nacido hasta mucho tiempo después, cuando yo mismo ya era
un muerto. He oído muchas veces decir que los poetas no mueren. Y
a fuerza de tanto oírlo he terminado por asumirlo como una verdad.
Los poetas no mueren, los que mueren son los padres, cuando los
hijos mueren (2015: 15).
Sabemos, con esta última línea, que Rafael se refiere a su abuelo Alberto,
quien murió –figuradamente, se entiende–, viendo a su propio hijo morir.
Pero también Rafael se refiere a la muerte de su padre Armando, y en última
instancia, a la suya propia. Lo obvio o extraño de esta escandalosa revelación
es que apunta precisamente al nacimiento poético del padre, quien nació con
su propia muerte. Y en ello hay una declaración de fe, con minúsculas, o un
“principio esperanza” si se quiere, que se cristaliza en la obra literaria. Es así que los poetas no mueren, pero sí los padres; o bien, como lo aclara el
mismo Rafael hacia el final del prólogo: “Los poetas no mueren, dijo alguien
que, sin duda, debió ser un poeta demasiado envanecido por sus ansias de
inmortalidad. Yo diría más bien: los poetas también mueren, pero solo por un
rato” (2015: 15); el rato o el lapso, diríamos, en que la obra calla y se hunde
en el silencio, hasta que otro, un lector, la revive leyéndola, pronunciándola.
El padre muerto revive así en el lenguaje del hijo, al mismo tiempo que ese
padre se entrega a la muerte, pero naciendo. De este modo se comprende,
más tardíamente, que uno es también hijo de la muerte de su padre.
Quizás ese “poeta demasiado envanecido por sus ansias de inmortalidad”,
sea, ¿quién más?, ese otro padre de la literatura, un padre que precisamente
no tuvo hijos: Jorge Luis Borges, poeta también, profundamente elegíaco. Me
permito, pues, aquí una digresión inesperada, pero ya anunciada más arriba:
Borges, tan ocupado de traducir y reescribir versos antiguos, se conduce con
total naturalidad por las elegías. Sin duda, estamos en presencia de un diálogo
inconcluso de la gran poesía, cuyos orígenes se pierden en la memoria del
tiempo. Se podría decir, con Gilles Deleuze, que estamos ante la presencia
de un bloque, de una banda de poetas elegíacos preocupados de sondear
las cosas del más allá. Y la visión del último rostro surge aquí de la visión
del padre muerto. Borges también escribe una elegía al padre muerto en su
poema “A mi padre”: “Tú quisiste morir enteramente, / la carne y la gran
alma. […] Te hemos visto morir con el tranquilo / ánimo de tu padre ante las
balas. […] Te hemos visto morir sonriente y ciego. / Nada esperabas ver del
otro lado, / pero tu sombra acaso ha divisado / los arquetipos últimos que el
griego / soñó y me explicabas. Nadie sabe / de qué mañana el mármol es la llave” (2011: 443).
La certeza de la Mors certa ya desvelaba a Borges desde sus primeros
versos, tal como a Sánchez Rosillo, a Rubio y a tantos otros. La muerte, que
era el sueño en el poema “Arte poética” de El hacedor, luego sería otro rostro
o imagen del tiempo: “la muerte / ese otro nombre / del insaciado tiempo
que nos roe” (407). En diversos lugares de su obra, el argentino ingresa en
la ficción poética y narrativa con su propio nombre, para convertirse en
el heraldo de su propia muerte. Y el nombre propio, esa sombra, lo sabe
el poeta, es ya “el nombre de un muerto, la memoria anticipada de una
desaparición” (Bennington y Derrida 1994: 163). El poeta, de este modo,
no dudará en aparecer en su propia “Elegía”, creando la figura del doble
que es el muerto: el otro, finalmente, que es el mismo: “Oh destino el de
Borges, / haber navegado por los diversos mares del mundo […] Haber visto las cosas que ven los hombres, / la muerte, el torpe amanecer, la llanura / y
las delicadas estrellas, / y no haber visto nada o casi nada / sino el rostro de
una muchacha de Buenos Aires, / Un rostro que no quiere que lo recuerde. /
Oh destino de Borges / tal vez no más extraño que el tuyo” (242). Y luego,
volviendo a la “Elegía” de La rosa profunda, el sujeto concluirá: “Pienso en
mi propia, en mi perfecta muerte / sin la urna, la lápida y la lágrima” (407).
Porque ahí se dirige la última visión y la última mirada. Pero para dar ese
último paso –otra metáfora de la muerte–, habrá sido necesario primero ver
cómo se acaba el tiempo, haber “llorado unas lágrimas humanas”. Es así
que el sujeto elegíaco, situado en la proximidad de su muerte, canta y a la
vez llora, por todas las cosas que fueron, casi en el mismo sentido que en
la poesía elegíaca de Sánchez Rosillo. El tono nostálgico de este Borges se
aproxima, en este aspecto, mucho más a la poesía elegíaca del murciano que
a la del chileno; pero entre ambos, la poesía elegíaca de Borges se puede leer
como un lugar de encuentro donde casi todos los poetas y versos, con o sin
proponérselo, se dan cita en el mismo espacio literario.
Ese sujeto intemporal, de algún modo un espectro, ese sujeto metafísico
que al mismo tiempo es un sujeto autobiográfico, es el que habla muchas
veces en la poesía borgeana, pero muy especialmente aquí, en el poema
“Elegía”, del libro La cifra: “Sin que nadie lo sepa, ni el espejo, / ha llorado
unas lágrimas humanas. / No pueden sospechar que conmemoran / todas las
cosas que merecen lagrimas: / la hermosura de Helena, que no ha visto […]
Del otro lado de la puerta un hombre / hecho de soledad, de amor, de tiempo,
/ acaba de llorar en Buenos Aires / todas las cosas” (531).
TELÓN, A MODO DE CONCLUSIONES
La elegía es una escritura ritual (ver nota al pie número 14). En este fundamental
sentido, es posible afirmar que los poetas elegíacos aquí estudiados presentan,
o más bien sitúan, un espacio ritual propio, construido con sus propias
palabras, mediante el cual los autores activan y actualizan un rito muchas
veces inconcluso: el rito de la muerte, el cual supone la asimilación y la
vivencia de las experiencias del duelo y del luto.
Aunque la elegía es un texto marcadamente destinado al otro –el muerto–,
tal como se puede ver en los ejemplos de Eloy Sánchez Rosillo y Rafael
Rubio, el rito contenido en ella y enunciado por medio de la palabra poética
está dirigido, o más bien recae transitivamente, sobre el propio sujeto enunciador; y puesto que se trata de un discurso autobiográfico, este se refiere
al propio poeta elegíaco: es él quien finalmente debe pasar por el rito de la
muerte, toda vez que se asume el proceso de morir como un paso que no solo
metafóricamente debe dar el moribundo, sino sobre todo quienes presencian
dicho proceso y sobreviven a la muerte del otro, en este caso, del padre. En
dicho tránsito, la poesía elegíaca, entendida como medio y expresión ritual,
parece ser el hilo conductor que el poeta extiende figuradamente entre uno
y otro lado del finis que es la muerte, aquel nombre inverosímil que tapona
todo posible entendimiento de ese lugar y experiencia que seguimos llamando
muerte. Pero, paradójicamente, entendemos con Jacques Derrida, dicho lugar
es un no lugar, o más bien, un lugar de aporía (Derrida 1998).
En un sentido próximo al apuntado por Derrida en sus Aporías, podemos
concluir, desde Gabriel Albiac, que el nombre de la muerte es el nombre de
la nada. De ahí que solo nos quede expresar dicho acontecimiento, o si se
quiere, dicha cosa, a través del uso de figuras (una de las cuales sería entender
la muerte como paso), es decir, tropos del lenguaje: metáforas, mitologías,
símbolos (Albiac 1996: 77). Evidentemente, el lugar privilegiado para el
despliegue de estos tropos del lenguaje son las formas poéticas emparentadas
estrechamente con el ritual de la muerte, como las Danzas de la Muerte
medievales o, en este caso, las elegías.
Ahora bien, si la elegía es el canto y a la vez el llanto mediante el cual
el sujeto-poeta invoca al otro en ausencia, vemos que en dicha invocación
hay no solo un llamado o una pregunta por aquel otro que ya no está, sino
también la demanda de un cuerpo, demanda en el sentido lacaniano con que
Martín von Koppenfels lee otro texto poético de suma importancia para la historia de las figuraciones de la muerte en la poesía hispanoamericana: Poeta
en Nueva York de Federico García Lorca (Koppenfels 2007). Si la elegía es
de este modo palabra ritualizada, esto es, enunciada como rito, pues dicha
palabra, así como el propio acto ritual de la muerte, sucede y se enuncia en
torno a un cuerpo. La demanda del poeta elegíaco es así una petición y una
pregunta sobre un cuerpo en ausencia, es decir, hay alguien, una persona, sobre
la cual se está ritualizando el proceso biológico de la muerte. Y con el rito, la
muerte deja de ser solo un hecho empírico y biológico, y se convierte en un
hecho simbólico y poético (ritual). El cuerpo del fallecido, aquel cuerpo que
está virtualmente desapareciendo, está al mismo tiempo siendo convocado,
llamado al acto de su propia desaparición, aun cuando ello pueda ser tan solo
una construcción metafórica en el plano del lenguaje poético.
Este rito, lo sabemos, es finalmente para nosotros mismos, los mortales,
así como el poema elegíaco está destinado no tanto al muerto (los muertos
no leen, no pronuncian palabra), como a los vivos, es decir, a los lectoresespectadores que somos nosotros. Somos nosotros, en última instancia, quienes
debemos aprender el rito, y en ello la poesía elegíaca parece cumplir una
función didáctica, explicativa, demostrativa, si se quiere. Más aún, somos
nosotros, los que sobreviven a la muerte del otro, quienes debemos vivir
la agonía y dar el paso –así como figuradamente el alma da el paso para
liberarse del cuerpo–, desde el llanto a la celebración, ambos componentes
fundamentales de toda elegía como lo enfatizara Sánchez Rosillo, acaso
porque en la poesía elegíaca se proyecta una utopía o, lo que es lo mismo,
un principio esperanza: la utopía del encuentro entre los seres queridos, más
allá del no lugar, más allá de la muerte, independiente de nuestras propias
creencias religiosas o filosóficas.
El rito elegíaco propone así una utopía que se levanta sobre los cimientos
de una metáfora esperanzadora: el muerto, al ser cantado, de algún modo
revive y la muerte, por el breve tiempo que dura el trance elegíaco, parece
ya no existir, aun cuando en primer término, la elegía propiamente tal sea la
evidencia poética de la desaparición de una persona.
Así, siendo la muerte ya un hecho consumado, podemos volver a decir
esa obviedad que muchas veces no logramos explicar del todo y que algunos
discuten firmemente: la muerte forma parte de la vida, pero en el sentido de
que la completa, la termina, la vuelve una unidad finita entre dos tiempos
supuestamente infinitos (un antes de nacer y un después de morir), como ya
hemos apuntado con anterioridad; una unidad con principio, medio y fin, si lo pensamos aristotélicamente. Y con Mijail Bajtin (2000) podemos sostener lo siguiente: con la muerte del otro, en este caso del padre, tengo toda la vida del otro frente a mí, puedo llorar y cantar aquella vida en una elegía; puedo decir, en suma: aquí está mi padre muerto, aquí mi madre muerta, y aquí estoy yo frente a ellos, cantando una elegía, tensando aquel hilo de oro que algunos, como Sánchez Rosillo, llaman poesía: aquel puente imaginario, pero extremadamente fuerte que me une a ellos, a los que ya se fueron.
En este último gesto, utópico y aporético a la vez, se cifra un devenir: a través del canto elegíaco me uno a mis deudos, soy uno con ellos, al menos en el espacio imaginario que proyecta esta poesía, incluso cuando el fin sea terminar con la muerte del padre, como lo propone implícitamente Rafael Rubio en su poema “El arte de la elegía”. He ahí el gesto ético y estético de la poesía elegíaca, pues ya no se trata solo de mi dolor, como sujeto del luto, sino de la acción valórica según la cual el sujeto del duelo deja de vivir dicho proceso para reencontrarse, mediante la proyección utópica-elegíaca, en ese espacio, proyectado desde el más acá, donde al final estaremos todos juntos: la muerte, esa última casa.
En conclusión: hemos examinado de qué manera estas nuevas elegías, inspiradas en la muerte del padre, vuelven a actualizar la función ritual –propia de la palabra poética ancestral y/o arcaica–, puesto que éstas vienen a ser expresiones ritualizadas de las experiencias del duelo y del luto, entendidos estos como procesos de asimilación de la tragedia de la muerte del ser querido, en este caso, del padre.
La escritura elegíaca, entendida desde la poética de Eloy Sánchez Rosillo, se puede entender como una lamentación o llanto por la persona fallecida, pero al mismo tiempo, como una búsqueda de superación de esa muerte y, en última instancia, como una celebración póstuma y tardía por esa vida que se fue. Pero la visión estremecedora de la muerte del ser querido conduce, como hemos dicho, a la visión de la muerte propia, la cual será entendida, a la larga, como objeto o asunto poético de una autoelegía anticipada que, paradójicamente, se enuncia en la forma del epitafio, donde se condensa el rasgo celebrativo y elegíaco, en el caso del poeta murciano.
Por su parte, la escritura elegíaca de Rafael Rubio –muy especialmente en el poema aquí estudiado–, se puede leer, en conjunto, como una metapoesía elegíaca donde se crea una verdadera escena que es, a la vez, una conversación tanto con sus fuentes intertextuales, como con la figura ausente del padre muerto, y aún más allá, con aquella figura de La Muerte –ahora todo un personaje literario–, que viene a aparecer como la Maestra en el arte de la misma composición elegíaca.
Aunque ambos poetas se sitúan con decisión frente a esta larga tradición lírica y poética, la resolución es diferente en cuanto al estilo literario, y esto se hace notorio al contrastar sus textos, aun cuando el componente autobiográfico sea el punctum desde el cual surge la visión elegíaca en ambos poemas. Al respecto, los poemas son situados –en el sentido acuñado por Enrique Lihn respecto de su poesía y muy especialmente de su Diario de muerte (1989)– puesto que han sido enunciados a partir de una situación concreta, tanto espacial como temporalmente, es decir, un momento e incluso un lugar preciso que desborda la subjetividad de nuestros autores: la muerte del padre, esta última como circunstancia espacial y temporal, donde la conciencia humana fuertemente se estremece y desde donde surge, como única posibilidad ritual del luto y el duelo, la expresión elegíaca propiamente tal. En este último gesto, hemos dicho, el del cantar elegíacamente a esa vida que se fue, se proyecta una utopía, un sueño o una esperanza: mediante la invocación del otro en ausencia, es posible que el canto se transforme en un nuevo encuentro con aquel ser querido que se fue, más allá de aquella última mirada que nos brinda la muerte.
Para terminar… ¿Cómo dar notable fin a una elegía? Dirá Sánchez Rosillo:
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Entonces no lo supe.
Pero hoy sé que esas horas en que tomé conciencia
Del tiempo y de la muerte arrasaron mi infancia:
Dejé allí de ser niño. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . La casa fue llenándose
Poco a poco de gente. Familiares y amigos
Daban con su presencia lugar a repetidas
Escenas de dolor. La noche no avanzaba.
Parecía que nunca iba a llegar la aurora (2014: 239).
y cojonudo el arte de escribir
sobre la piel de un cadáver. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .Sólo quien
ve la muerte de su padre, podrá dar
notable fin a una elegía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .(como éste)
¡Un remate que haga remorderse de envidia
–en su tumba–
a Quevedo, a Fray Luis, a Garcilaso! (2010:34).
_________________________________
NOTAS
[1] Este artículo fue escrito en el marco de la Investigación Postdoctoral: “Poesía chilena y española a partir de 1960: nombres, figuras y escenografías de la muerte”, realizado en la Universidad Complutense de Madrid con el beneficio de la Beca Chile de Postdoctorado en el Extranjero, durante 2013 y 2015. [2] Eloy Sánchez Rosillo (Murcia, 1948), poeta español, premio Adonáis de 1977 por
su libro Maneras de estar solo y Premio Nacional de la Crítica en 2005 por su libro La certeza.
Doctor en Filología Románica y profesor de Literatura Española en la Facultad de Letras de la
Universidad de Murcia. Aunque ha sido ligado a la generación de los novísimos o generación
del 70, su estética se relaciona con los llamados poetas de la experiencia, siendo evidente su
filiación clásica, ajena a todo experimentalismo, donde el componente estoico y elegíaco se
inserta en una cosmovisión temporalista y esencialista, en la cual la escritura sería “trasunto
de lo vivencial”, y donde se revela “una proximidad cómplice entre sujeto biográfico y los
portavoces verbales”, como señala José Luis Morante en el prólogo de la antología Hilo de
oro (2014: 18-26). [3] Rafael Rubio (Santiago, 1975), poeta chileno, perteneciente a la generación de los
90, o “generación de los náufragos”, como la llamó Javier Bello y que correspondería, según
Magda Sepúlveda Eriz, a “la poesía chilena escrita durante la transición postdictatorial” (2010:
79-92). Rafael Rubio ha publicado los poemarios Arbolando (1998), Madrugador tardío (2000), Luz rabiosa (2007), Caudal (2010), entre otros, y ha sido incluido en importantes antologías
como Antología de la poesía chilena joven de Francisco Vejar (1999) y Cantares: nuevas voces
de la poesía chilena de Raúl Zurita (2004). Ha recibido importantes reconocimientos por su
trabajo poético, entre ellos, las becas de la Fundación Pablo Neruda (1994) y de los Talleres
José Donoso de la Biblioteca Nacional (1998), además del primer lugar en el concurso “Yo
no me callo” (1997), el premio de poesía joven Armando Rubio (2001) y el Premio Pablo
Neruda (año 2008). Es doctor en Literatura de la Universidad Católica de Chile. [4] “Elegía: (Del lat. elegīa, y este del gr. ἐλεγεία). 1. f. Composición poética del género lírico, en que se lamenta la muerte de una persona o cualquier otro caso o acontecimiento digno
de ser llorado, y la cual en español se escribe generalmente en tercetos o en verso libre. Entre
los griegos y latinos, se componía de hexámetros y pentámetros, y admitía también asuntos
placenteros” (DRAE). Por su parte, en el Diccionario de retórica, crítica y terminología
literaria, se señalan las dos corrientes originales del género elegíaco: “Según el Arte poética de Horacio, que reproduce el pensamiento común de la antigüedad, la elegía procedía ya de
las ceremonias fúnebres (llantos e inscripciones en honor de un difunto), ya de las acciones de
gracias votivas que acompañan las obladas de los fieles. De aquí proceden los dos caracteres
bien diferenciados de la elegía: la tristeza y el dolor por la muerte de alguien, la alegría que
se debe al amor” (2000: 115-116). [5] El carácter elegíaco (o “tono elegíaco” o “actitud elegíaca”) en la obra de Eloy
Sánchez Rosillo ha sido estudiado por diversos críticos de su obra. Ver, en este aspecto,
los trabajos de Ricardo Escavy Zamora, Antonio Roldán Pérez y Ángel L. Prieto de Paula,
reunidos en el libro La poesía de Eloy Sánchez Rosillo: el ruido del tiempo (Escavy Zamora,
ed.: 2007). Al respecto, señala Escavy Zamora: “La poesía de Eloy Sánchez Rosillo se
mueve de la elegía a la celebración [...] El tono elegíaco con que ha sido caracterizada su
obra, especialmente la anterior a la publicación de su último libro, La certeza, encuentra su
manifestación más clara en su tercer libro, publicado con el título de Elegías [...] Nuestro
poeta fue caracterizado como el poeta elegíaco de su generación, característica cuyas raíces
se ha pretendido descubrir, agarradas en la tierra fértil de su admirado Luis Cernuda, y su
querido amigo Francisco Brines [...] Pero sobre todo creo que su condición de huérfano a
temprana edad tenga bastante que ver con la naturaleza elegíaca de sus poemas [...] Su libro Elegías se sitúa “en el centro de su andadura estética” sintetizada por la oposición entre dos
fuerzas, la de la belleza de lo recordado, y la de la melancolía de la evidencia del presente”
(2007: 15-28). Por su parte, y respecto del poemario Elegías, señala José Luis Morante: “el
poeta recupera un título tradicional, utilizado por nombres preclaros como Garcilaso, Bécquer,
Juan Ramón Jiménez o Luis Cernuda, aunque podemos retroceder en el legado lírico hasta
la elegía grecolatina, cuando la forma expresiva tenía un carácter formal más que temático”
(Cit. en Sánchez Rosillo 2014: 48). [6] Ver, en este aspecto, el interesante prólogo del mismo Rafael Rubio a la obra Ni
tallo ni renuevo, publicada en 2015, y la cual recopila algunos de los mejores textos de los
tres poetas emparentados: Alberto Rubio (abuelo), Armando Rubio (padre) y Rafael Rubio
(hijo). El poeta invita a leer el texto no tanto como una antología, sino más bien como una conversación familiar: “Me gustaría que este libro fuese leído como una conversación familiar;
sostenida entre abuelo, padre e hijo, pero también entre ellos y otros familiares recónditos,
algunos ya mencionados en este prólogo: Vallejo, Quevedo, Góngora, Machado, Mistral,
Pezoa Véliz, Nicolás Guillén, Lorca, y tantos otros, con quienes los Rubio han mantenido
cordialidad fraterna” (2015: 19). A partir de esta sugerencia de lectura, me gustaría enmarcar
este artículo en el contexto de un diálogo fraternal entre los poetas (y entre sus fuentes), o
si se puede, más que un ejercicio de lectura intertextual o comparada, como una manera de
adentrarse en la “biografía de un diálogo”, aun cuando en el caso específico de la relación entre
Sánchez Rosillo y Rafael Rubio, este posible diálogo o encuentro, sea más bien hipotético
y/o imaginario. [7] Quisiera dejar en suspenso aquí, la relación entre las elegías dedicadas al padre, en
Sánchez Rosillo y Rafael Rubio, respectivamente, y una de las elegías de Jorge Luis Borges,
que también trata sobre la muerte del padre: me refiero al poema “A mi padre”, del libro La
moneda de hierro de 1976. También me gustaría abrir la relación con ese otro texto, llamado
precisamente “Elegía”, del libro La rosa profunda de 1975, que introduce, hacia el final, un
giro hacia la propia-muerte, de modo que la elegía deviene autoelegía, tal como ya se había
sugerido en aquella otra “Elegía”, del libro El otro, el mismo, de 1964. Asimismo, también
resulta interesante, para nuestra lectura, aquella “Elegía” del libro La cifra, especialmente
porque en ella el tiempo pretérito es, con sus símbolos y arquetipos, el motivo de la elegía.
Otras elegías de Borges, que bien pueden ser de interés para futuras investigaciones sobre
el tema, son: “Elegía del recuerdo imposible” y “Elegía de la patria”, también del libro La
moneda de hierro; y los textos “Elegía” y “Elegía de un parque” del libro Los conjurados de
1985; pero también muchos otros poemas de Borges, no titulados directamente como elegías,
se pueden leer en clave elegíaca, como por ejemplo, el poema “Cristo en la cruz”, también
del poemario Los conjurados, y que es el primer texto del que fuera el último libro de poemas
publicado por el autor argentino. [8] Desde el punto de vista del estudio de los nombres y figuraciones de la muerte, este
poema resulta significativo: la muerte es “La intrusa”, figura femenina, nocturna y acechante;
dueña y señora, presente y ausente a la vez, cercana y lejana, triunfante sobre el mundo de
la naturaleza y la vida; pero que, sin embargo, canta “una canción dulcísima”, mientras sus
labios entretejen el nombre del poeta con su música (Sánchez Rosillo, 2014: 221-222). El
poema cierra el libro Autorretratos del año 1989 y es importante para comprender, desde el
propio discurso poético, la relación que el poeta va estableciendo con la muerte a través de
su obra. [9] Eloy Sánchez Rosillo siempre incluye una cronología con la fecha definitiva de la
redacción final de cada uno de sus poemas, lo que aproxima esta poesía al género autobiográfico,
a los diarios de vida y las memorias. En la entrevista de Ana Eire, el poeta explica esta elección:
“La tabla cronológica es una forma cómoda de tener en limpio y siempre a mano el itinerario
temporal de los poemas. Otra explicación que puede tener esta costumbre mía de incluir al final de cada libro la cronología de las distintas composiciones está en el carácter autobiográfico
que tiene mi poesía. Como los poemas no están ordenados en los libros cronológicamente, la
cronología puede ayudarme a mí y podría ayudar a alguien que se interesara por mi poesía a
ordenar esta especie de autobiografía que hay en mi obra” (2005: 50). [10] Remito aquí a diversos pasajes de los ensayos de Maurice Blanchot sobre Franz
Kafka, especialmente en sus libros El espacio literario (2000) y De Kafka a Kafka (2006).
En palabras de Blanchot: “Kafka siente profundamente que el arte es relación con la muerte.
Quien dispone de ella, dispone extremadamente de sí, está ligado a todo lo que puede, es
íntegramente poder. El arte es dominio del momento supremo, supremo dominio” (2000:
82-83). En otro lugar, el autor señala: “Unos y otros (escritores) quieren que la muerte sea
posible, éste para aprehenderla, aquéllos para mantenerla a distancia. Las diferencias son
insignificantes, se inscriben en un mismo horizonte que consiste en establecer con la muerte
una relación de libertad” (2006: 181). [11] En el año 2008, Eloy Sánchez Rosillo publica el poemario Oír la luz. El segundo
poema del libro lleva por título “Madre”. El texto establece un diálogo implícito con el poema
“En mitad de la noche”, en tanto se alude, nuevamente, al arrebato de la niñez provocado
por el acontecimiento de la muerte. También, en ambos poemas, se refiere a la muerte como
misterio o enigma y como hecho súbito que arrasa con la vida; pero esta vez la mirada elegíaca
se proyecta desde la ternura que caracteriza el sentimiento filial entre madre e hijo. Cito el
poema: “Llegué cuando acababa de morir, / y era un misterio ver tan de cerca la muerte / en
aquel cuerpo amado. / Aún conservaba el calor de la vida, y puse yo mis labios / sobre su rostro
inmóvil. Al besarla, pude atisbar en ella y escuchar todavía / unas puertas cerrándose, / y un
viento que de súbito arrasaba / la casa del amor y no sé qué despojos / de mi niñez remota”
(2014: 287). Según José Luis Morante, en el poema se “entremezclan el dolor sosegado con
la distancia requerida para superar la angustia, tormentosa y oscura. La definitiva separación
permite el desconsuelo del recordar y halla en la memoria un seguro refugio” (Cit. en Sánchez
Rosillo 2014: 66-67). [12] El 28 de enero de 2015, tuve la oportunidad de entrevistar personalmente a
Rafael Rubio. En dicha entrevista el poeta me contó algunos detalles de la construcción del
poema “El arte de la elegía”. El autor sitúa diversos textos como antecedentes indirectos y
directos de su elegía. En primer lugar, destacan los poetas del Siglo de Oro español, a los
que cita explícitamente en su texto: Quevedo, Fray Luis y Góngora, además de Garcilaso
y las Coplas de Jorge Manrique. Además, el autor nombra otros textos específicos como el
“Planto por la muerte de Trotaconventos” de Juan Ruiz, Arcipreste de Hita; el “Llanto por
Ignacio Sánchez Mejía” de Federico García Lorca; la “Elegía a Ramón Sijé” de Miguel
Hernández; y el “Réquiem” de Humberto Díaz Casanueva. Por otra parte, el autor señala
como influencia directa la poesía de Enrique Lihn, en especial su Diario de muerte y reconoce
la importancia de la noción lihneana del sujeto como máscara, personaje o simulador, todo
ello en concordancia con la noción de la “poesía situada” especialmente en la muerte y en la
concepción del texto como construcción metapoética e intertextual. Asimismo, la crítica ha
reconocido la influencia de Nicanor Parra en la obra de Rubio, evidenciándose que la creación
poética es inminentemente una construcción en el plano del lenguaje, diferenciándose de este
modo de la poética confesional y/o autobiográfica de Eloy Sánchez Rosillo. A propósito de la
influencia de Parra en la obra de Rubio, señala Magdalena Infante: “Rubio se expresa en un
tono antipoético que, recordando la ironía de Parra, acepta toda la realidad de la construcción
del poema y pone de manifiesto –como señala Pessoa– que ha fingido que es dolor el dolor que
en verdad siente. Porque, para Rubio, el trabajo del escritor no es diferente al del albañil. Este
poeta considera la poesía como un oficio más, un trabajo de manufactura en el que la única
diferencia con el artesano está en que la materia sobre la que se trabaja es el lenguaje” (2008:
227). Me parece oportuno contrastar lo anterior con las palabras de Eloy Sánchez Rosillo, en
la entrevista realizada por Ana Eire: “Yo nunca hablo de construcción ni de invención, sino
de creación. Hay gente que dice que construye el poema, que inventa el poema, que el poema
funciona de esta forma o de la otra. Los aparatos son los que se inventan y funcionan, y no los
seres vivos; los seres vivos respiran, laten. El poeta no es un inventor. Yo tengo la convicción
de que el poema se hace de una manera muy misteriosa, por lo menos a mí me sucede así.
Se va haciendo solo. Yo, como antes te he dicho, colaboro lo que puedo, desde luego, a que
eso sea. Y por otro lado, claro, la poesía tiene una parte indiscutible de oficio. Conocer lo
mejor posible el oficio es obligación del poeta. Sin el oficio no se puede hacer nada, pero ese
conocimiento técnico es algo que hay que dar por supuesto en el poeta, como el valor en el
soldado” (Cit. en Eire 2005: 145-146). [13] En la poesía de Rafael Rubio habría un fuerte “sustrato o un estímulo autobiográfico”, que lo podría aproximar, en cierto sentido, a la obra del murciano Sánchez Rosillo, cuya inspiración poética surge de un marcado anclaje autobiográfico. En Rubio, sin embargo, el traspaso de la vida a la obra se lleva a cabo de otra manera, pues él concibe el poema, y la construcción del sujeto poético, como un artificio en el plano exclusivo del lenguaje o de la ficción poética propiamente tal. Lo anterior lo aproxima más a la antipoesía de Parra, a la escritura de Lihn, y a la literatura de Borges. Para contrastar con lo dicho por Sánchez Rosillo, cito al propio Rubio: “La mayor parte de lo que escribo tiene un sustrato o un estímulo autobiográfico, que deformo deliberadamente hasta lo grotesco, con el propósito de difuminar lo más posible esa referencia, sin destruirla por completo. Que el poema sea su propia autobiografía. Ese anclaje con lo real, con la propia experiencia, me distancia enormemente de las disquisiciones metafísicas de cierto tipo de poesía, en la que se me hace muy difícil reconocerme” (2015: 18). [14] Hasta aquí solo hemos anunciado someramente las relaciones entre poesía elegíaca
y ritual. Pensamos, en este aspecto, que tanto en Sánchez Rosillo como en Rubio asistimos a
la escenificación de un duelo, y por lo tanto de un ritual dedicado a la muerte, especialmente,
si consideramos esta poesía como acto de habla, desde un punto de vista pragmático. En este
sentido, como señala Antonio López Eire: “«hablar es hacer algo” y por tanto recitar poesía
es una acción que se parece muchísimo a un ritual [...] La poesía es lenguaje que tiene mucho
que ver con el rito, es lenguaje que está embebido con el ritual y que ha tomado de él sus
más notorias características. Es, por decirlo bien y pronto, lenguaje ritualizado. El lenguaje
ritualizado no se dice, como el que usamos todos los días, sino se canta o se recita. El lenguaje
de la poesía, lenguaje ritualizado, es el que sirve para realizar «actos de habla” rituales” (López
Eire 2004: 63). Otra relación sugerente, que establece López Eire a partir de Aristóteles, es
aquella que permite ligar la poesía con el acto ritual de la kátharsis, que, entendida como
acto de purificación, bien puede explicar las funciones prácticas de esta poesía elegíaca: “Y
ya en el punto culminante de la aproximación de la poesía al ritual, Aristóteles nos enseña
que la tragedia, sublime variedad de la poesía, produce un efecto de purificación o kátharsis de pasiones en quienes la contemplan en el teatro” (2004: 76); y aquello es precisamente lo
que vemos y oímos en las palabras de nuestros poetas, pues al traspasar el hecho biográfico
de la muerte del padre al poema, dicho acontecimiento se hace soportable, y así las pasiones
del horror y la compasión se neutralizan y se disipan, para dar paso a la evocación elegíaca
propiamente tal, que es al mismo tiempo sufriente y celebrativa. Sin duda, pues, la elegía está
estrechamente ligada al rito, pero al rito de la muerte. Concluimos con López Eire: “la poesía
es lenguaje ritualizado y el resultado de una de las actividades más genuinas del hombre, si
es verdad que, como dicen los antropólogos, el hombre es un animal político-social que, para
realizarse como tal, necesita del lenguaje y del ritual” (2004: 84).
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dirigida por Luis Martinez Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com ELEGÍAS A LA MUERTE DEL PADRE EN ELOY SÁNCHEZ ROSILLO Y RAFAEL RUBIO.
Por Pedro Aldunate Flores
Universidad Austral de Chile. Sede Puerto Montt, Puerto Montt, Chile.
Publicado en Revista Chilena de Literatura, N°98. Noviembre 2018.