Vengo del valle
Por Pavella
Coppola
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Para Edu y Marta.
Para Daniel Zamudio, joven
asesinado en Santiago de Chile.
Pensé que la puerta era bastante más pesada de lo que percibía mi mano en ese momento. Habrá sido el viento el que la fragilizaba convirtiéndola en una pluma, habrá sido la misma noche y la brisa desértica las que consintieron esta levedad que aún recuerdo. Moví la manilla hacia la izquierda.
Su rostro delgado habló de la fatiga acumulada y su sonrisa destapó el nerviosismo de hace ya unos meses. Soy Carmen, vengo de Andoaín. Buenas tardes, dijo.
La madre superiora sonrió. Bienvenida y bendecida seas criatura. Carmen deslizó su mochila sobre el sofá desvencijado, se sentó frente a las monjas que la miraban con extrañeza. Desabrochó los cordones de ambas zapatillas de lona negra. Liberó sus pies. Expandió sus brazos hacia atrás abriendo un abanico imaginario, cerró sus ojos por un instante. Y, luego de un solo sorbo tragó toda el agua que la monja le había ofrecido. Miré sus largos brazos, su mano huesuda, su lunar raro.
La extranjera se fue a dormir.
A mediodía la reunión empezó puntualmente. La madre superiora nos describió la situación. La pobreza era evidente en la zona. El desierto era inhóspito. Las mujeres bebían alcohol, los niños vagaban y las calles endurecían sus costras debido a tanta mierda. Las moscas pululan, las moscas son asquerosas, las moscas delatan.
Miro el mentón de Carmen. Es puntiagudo, se me hace que le gustan las calas, se me hace que es amable. La extranjera escribe, toma apuntes de lo que escucha.
Es el momento para una pausa. La extraña ya conversa con todas. Voy detrás de ella, me deslizo con tranquilidad, pero mi oreja está atenta al diálogo que escucho. Saboreamos un líquido descafeinado. Hace calor.
A la mañana siguiente saldremos a terreno como dice Sor Benedictina. La extranjera vuelve a su dormitorio. Es hora de dormir, es hora del silencio.
Menstruo. El conventoestá quieto. Mi útero se ha inflado, la barriga es evidente y me doy vueltas, de acá para allá. La pared se me hace inquieta. Mi rostro se incrusta en el cemento, es como si mi cara completa se fuera para dentro de lo áspero. La sábana está húmeda, las estrellas se ven desde acá. Menstruo fuerte esta vez. Es febrero en Chile.
He llegado a este lugar después de tanta caminata, por decirlo de algún modo. Estuve en México, en Guatemala, en Argentina, por ahí en Bahía Blanca, lindo lugar ése, tranquila ciudad. Bahía Blanca, tierra de aquéltango. Sí, Carlo diSarli, el melancólico, el aferrado, el atado Sarli , el que no deja la música, el tango, el que escribe una partitura con un pedazo de tierra. Fui a la escuela como todos. Concluí mis estudios formales y terminé siendo monja. Mi madre dejó de hablarme por unos meses, creo que fueron seis meses que no me dirigió palabra alguna. Mi hermana Sara traía y llevaba los recados en nuestra casa. Si quería el pan tostado, si quería almorzar, si tenía que salir a la escuela, todas esas minucias salían por la boca de Sara como si ella toda fuese la articuladora de una resistencia, la mía. Pensé que Dios me había instalado en el camino otro desafío más. Pensé que Dios no se acostumbraba a mi carácter, pensé que era todo entusiasmo y que la palabra divina debía hacerse carne en mí. Me dolía la pobreza que ocultaban los grandes edificios. Detrás, como si se tratara de una gran cortina, los desechos de Bahía Blanca y el tango se volvía más triste que esta noche en que hundo mi rostro en medio de esta pared que me mira. Me incrusto dentro de ella, me sumerjo en esta escarpadura y resuena en mí la inquietud que arrastro hace ya tiempo. Siento el grave cemento, es errática esta materia, es perpetuo lo sólido. Incrusto también mi nariz, la aplasto, la deformo. Parezco ahora una enana de nariz chata, nariz de asiento de bicicleta. Palpo mi barriga, duele mi útero. La luna se incrusta conmigo, mi ojo se incrusta con la luna. Mi boca besa el cemento, la pared está fría, su boca no está húmeda, pero se abre así de grande como abro yo la mía. La aspereza tiene algo de solemne .Nos besamos. Esta tapia me besa, beso el cemento, mi lengua busca su lengua, su extraña lengua. Su áspera serpiente me regocija.
Llegué a Chile convencida que sería mejor que Guatemala. Los indios son raros. Simplemente no escuchan o hacen como que no escuchan. Guatemala. Vuelvo sobre la luna de reojo, la sábana me inquieta, es suave y gris esta sábana, Dios, que daría yo, qué daríamos las mujeres por dejar de menstruar. A los quince no dolía tanto. Ahora se me ha convertido en suplicio. Y, mañana, caminar, caminar, sonreír, distraerse.Seguro, que la madre superiora dirigirá la comparsa y la extraña irá a su lado.México no fue tan raro como Guatemala. Y, eso que tienen tanto en común, los mayas, los indios, el grano, los dioses, etcétera. La extraña no debe conocer México. Me tinca que no conoce nada. Le deben gustar las calas. Ella parece una cala. Es delgada, rara como una cala. En México vi muchas calas, hasta vi una negra. Sí, de verdad, pared mía, mi muro precioso, vi una cala negra, allá en México, en Guadalajara cuando estudiaba el reglamento del arzobispado. Las calas tienen ovario como el mío. No recuerdo si ovario súpero o medio o ínfero. Creo que el ovario ínfero está encerrado en el receptáculo y más debajo de las otras flores, por ejemplo, como en la flor del zapallo. Lo que sí recuerdo es que las flores, todas las flores tienen ovarios .Cuando divisé esa sombra negra, me acerqué. Era la duda, era la sospecha la que me jalaba hacia la sombra negra. La sombra negra estaba metida entre varios cipreses, en medio de un jardín,el antejardín de la oficina de emigración, donde trabajaba Claudia. Nos habíamos hecho amigas, yo creo que de pura soledad y algo de envidia. A veces la amistad surge como una sombra .La cala negra que admirábamos a las cuatro de la tarde fue uno de los temas centrales de las conversaciones cuando pasaba a buscar a Claudia a su trabajo y caminábamos y nos reíamos y yole miraba sus pestañas crespas y su ojo visco, el derecho, y la veía bella y se me hacía que era libre.
Comenzaremos por revisar la escolaridad: las mujeres a un lado, los hombres allá, los menores de 12 años por aquí, por favor, gritó la monja Rosa. Por un instante el caos en la sede vecinal se apoderó de toda nuestra dinámica.
Mercedes Dominga Prieto Prieto, 36 años, segundo año básico. Rosa María Valdebenito Salinas, 45 años, casada, sin hijos, no fui a la escuela. Dijo. Marilú Correa Céspedes, 28 años, soltera, tres hijos, séptimo básico, sé leer, se hacer de todo. Dijo.Ana María Sepúlveda Castro, viuda, 36 años, cuatro hijos, terminé la escuela básica y soy asesora del hogar, fui a la capilla también- hermana- y encontré unas horas de trabajo, dijo con voz aguda. La monja Rosa tenía el control: el espacio ante ella como un universo, el ojo de la monja Rosa como un telescopio, las filas de personas como estelas delgadas, las angustias de los niños como gritos y la extraña allá atrás, ahora con una máquina fotográfica metida en su cara y un ojo semicerrado.
Volvemos cansadas, la madre Rosa arrastra a duras penas un bolso amarillo, Sor Benedictina regresó antes al convento, ya no está para andar en las calles, zambullirse en polvo, meter sus manos en las diminutas cabezas con piojos, está ya vieja nuestra Sor Benedictina, la extranjera suda y camina y le cuelga del cuello de cala esa máquina, es toda silencio esta Carmen de Andoaín. Yo, detrás de ella, también en silencio, exhausta, malhumorada con un hambre del porte de un pan con cebolla frita y un buen pedazo de carnecita, con ajo, por favor. Carmen de Andoaín camina.
La extraña sube a su dormitorio. La madre Rosa se aleja con el bolso amarillo. Sor Benedictina ya duerme y yo me doy vueltas por aquí en la cocina esperando la cena que aún se prepara. No estoy para duchas, pero me dirijo al baño, al fondo del comedor y reviso mi toalla roja, la cambio por una limpia: hay un olor ácido entre mis piernas, un olor a vida. La extraña retorna húmeda y con ropas más ligeras, una blusa celeste cubre su espalda y unos jeans desgatados contornan su trasero. La cala se sienta y me sonríe y me pregunta mi nombre. Mercedes, respondo. Te llamas como la cantante, sí, digo, y siento mi rostro enrojecido, y cantas también, pregunta, y le contesto que no, que sólo lo hago cuando estoy sola, entonces, no vale la pena llamarse Mercedes, afirma con su disposición rotunda demujer peninsular; no sé qué más decirle y sus eses resuenan en el comedor y las monjas también sonríen y yo , trágame tierra, quiero huir, pero engullo mi cena, mis papas, mis tomates , mi lechuga y devoro todo este plato que es un redondísimo universo.
Buenas noches me dice la cala, buenas noches le contesto sin revisarla y subo. Es canchera esta extraña, me digo. La grieta en la madera apareceen el décimo peldaño, junto a ella surgentodas las manos que han venido rozando esta pared blanca para permanecer ya no como roces sino como una sola marca, como una grisácea mácula. La grieta y la mancha semejan la concretud de esta coordenada en donde el inconmensurable pasillo se inicia y donde este último eslabón se despide; la grieta y la mancha examinan también a la extraña, pero lo hacen como saben hacerlo los signos. Abajo ha quedado la canchera, desde aquí arriba su mentón de cala se me hace más puntiagudo. Desde aquí, en lo alto, su rostro es un motor apaciguándose, apenas una cala en tajadas, ofreciéndose entre eslabón y eslabón, entre peldaño y la quintaesencia del pasillo que en este instante -por fin- me esconde, me invisibiliza.
Pensé que la puerta era bastante más pesada de lo que percibía mi mano en ese momento. Habrá sido el viento el que la fragilizaba convirtiéndola en una pluma, habrá sido la misma noche y la brisa desértica las que consintieron esta levedad que aún recuerdo. Moví la manilla hacia la izquierda y entré a mi dormitorio.
Mi camisón blanco. Mi boca. Mi escritorio desolado, mi puerta en medio del silencio. Mi camisón blanco lo cubre todo. Mi pequeña boca se abre, está maravillada, jubilosa se muestra mi pequeña boca, mientras mi escritorio en silencio y mi puerta hecha pluma comienzan a levitar.Las patas del escritorio son cuatro trenzas en medio del viento, se mueven de allá para acá, suaves son estas originales oscilaciones, la ranura de la puerta se expande trazando la forma de un rectángulo, entonces se alza una hendedura de treinta centímetros más o menos sobre el nivel del piso y mis pies comienzan también a despegar y mi camisón blanco se lo lleva el viento y desnuda subo hasta el techo y rozo con tanta ternura la lámpara con mi mano derecha que me sorprendo al descubrir que su luz nunca fue triste. La otra, la izquierda, me la llevo a la cintura y parezco una comadrona desnuda. No, no.Se me hace que soy una feriana, mano izquierda en la cintura, desnuda, tetas al aire, pubis al aire, ombligo descubierto, gritando los buenos precios del kilo de manzanas, señores, caserita venga, venga pruebe este fruto que vuela conmigo. Vuelo desnuda sobre los higos, sobre los pedazos rojos de sandías mientras abajo permanece todo lo diminuto y se asoma entre el eslabón agrietado y la mácula del muro el puntiagudo rostro de la extraña.
Mercedes, ven, susurra la extraña. Mercedes, ven, ven rápido, cuchichea la cala. Giro súbitamente y entro al claustro central. Carmen de Andoaín me toma de la mano y con un gesto de complicidad vuelve a cerrar su ojo izquierdo ya no para sellar la luz y congelar el encuadre de una foto, sino para hacerme reír, porque eso es lo que resultó de esta hazaña. Qué pasa, interrogo, nada, me dice, vamos a la biblioteca central, por aquí derecho. Su mano es aterciopelada y transpira, su mano afirma la mía con decisión, yo sujeto la suya con travesura. Qué pasa, vuelvo a preguntar, nada de verdad, veamos qué hay por aquí y continúa su marcha por el largo pasillo oscuro, que no nos vean, murmuro, qué más da, contesta. La puerta de la biblioteca está cerrada. Pensé que podíamos charlar por aquí Mercedes mía, qué es eso de mía, sonrío, nada, nada, sólo afecto, sintetiza. La cala suelta mi mano y me señala el próximo escondite, detrás del confesionario, ven, vamos, date prisa. Corro y río esta vez, la extraña se retuerce en la esquina, parece un ovillo menudo y ríe, es que me he meado, sentencia. Yo voy por la misma, pero comprimo los muslos y aguanto. La abrazo, ella me besa, la beso también, me muerde el cuello, acaricio su espalda, me toca la cara, su mano de cala se desliza por mi boca, mete su dedo en mi pequeña boca , chupo su dedo de cala con mi lengua pequeña y el corazón se me agita y su corazón se desploma y huele a orina mi dulce extraña y yo huelo a sangre ácida y nos volvemos a besar, y es tanta la calentura Dios mío que, mis pies comienzan a levitar y subo dos centímetros y ella se ríe, porque parezco más alta y me pregunta, qué pasa Mercedes mía, y yo río solamente y mi extraña -ahora mismo- casi cuelga, mírenla. Mercedes mía, qué pasa, estás volando. Le extiendo mi brazo izquierdo, le estiro esta manoymi cala decide -en hora buena-aferrarse a mi pronunciada cintura. Subimos, levitamos, ascendemos, volamos, mientras un muro inmenso nos ojea desconcertado: es gris, extenso, texturado el gran muro, se nos antoja una gran pantalla de cine, se nos hace un cementado telón, se nos figura un muro de la restitución.