Cien años de soledad de Gabriel García Márquez se caracteriza por una estructura narrativa que se divide claramente en dos planos: el lenguaje total que emplea la novela, marcado por el célebre “realismo mágico” que envuelve la historia, y los elementos simbólicos y connotativos que el autor inserta a lo largo de los veinte capítulos que constituyen el relato. Este “realismo mágico” (que tiene como única fuente la voz del narrador-personaje Melquiades) es una de las características más distintivas de la obra, pues la historia transcurre en un mundo donde lo extraordinario y lo cotidiano se mezclan de forma natural, como si fueran parte de la misma realidad. Su fulminante éxito inmediato a la hora de publicarse debe mucho a que la principal fuerza de la novela resida en el primer aspecto, el lenguaje mismo, en lugar de en los simbolismos o las connotaciones que se agregan a la trama. Este enfoque no es un defecto de la novela, sino una elección consciente del propio García Márquez.
El escritor colombiano siempre tuvo una visión clara sobre cómo debía estructurarse su obra. Desde su trabajo temprano sobre la familia Buendía, titulado “La casa de los Buendía (Apuntes para una novela)”, de 1952 (incluido en Textos costeños-2), hasta la aparición de Cien años de soledad en 1967, el autor desarrolló una concepción particular sobre la relación entre lo real y lo fantástico. En este sentido, su intento de simplificar la obra y guiar al lector a lo largo de la trama de manera clara y comprensible se manifiesta en sus propias palabras, citadas por el crítico chileno Luis Harss en el libro Los nuestros(pdf) (1966). García Márquez explica que, aunque en la novela ocurren hechos extraordinarios, como alfombras que vuelan, muertos que resucitan y lluvias de flores, su intención era evitar cualquier tipo de misterio o confusión, buscando que el lector no se perdiera en los elementos mágicos y comprendiera la narrativa de manera accesible: “Aunque en esta novela las alfombras vuelan, los muertos resucitan y hay lluvia de flores, es tal vez el menos misterioso de todos mis libros, porque el autor trata de llevar al lector de la mano para que no se pierda en ningún momento ni quede ningún punto oscuro” (418).
Por ello, ante su reciente multimillonaria y exitosa adaptación en Netflix, que en tan solo una semana ya propició el 300 % en las ventas de la novela, no pidamos peras al olmo (o al castaño), es decir, no exigimos algo que no corresponde a la naturaleza intrínseca de las cosas. En este caso, tal como el propio García Márquez planteara, no se debe esperar una mayor complejidad simbólica o una integración más profunda entre ambos planos. La obra está estructurada de una manera particular, y no es necesario ni adecuado buscar en ella elementos que no forman parte de su diseño original. El autor, al expresar esta idea, reafirma que la simplicidad narrativa y la mezcla de lo real y lo fantástico son, precisamente, lo que le otorgan su valor, y que no se debe forzar una interpretación más compleja de la que la obra ofrece.
Podemos entender la estructura de Cien años de soledad utilizando una analogía con la técnica del patchwork que produce colchas de retazos hechas a mano, como aquellas que se confeccionaban durante la Depresión en los Estados Unidos, y que hoy por hoy forman parte de la tradición popular del país del Norte. En este contexto, el primer plano de la novela, el lenguaje realista mágico, puede compararse con la tela base de la colcha. Es el elemento fundamental sobre el que todo se construye, el soporte que sostiene la historia. Al igual que la tela en las colchas, que es ligera, pero tiene la capacidad de atrapar el calor y crear un refugio acogedor, el lenguaje de la novela es el medio a través del cual los elementos fantásticos y cotidianos se entrelazan de manera natural, creando una atmósfera que, aunque aparentemente simple, ofrece una base material emocional y simbólica.
El segundo plano de la novela, los elementos simbólicos y connotativos que se añaden al texto, puede compararse con los retazos de tela que se cosen sobre la base. Al igual que los retazos que se agregan a las colchas, los elementos simbólicos, como los eventos extraordinarios, los personajes y las situaciones, añaden capas de significado a la historia. Estos retazos no son solo decorativos; cada uno de ellos tiene un propósito y está conectado con la narrativa más grande, al igual que cada pieza de tela en una colcha tiene un significado dentro de la familia y la tradición. Los retazos, aunque distintos, se unen para formar algo cohesivo, un todo que, al igual que la colcha, brinda calor, consuelo y un sentido de pertenencia.
Así como una colcha se convierte en algo mucho más que una simple manta, sino en un símbolo de amor, recuerdos, y creatividad, los elementos mágicos y simbólicos de la novela no solo adornan la trama, sino que le dan un contexto emocional y existencial. La combinación de estas dos capas, el lenguaje y los símbolos, crea una estructura narrativa que envuelve al lector, ofreciendo aliento, pero también dejándole una sensación de profundidad, de historia y de significado. Ambos planos, como la colcha, son inseparables y contribuyen a la experiencia completa de Cien años de soledad.
Y sin embargo, el unimismamiento de ambos planos no logra imponerse de forma palmaria. El plano del lenguaje (la voz discursiva de Melquiades) se encuentra demasiado hegemonizado. En Cien años de soledad, la relación entre el lenguaje y los elementos simbólicos de la narrativa no surge como una integración orgánica, sino como capas que parecen yuxtapuestas, donde el lenguaje tiene un papel preponderante. El realismo mágico que define la obra se manifiesta más como una herramienta estilística que como un medio para hacer emerger significados intrínsecos desde el texto mismo. Esto no implica un defecto en la novela, sino una característica inherente a la visión de García Márquez, quien priorizó la claridad narrativa y el efecto estético del lenguaje por encima de una connotación simbólica más profunda. En este sentido, los eventos fantásticos, las figuras emblemáticas y los momentos extraordinarios no parecen brotar espontáneamente del lenguaje en sí, sino que se presentan como elementos cosidos sobre una base narrativa cuidadosamente estructurada.
Esta predominancia del lenguaje sobre los aspectos connotativos posiciona al narrador como un agente conservador, incluso clásico, en su abordaje estilístico. Más que permitir que el significado emerja del entramado del discurso, García Márquez dirige la lectura mediante una prosa que guía al lector sin ambigüedades ni mayores misterios que las flores amarillas o el enorme galeón español encallado en medio de la selva. Así, el narrador se asegura de que el impacto estético y la comprensión sean accesibles, pero lo hace a costa de una posible integración más profunda entre lenguaje y simbolismo. Esta decisión refuerza la singularidad de la novela como una obra monumental en términos de estilo, aunque menos experimental en su estructura interna, enfocada más en la (brillante, universal) superficie cadenciosa del lenguaje que en la fusión íntima de forma y sentido.
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A propósito de la adaptación en Netflix de "Cien años de soledad"
Por Paolo de Lima