CARTA PERDIDA 
            A CARLOS DE ROKHA
          
            Por Pablo 
              De Rokha
           
          
          
          
            
            
            Carlos de Rokha, 1920-1962
          
          
            Todo lo lloro en ti, Carlos de Rokha, hijo querido mío: la 
            vida heroica, acumulada, grandiosa y terrible que hiciste, y tu muerte 
            súbita. Traías sobre la frente escrita, con significado 
            trágico, la estrella roja y sola de los predestinados geniales. 
            Y cuando mamabas la leche maternal, ya estabas chupando en el pecho 
            de lirio de la niña divina y maravillosa, sol y mar y flor 
            de la gran poesía de Latinoamérica, el sentido y el 
            destino mortal, la total congoja de la Humanidad irredenta: el sello 
            del genio de Winétt de Rokha, te persiguió, como una 
            gran águila de fuego, desde la cuna a la tumba, pero no te 
            influyó, porque no te influyó nadie, encima del mundo.
            
            Perdóname el haberte dado la vida.
            
            Entre el rumor de panal de abejas del universo de la poesía 
            iluminada y popular de tu madre, toda de oro, y el carro de fuego 
            que arrastra entre las masas humanas, atropellándose, mi estilo, 
            forjaste un lenguaje tuyo y puro, de metales grandes y delgados como 
            cuchillos de sol, único en América, y para lograrlo 
            enfrentaste y desafiaste, como un niño héroe, la locura 
            y el infinito. Pero mi sombra rugiente te hacía daño, 
            te hería, te envenenaba a ti, tan bueno y tan alto como eras, 
            porque los poetas como tú y yo, no únicamente no deberíamos 
            ser hijos de nadie, Carlos de Rokha, hijos de nadie, padres de nadie, 
            abogados del género humano, engendrados por partenogénesis. 
            Esta tan tremenda situación de interdependencia literaria, 
            la comprendías tú, y yo comprendía que tú 
            la comprendías: pero cuando uno de la tiniebla en la literatura, 
            o el amigo desleal te lo planteó, queriendo echar espanto o 
            ceniza de maldición, entre padre e hijo, padre e hijo los abofetearon 
            en todo lo hondo del pantano personal; es que te corría sangre 
            de mártires y héroes por las arterias y tu orgullo era 
            tan grande como tu modestia y como tu grandeza.
            
            Tu propio arte, como un mar furioso, te inundó el corazón, 
            y si te admiré tanto como cuando hoy te admiro, fue porque 
            enorme como tu heroísmo, fue tu sacrificio de toda y cualquiera 
            forma de felicidad a los pies de aquel inmenso monstruo y mito social 
            ardiendo, que es la Belleza, por la decisión irremediable de 
            lanzarte al abismo del estilo en gestación, hasta ver ganada 
            la batalla, por el sentido de llegar hasta el suicidio del destino 
            y el bienestar de las comodidades literarias, para extraer del caos 
            y el desorden de la naturaleza bestial, la vital euritmia de tus cantos 
            de platino y de rubíes incendiados.
          Como para todo gran poeta, lo bello fue rigor colosal y oscuro, en 
            tus ocupaciones de artista, y fuiste artista en todos los hechos y 
            los sueños, exactamente como tu madre, de quien trajiste la 
            inmensa imagen grecolatina y el vikingo en los Anabalones y los Sánderson, 
            y el español mundial, alucinado y quemante, con "Dios" 
            adentro, en los Díaz y los Loyola, gentes de fuerte envergadura 
            y místicos de la realidad dramática. Como el hijo mayor 
            de un gran amor, nosotros nos volcamos convulsionados en ti, con todo 
            el dolor, con todo el placer, con todo el horror del amor, del amor 
            por encima de todas las palabras y las leyes humanas, y, con la tremenda 
            problemática de la naturaleza adentro de la naturaleza, nos 
            estrellábamos con la naturaleza y la vida mágica, contigo 
            en los brazos entre peripecias y epopeyas, en condición de 
            artistas pobres, que no quisieron ser pobres artistas, y de creadores 
            de lenguajes, abominables para los abominables y las feroces y tercas 
            bestias negras de las literaturas amarillas. Abriste, pues, entonces, 
            los ojos a la realidad categórica con una inmensa carga de 
            complejos y de sollozos y una gran paloma de humo en la imaginación 
            ardida. Tu madre y yo nacimos con el hermoso y desventurado y grandioso 
            y épico país de Chile bañado de sangre, ensangrentado 
            y crucificado de horrores, por el asesinato de Balmaceda, que aún 
            bramaba en la República traicionada por la oligarquía 
            nacional y el gran capital extranjero; tú, Carlos de Rokha, 
            que te tomaste al abordaje la realidad del mundo a la orilla de "la 
            gran Mar-Océano" de Valparaíso, naciste entre clarines 
            medio a medio del "Año Veinte", pero como a aquellos 
            toros de pellejos rojos que bramaban en el corazón del pueblo 
            los degolló la traición ultramontana y reaccionaria, 
            a tu infancia de creador chileno la presidió "un redoble 
            de tambores enlutados", que, resonando con espanto, venía 
            de las épocas remotísimas, y un sol enarbolado de coronas 
            caídas: un enlutamiento general nos saludó en la cuna 
            y nos va siguiendo, como un perro de hierro tremendo, que aúlla 
            hacia la tumba.
            
            Por eso, amigo del alma, la construcción metafórica 
            de tu lírica tan enardecida era, que era popular en sus contradicciones 
            victoriosas, y es hecha de tierra, con gallos, con pájaros 
            y sepulturas, con trigales y chacarerías en sus vocabularios 
            de finura de florete o de filo de espada de batalla. Y existe aquella 
            fuerza soberbia del átomo en desintegración en tu estilo 
            de selección caballeresca, de caballería popular y escudo 
            de armas de pueblo-pueblo-pueblo, porque, como pueblo, es del pueblo, 
            de donde emergen todas las formas de la energía de la golondrina 
            y del águila, que son equivalentes cruzando los océanos 
            de Continente a Continente, o las altas montañas del mundo, 
            abalanzándose con vuelo épico.
            
            Te quemaste el corazón de gozador goloso de la vida en el oficio 
            irreparable, del poema irreparable, de catástrofe en catástrofe. 
            Ni Mallarmé, ni Rimbaud, ni Baudelaire ni el terrible y genial 
            Isidoro Ducasse, mal nombrado Conde de Lautréamont, te influyen. 
            Son tus predecesores y tus compañeros de jornada, es decir, 
            estás en la línea de ellos y de todos los otros demonios-dioses 
            de lo arcangélico-demoniaco-heroico, en la creación 
            estética, pero tú eras tú, y tu poema es tuyo. 
            Y asi vivías y así creabas. Gozaste de mujeres y vinos 
            y saboreaste las comidas y las bebidas de Chile, como yo mismo y tus 
            antepasados, desbordándote de abundancia y elocuencia pasional, 
            derramándote y suicidándote en cualquier instante, para 
            reconstruirte en la contradicción dialéctica. Por eso 
            aquellos que atribuyeron tu gran bondad natural y el sentido de la 
            hospitalidad chilena a ingenuidades engendradas en lo poético, 
            se engañaban ruidosamente, porque el complejo del resentimiento 
            los fue matando. Había una gran fuerza en tu carácter, 
            ella surgía y rugía de tu vocación irreductible 
            de artista que se realizaba victoriosamente, solo, y saliendo de adentro 
            del pueblo, padre del hombre, de adentro del pueblo para quien escribe, 
            quien escribe responsablemente. Eras y eres una lección de 
            honor y de pasión heroica por lo bello logrado y lo sublime, 
            y tu carácter consistía precisamente en carecer del 
            carácter por el carácter, que es el amparo de los desamparados 
            de su espíritu.
            
            Ahora, e indiscutiblemente, como la sociedad da el contenido y el 
            artista da la forma, y contenido y forma dan la unidad del arte, los 
            grandes artistas son los héroes y son los líderes de 
            la expresión, creadores de lenguaje, expresadores del idioma 
            social de todos los pueblos, del idioma vital de la humanidad, revolucionarios, 
            insurgentes y combatientes, todas las formas del arte expresan la 
            misma materia, -la literatura, la escultura, la arquitectura, la música, 
            la pintura y las artesanías populares- y el pueblo entrega 
            a los héroes y a los líderes artísticos la tarea 
            descomunal de dar idioma y estilo, estilo e idioma, "voz de Dios", 
            a la batalla y a la victoria, a la cual lo conducen los héroes 
            y los líderes políticos. Por todo aquello la gran faena 
            política del creador estético es la gran faena artística. 
            Son inmensamente complejos los pueblos, no sencillos, el hambre que 
            recorre el mundo desde la Biblia, la Grecia antigua y la Mesopotamia, 
            el hambre y la lucha de clases los encadenaron a una técnica 
            estratégica de la personalidad popular épica, que implica 
            todos los modos de la astucia para la guerra social, y la guerra social 
            por la felicidad humana, les engendró su problemática 
            rugiente; andan las masas echando llamas y son muchas las maneras 
            de cantar que poseen, y que unifica la belleza sublimándolas. 
            Lenguaje de imágenes, sí, lenguaje de imágenes 
            en la montaña de las metáforas, que son la realidad 
            estética. Tú sabías esto tan serio y universal, 
            y lo sabías desde que naciste por la intuición poética, 
            que es la sabiduría colosal y subterránea de los
            hacedores de imágenes, lo sabías porque lo sentías 
            y lo hacías dirigiéndote furiosamente,
            dirigiéndote con ímpetu de huracán hacia tu destino: 
            dar idioma a tu interpretación dialéctica de la naturaleza; 
            y como te jugabas todo en la empresa maravillosa, te creían 
            desordenado y sin método; por eso, Carlos de Rokha, por eso 
            te estalló el corazón, como me va a estallar a mí, 
            o como debió estallarme, debió estallarme y ser yo el 
            muerto en este instante, y como le estalló a la estupenda y 
            popular-poetisa americana de todos los tiempos y los pueblos que fue 
            tu madre a través de otros modos hondos de la misma tragedia.
            
            Tus crisis épicas hallaron, desde los tiempos heroicos de Winétt, 
            la idolatrada, a toda la familia rodeándote de cariño 
            y de estupor emocionado, y fuiste el eje familiar y el "centro 
            de tormenta" de un núcleo de creadores de lenguaje estético, 
            creadores de lenguaje artístico, por modos diversos, a cuya 
            cabeza patriarcal tu madre y tu padre, yo, padecíamos, arrastrando 
            peñascos desolados, o mordidos de rufianes y de ladrones de 
            la literatura.
            
            Ahora se azota tu memoria contra el resplandor de aurora de oro de 
            la era cósmica que la gran U.R.S.S. y la gran China Popular 
            capitanean, y seguramente se remece tu ataúd, aclamando con 
            espanto a Cuba heroica y líder de líderes, cuya gran 
            victoria definitiva no viviste, porque moriste a la ribera misma del 
            levantamiento general de todos los pueblos, después de haber 
            contribuido con himnos líricos fundamentales, al levantamiento 
            general de todos los pueblos, desde el enorme pueblo de Chile; por 
            lo tanto, tu canto de santo de la poesía es un peñasco 
            en los cimientos reivindicatorios, sin proponértelo 
            tú siquiera; toda tu obra te coloca en la insurgencia revolucionaria 
            porque la retrata, desde tu ángulo, a la caída de una 
            época para la venida de otra época, la época 
            de la victoria de los explotados y los expoliados sociales.
            
            La existencia la viviste como quisiste, la viviste con la glotonería 
            superior de la imaginación de un Rabelais, y esto te compensa 
            de "El Terror de Existir", que planteó tu madre y 
            yo deploro en "Morfología del Espanto" o, viviste 
            apasionadamente, o acaso, desaforadamente, desde el vértice 
            del instante en que te filiaste revolucionario con el ejemplo "descomunal 
            y soberbio", según las palabras de don "Alonso Quijano, 
            el bueno", y adentro del cual huracanabas las vías públicas 
            del Gran Santiago, con tus hermanos y hermanas, clamando "Bandera 
            Roja" y "Multitud", o estabas encalabozado, recio como 
            reo político, hasta la última vez que llegaste desde 
            todo lo hondo de la noche tronada de aquel septiembre lluvioso y horrendo.
            
            Rodeado de compañeros y amigas muy queridas, que seguramente 
            te amaron admirándote y perdonándote, como es menester 
            ser amado, y que te acompañaron con emoción estremecida 
            hasta la caída en el gran sueño inmóvil de la 
            nada, paladeaste esta contradicción negra y gozosa de ser, 
            en la cual nos hundimos azotándonos: el amor humano, humanamente 
            humano, fue tu ley "divina", y la amistad fue tu ley humana. 
            Te mató, entonces, la superabundancia emocional, no apolínea, 
            furiosamente dionisiaca, y el deslumbramiento inmortal del arte. Se 
            escucha llorar en tu recuerdo un llanto herido de grandeza, esta familia 
            nuestra de los De Rokha, recibió la conmoción, horrorizada, 
            y pasarán largos y muchos años en que estés siempre 
            presente entre nosotros, toda tu obra se va volviendo piedra, tu madre 
            te recibe de muerto a muerto, eterna en la materia maravillosa y criminal, 
            y yo abrazo tu sombra clamante.
            
            Después de haber muerto tu madre épica, Winétt 
            de Rokha, la heroína de las poetisas mundiales, y después 
            de haber muerto tú, al cual llamaban "el Rimbaud chileno" 
            viví en París, en Moscú, en Pekín, en 
            toda la inmensa gran República Popular china, Carlos de Rokha, 
            y me acordé de ustedes desde los atardeceres tremendos a los 
            amaneceres tremendos y el día clásico.
            
            Ahora, tú sabias que nosotros, los viejos andados, golpeados, 
            licoreados por el destino social de los héroes, no nos arrepentimos 
            de nuestros errores, nos arrepentimos de nuestras virtudes, no de 
            lo que hicimos y pudimos hacer, sino de lo que no hicimos y pudimos 
            hacer y debimos porque quisimos hacer, y como yo aludo a mujeres y 
            vinos, que tu madre me perdone, grandiosa, el enorme y gran afán 
            colosal de las capitanías en todas las formas de todas las 
            cosas viriles; por eso escribo estos renglones póstumos, entre póstumos; 
            escucha, en la tumba, entonces, no la emoción de París, 
            la conmoción de París, la conmoción de Moscú, 
            la conmoción de Pekín, que tu padre, tu anciano padre, 
            enfurecido contra la vida caída, te transmite de las tres ciudades 
            tentaculares, que tanto hubieras tú amado en el recuerdo inmortal 
            de Winétt, la gran amiga mía.
            
            Adiós, Carlos de Rokha, hasta la hora en que no nos volvamos 
            a encontrar jamás, en todos los siglos de los siglos, aunque 
            sean vecinos de vestiglos, los átomos desesperados que nos 
            hicieron hombres.
          
            PABLO DE ROKHA
            Santiago de Chile, Junio - Julio de 1965