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El embrión cósmico de Pablo de Rokha
Pablo Acevedo
Universidad Complutense de Madrid
Anales de Literatura Hispanoamericana. Vol. 34, 2005
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RESUMEN
El artículo trata de aprehender, desde un enfoque cercano a una crítica fenomenológica de la estructura de los contenidos simbólicos, aquellas propiedades de emoción y pensamiento que rigen la imago poética del chileno Pablo de Rokha, y que intermedia entre la sensibilidad emotiva del poeta y su relación con el mundo mágicamente representado —amén de rasgos de estilo y una pertinente referencialidad estética co(n)textuada en la vanguardia histórica, que benefician la apropiación crítico-lectora de su poesía—. A partir de uno de los poemas de Cosmogonía, ejemplo del óptimo aprovechamiento de las técnicas asimiladas de los diferentes ismos —lo que define en buena medida la esencia de la vanguardia hispanoamericana—, nos extenderemos hacia la visión de conjunto de la poética derrokhiana en su primera época, apoyándonos en sus relaciones con la filosofía de Heidegger, Schopenhauer, Nietzsche..., a través de una odocrítica que se bifurca en la interpretación activa de los nudos imagológicos e ideológicos, y en la dinámica aprehensión de los elementos intencionales de significación poética.
Palabras clave: aventura, poesía, voluntad, melancolía, locura, risa, erotismo.
The Cosmic Embryo of Pablo de Rokha
ABSTRACT
The article aims to apprehend, from a perspective close to a phenomenological criticism of the structure of the symbolic contents, those properties of emotion and thought which govern the imago poetica of Chilean Pablo de Rokha, and which serve as intermediaries between the poet’s emotional sensibility and his relation with the world magically represented —in addition to stylistic characteristics and a relevant aesthetic referentiality in the context of the historical avant-garde, which benefit the critical reception of his poetry. Parting from one of the poems of Cosmogonía, an example of a fine exploitation of techniques assimilated from the different «isms»—, the article will offer a general view of De Rokha’s poetics in his first period, examining its relation to the philosophy of Heidegger, Schopenhauer and Nietzsche..., through an odocriticism which separates into the active interpretation of imagery and ideology and into the dynamic apprehension of the intentional elements of poetic meaning.
Key words: Pablo de Rokha, Adventure, Poetry, Will, Melancholy, Madness, Laughter, Erotism.
SUMARIO: Preliminar. 1. El embrión cósmico de Pablo de Rokha. 2. Conclusión. 3. Bibliografía
PRELIMINAR
Antes de comenzar lo que constituye propiamente la materia desarrollada de nuestro artículo, procederé a la transcripción, en su totalidad, del poema «Aventurero». Es preciso facilitarle al lector la tarea de acudir al texto íntegro, máxime en el caso de no disponer de alguna de las ediciones que lo incluyen[1]. Téngase en cuenta que, además, el conjunto al que pertenece dicho texto nunca vio la luz pública como tal, ya que el libro Cosmogonía no fue editado por el poeta, aunque hay constancia de la intención de éste por llevar a término dicho proyecto, a perpetuidad incipiente. En efecto, Cosmogonía es un no-libro, si se me permite la litote; atenuación que no implica la inexistencia del objeto, sino la neutralización esencial de su representación efectiva. Como el no-día no implica la noche, como la no-vida no implica la muerte sino acaso un vivir muriendo, un morir que es la imposibilidad misma de morir[2], y el no-ser sigue siendo una acepción del ser; de la misma manera, este no-libro derrokhiano sigue siendo libro, ergon poético. Su título, Cosmogonía.
. . . . Aventurero
. . . . . Oriente de cobre duro, fino y ensangrentado,
. . . . . de tiempo a tiempo
. . .. . . . .. . tendido
. . . . . de mundo a mundo.
5. . ... .. . ¡Voluntad!
. . . ... . Soy el hombre de la danza oscura
. . . . . y el ataúd de canciones degolladas;
. . . . . el automovilista lluvioso,
. . . . . sonriente de horrores, gobernando
10 . . .la bestia ruidosa;
. . . . . el tallador en piedra de catedrales hundidas;
. . . . . el bailarín matemático y lúgubre,
. . . . . coronado de rosas de equilibrio;
. . . . . el vendedor de abismos, trágico,
15 . . .de cabellera de ciudades
. . . . . y un canto enorme en la capa raída.
. . . . .. . . Tren nocturno
. . . . . con las hojas marchitas y un vientre humoso.
. . .. . . . . . . ¡Ay! cómo aúllan en la tierra cóncava y madura
20 . . . mis leones muertos...
. . . . . Voy de estrella en estrella
. . . . . acariciándole los pechos violados a las guitarras
. . . . . con mi mano única;
. . . . . ¡oh! jugador,
25 . . . agarro mi gran rueda de espanto,
. . . . . despernancada,
. . . . . y la arrojo contra las estrellas,
. . . . . arriba del cielo, más arriba del cielo
. . . . . que no existe.
30 . . . Y suelo estarme cuatro y cinco mil lunarios,
. . . . . como un idiota viejo,
. . . . . jugando con bolitas de tristeza,
. . . . . jugando con bolitas de locura
. . . . . que hago yo mismo manoseando la soledad;
35 . . . entonces me río,
. . . . . con mis 33 dientes,
. . . . . entonces me río,
. . . . . entonces me río,
. . . . . con la risa quebrada de las motocicletas,
40 . . . colgado de la cola del mundo.
. . . ........ . La campana negra del sexo
. . . . . toca a ánimas adentro de mi melancolía,
. . . . . y una mujer múltiple y una
. . . . . múltiple y una
45 . . . como un triángulo de setenta lados y muchos claveles,
. . . . . se desnuda multiplicando las heridas
. . . . . sobre mis mundos quemantes y llenos de senos de mujeres
. . . .. . . . .. Estupefactas.
EL EMBRIÓN CÓSMICO DE PABLO DE ROKHA
A continuación procederé al análisis y cotejo del poema «Aventurero», perteneciente al libro Cosmogonía, con otras composiciones del poeta chileno Pablo de Rokha (Carlos Díaz Loyola, 1894-1968), para dilucidar algunos aspectos de la poética de este autor. Escrito entre los años 1922 y 1927, este proyecto de libro —del que sólo se llegaron a publicar algunos poemas dispersos en revistas literarias— significa, por un lado, un ejemplo más de lo caótico, fragmentario, y a veces también disperso de su producción; por otro, una aportación interesantísima dentro de su creación global, así como de la poesía chilena e hispanoamericana de su tiempo.
Pertenecería este título embrionario, pues, a su primera etapa o período poético[3], que comprendería los años 1916 a 1930, caracterizados por la expresión desmesurada del yo hiperbólico, que es rasgo permanente y también constitutivo del tremendismo derrokhiano de la segunda etapa[4], la visión grotesca del mundo, la angustia existencialista y la megalomanía cósmica junto a una ontología de lo grotesco, con una voz aglutinante de las poéticas rupturistas y subversivas de las vanguardias (principalmente Futurismo, Cubismo, Creacionismo y Surrealismo) que constituye «ese estilo vanguardista más allá de las propias vanguardias», en palabras de Naín Nómez (Rokha, 1999: 7).
Pablo de Rokha opta claramente por uno de los tipos de la dualidad del homo escriptor de Jung: el vehemente, el visionario, el exaltado, el ebrio y profético, el dionisiaco vs. el desapasionado versificador, poeta ponderado, de serenidad técnica y comedida imaginación, el apolíneo. Desde el Romanticismo o el Simbolismo francés (Baudelaire, Rimbaud...), hasta la filosofía de Schopenhauer y Nietzsche, toda esta tradición se encuentra de forma coherente en el ejercicio literario de Pablo de Rokha, asumida (más aún, interiorizada) por el poeta, pero sin ser subsidiaria de la misma aquella contradictoria y descomedida sensibilidad del chileno (quiero decir, una sensibilidad que se edifica precisamente en esa contradicción esencial y aporética de toda actitud revolucionaria, y en esa desmesura que emana de la asunción de un mesianismo continental y aún de un heroísmo no provinciano, nacionalista o histórico, sino poético-trascendente de extensiones universales).
Estos primeros poemarios de Pablo de Rokha entrarían dentro del contexto de otros libros y autores como Desolación de Gabriela Mistral, Altazor de Vicente Huidobro, o Residencia en la tierra (y sucesivas) de Pablo Neruda. El libro Los gemidos (1922) marcaría también una inflexión en la poesía de su tiempo; pero he elegido el poemario incompleto y disperso de Cosmogonía por dar mayor cuenta de esa poética germinal, de ese estado de potencialidad permanente que es propia de este título, y a cuya ejecución poética acompaña la desrealización de una aspiración no efectiva.
El título del libro es ya evocador, Cosmogonía, y nos remite a una tradición antiquísima de relatos sobre la creación del mundo, instaurada en los substratos más elementales de la cultura, con lo que entendemos su importancia en los imaginarios antropológicos (las numerosas cosmogonías orientales, la que aparece en La metamorfosis de Ovidio, la Génesis bíblica, etc., etc.). En toda cosmogonía se trasciende la nada caótica del origen (por otro lado, todo origen es ahistórico, esto es, anterior al hombre), y se requiere la existencia de una potencia original que invierta su ánimo en imprimirle forma a la materia —y que en Pablo de Rokha equivale al hilemorfismo de la imaginación poética—. Así, tenemos la idea del poeta como alter deus («est deus in nobis»..., recordando aquellos versos de los Fastos de Ovidio) de la creación de un mundo (poético) nacido del caos (la muerte constituye con éste último un binomio indisoluble en contraste con el orden y la vida).
El caos en la poesía es un estado pre-lingüístico, un vacío del mundo, anterior a la metáfora. Con el poeta la palabra entra en la Historia en cuanto devenir del ser, lo cual equivale a anular el ser, que no deviene sino que es eterno (el pensamiento, la idea, son en la palabra; por tanto, con la palabra abandonan el no pensamiento, la no idea, la eternidad). Toda palabra es tiempo. Sin embargo, la palabra poética lo trasciende en virtud al carácter intuitivo de la metáfora esencial[5], más allá de la Historia[6]. Así, se establece una relación de reciprocidad entre el poeta y el demiurgo, entre la creación poética y la cosmogonía, entre la emoción lírica y la emoción extática. Entre el yo y el Ser. Metáfora uno del otro (sublime en un sentido, como veremos, irónica en el contrario).
«Cosmogonía», creación del mundo (del tiempo)[7]. El otro lado de la moneda: Apocalipsis. Negación de la eternidad, el ser es abortado por ésta, y deviene en yo, individuación, sujeto histórico (ente en Heidegger). ¿Qué queda entonces de aquella eternidad, y que constituye paradójicamente su negación más enérgica? ¿La voluntad previa al sujeto individuo (Schopenhauer)? ¿La voluntad como «facultad suprasensorial» que en Schiller encuentra libertad de orientación de acuerdo a la razón o a la naturaleza? ¿La voluntad de «crear y dar» (Nietzsche)? La ¡Voluntad! de ser sin ser. Una voluntad de inmanencia (por qué no también una voluntad de no-ser, que no equivale a no haber sido nunca[8], y cuyo impulso determinará respecto al absurdo una acción réplica: el suicidio[9] como soberanía y pérdida de ésta en la disolución del sujeto).
Interpretamos, pues, los primeros versos del poema que nos ocupa en relación al origen. El punto cardinal Oriente nos remite a la idea de principio, de nacimiento del día (más tarde veremos hasta qué punto este nacimiento es renacimiento), el origen de la luz (el sol se levanta por el Este). El sufismo vincula el Oriente con el alma universal, lo que guarda un sentido con la voluntad cosmogónica del demiurgo poético. Y es «de cobre duro, fino y ensangrentado» en la atribución caótica del origen que venimos señalando, y por su color rojizo sería metonimia del Astro Rey al romper el horizonte[10].
Entonces, podemos apreciar en esta primera estrofa una ausencia de anécdota, con una localización relativa del habitante poético, que más bien se trata de una deslocalización extensiva (tendido atañe en la semiología tipográfica del texto a los dos versos constituyentes del dicolon) que diluye la voz pancrónica y pantópicamente —los dos elementos cuadradimensionales que articulan nuestra percepción objetiva y material de la realidad—, trascendiéndola y universalizándola, con un marcado carácter telegráfico e impersonal.
Le siguen a cobre el epíteto duro y los modificadores «fino y ensangrentado». El nacimiento es, pues, de luz —dar a luz— y sangriento, violento, salvaje. Es el dramático origen de la vida —del universo—. Curiosamente, en la simbólica cosmogónica de los dogon de Malí, el cobre rojo (ensangrentado incrementa la denotación cromática de este metal) es fundamental en su importancia, representa el elemento agua como principio vital de todas las cosas, símbolo también fecundante por excelencia. Asimismo, no olvidemos que el cobre, por su calidad de metal, importa ciertas referencias a lo subterráneo, al inconsciente psí- quico, aparte de toda una compleja implicación con lo iniciático, lo avernal, su relación con la transformación y purificación de los elementos (alquimia), etc. Además, el cobre se corresponde tradicionalmente con el planeta Venus, importantísimo en las cosmogonías de las antiguas civilizaciones centroamericanas, y entra en asociación con el Sol dada la analogía de su ciclo diurno (sin olvidar que éste implica la idea contigua de muerte y resurrección). Llamado «el pequeño benéfico» en la Edad Media, este astro es también símbolo del arte (recordemos su equivalencia con Afrodita, diosa de la belleza), lo que entra en el ámbito esencial del objeto poético.
Aparecido el sol, el astro cíclico diurno —a diferencia de la luna, cuyo ciclo es de 28 días—, origen de la vida, centro gravitatorio de la galaxia, núcleo de luz que evita la dispersión de los planetas, astro del arte, se configuran entonces las dimensiones cuadradimensionales del tiempo y el espacio: «de tiempo a tiempo/ tendido/ de mundo a mundo». Aquí, la distribución de tendido, que refiere a ambos versos inmediatos, transfiere una sensación circular que acompaña la anterior referencia a Oriente, al carácter astral, y al ciclo vital.
Y entonces aparece una palabra-clave de sentido, que lo es en función del relieve ganado por los silencios interestróficos (no así por su repetición a lo largo del poema, pues no se produce tal cosa). En función claramente conativa, que encuentra su expresión perfecta en el vocativo, encontramos «¡Voluntad!», con notables resonancias schopenhauerianas (El mundo como voluntad y representación)[11]. Es también la volitiva demiúrgica, la voluntad (esa violencia) que da forma a la materia caótica previa al origen o la genera a partir de la nada; es la voluntad orgánica del poema, la voluntad de elevación y trascendencia. La voluntad, en suma, que la imaginación exige, valor supremo en el Surrealismo, e implica una predisposición superior del deseo —por lo tanto, vocación dinámica a la alteridad[12]—. Es la voluntad del creador, pues sólo ella determina el movimiento hacia fuera de sí para la representación (re-presentación, que es volver a hacer presente el mundo) de las imágenes generadas en una peculiar estructura sensible. La voluntad del mirar, más allá de la vista, para lograr ver los objetos que, sólo entonces, se desperezan de su letargo gracias al ojo iluminado por una conciencia más profunda, y que es connatural a toda actividad creadora. Voluntad a que se atribuye el plus ultra de obra y pensamiento. Como nos dice Pirandello:
el hecho estético sólo empieza cuando una representación adquiere en nosotros, por sí misma, una voluntad de ser [...]. Si la representación no alcanza por sí misma esa voluntad de ser —que es el movimiento de la imagen—, se reduce a un hecho psíquico común: la imagen no querida por sí misma (Pirandello, 1994: 105).
Hablamos, entonces, de la voluntad como energía del espíritu y de la voluntad como principio del cosmos. Hablamos de la voluntad ciega (que no invidente, nos demuestra de Rokha) que, en un movimiento hacia el exterior, nos ofrece la aventura de aprehender las cosas, pero también de aquella voluntad que las reconoce, gracias al ojo vivo; esto es, les restituye su presencia ante el yo poético que se llena de ellas y las habita. Voluntad de y del ser, y poder ser en las cosas. La voluntad heroica de quien acepta esta peligrosa aventura que es la vida[13], y que no contradice la autoaniquilación de quien se desborda (como ocurre con el suicidio de nuestro poeta[14]), pues más bien el suicidio, cuando no obedece a un impulso incontrolado determinado por desajustes patológicos de la estructura psíquica[15], es una desesperación lúcida, llevada a acto, y, en cuanto tal, exige la intervención del principio volitivo[16] (Yukio Mishima o Henri Roorda constituyen dos ejemplos paradigmáticos del suicidio filosófico). No se trata aquí de esa «voluntad con ojos» de que nos habla Croce (Croce, 1969: 133-134), pues el sujeto poético descoyunta toda causalidad objetiva, y se entrega a la aventura (ad- , en movimiento hacia la contingencia del de-venir, encuentro trágico de dos movimientos ciegos: el de la voluntad del sujeto poético, por un lado, y el del destino, por el otro), al descubrimiento de nuevos paisajes, al viaje telúrico («tren nocturno»), o al sideral («de estrella en estrella»).
Esta querencia (volo-nt-ad) no precisa de la presencia previa, intuida, del objeto, sino que significa la necesidad esencial y perentoria de un arcano que se manifiesta poéticamente a medida que se establecen las relaciones subjetivas, no lógicas (o sólo en una dimensión mucho más profunda), que no revelan las cualidades de dicho objeto sino que son el objeto mismo, que no son los atributos de una revelación sino la revelación (poética) misma. No sólo la voluntad de descubrir nuevos valores afectivos con el mundo, sino la voluntad como valor en sí. La voluntad de crear y re-crear la vida por medio del Arte, juego de dioses. Pues, a propósito de la infancia y el juego, la voluntad está directamente implicada en el retorno a los estados puros de la conciencia: «el genio es la infancia reencontrada a voluntad» (Baudelaire)[17], hay en el yo poético algo de enfant terrible que muestra su complacencia ante la destrucción y la pirotecnia solipsistas.
Esta voluntad total, siempre viril, activa, se relacionaría con la intitulación del poema, «Aventurero»: la voluntad expedicionaria, para recorrer mundos (creados), y el poema como aventura, como creación de un mundo, por fuerza de una voluntad estética de trascendencia. Aventura, femenino del participio de futuro latino advenire, llegar, suceder. El yo poético es, entonces, a la vez voluntad creadora, demiurgo (se niega a Dios, pero —¡acaso es posible!— se afirma poderosamente el yo), potencia original y, paralelamente, habitante de esa realidad (¡ese mundo!) poética. La aventura supone un punto de partida y un incierto de llegada; supone la búsqueda de un destino, la participación activa en el devenir de los acontecimientos, y cierta capacidad de forzarlos por parte del ser contingente.
Tras la impersonalidad de estos primeros versos, aparece la forma verbal «Soy» que introduce explícitamente la voz de la primera persona poética, la voz enunciadora, y que es de una importancia radical. Curiosamente, no se trata de un verbo dinamizador, no evoca movimiento o acción, sino que nos remite a la esencialidad, definiendo al habitante poético como «el hombre», no Dios (quizá hombre mesiánico, pero anunciador de la Nada pues se ha abolido el destino, como veremos más adelante).
Versos 6 y 7 introducen sendas sinestesias («danza oscura», «canciones degolladas») de connotaciones escatológicas («ataúd»). Parece clara la componente dionisíaca de la correlación danza-canciones-bailarín, en el sentido clásico y nietzscheano de afirmación de la existencia (cosmogonía, voluntad, etc.), aun no exenta de cierta contradicción con respecto a los modificadores aparentemente negativos (si bien, «sonriente de horrores», en el verso 5 nos presenta esa procacidad megalómana del poeta). Los tres siguientes versos, del 8 al 10, nos muestra una imagen automovilística que nos recuerda al Futurismo de Marinetti. El yo poético «gobierna» la bestia ruidosa (virilmente, que es otra forma de acción, que se ejerce contra las potencias caóticas), la controla, la domina (¿al poema?), quién sabe si sembrando de horrores las calles de la imaginación, sonriendo ante su magnanimidad terrible.
Las siguientes imágenes descoyuntan todo sistema de lo real fundado en aprioris objetivos de gnoseología casuística. Las catedrales son sumidas en la piedra (como un árbol que creciera para adentro de su semilla). El adyacente lúgubre actualiza la serie «oscura-degolladas-lluvioso-horrores-ruidosa-abismostrágico-marchitas-humoso-etc.»; y como bailarín matemático sus rosas son de «equilibrio» («coronado», es decir, significado entre los hombres, mesiánico), equilibrio matemático en contradicción directa con la espontaneidad natural de las rosas, elementos de la naturaleza (aunque todas estas aparentes contradicciones no anulan sus términos en una reciprocidad excluyente, sino que sirve de contraste para trascender, si bien no de forma dialéctica, hacia una realidad superior a la ontología teleológica de los objetos en que resuélvase la tensión: recordemos ese punto elevado desde el que los contrarios dejan de ser percibidos contradictoriamente, que proclamaban los surrealistas).
El «vendedor de abismos» es trágico, pero, como vimos, también «sonriente de horrores» en medio del vórtice de sus imágenes. Lejos de toda obsecuencia, es un ser que se complace en el aparente desorden (ya no caos en un sentido original) de la creación a que siempre sucede la violencia, expresión igualmente del pathos del sujeto enunciador. Su canto es hiperbólico, «canto enorme», poema majestuoso aun «en la capa raída». El sujeto poético bien parece un enfant terrible que se complace, aviesamente, ante la visión grata del estrago que él mismo ha producido, para compensar psíquicamente un antojo insatisfecho —reparación del Ello por medio de la destructividad del Super-yo—.
Vemos, pues, la importancia de las imágenes, pues para Pablo de Rokha el arte es un proceso sublimatorio de la realidad experimental hacia la irracionalidad estética del lenguaje en imágenes: «Un poema no es un poema porque esté escrito en verso [ya lo dijo Scholio, el presocrático: “Que no se es poeta únicamente por escribir en versos” (AA.VV., 1999: 156)], un poema es un poema porque está escrito en un lenguaje de imágenes y metáforas» (Rokha, 1999: 145).
Por medio de la irracionalidad y las alucinaciones, las disociaciones psicológicas, el empleo de estados oníricos, la palabra se abre a la imaginación —componente intelectivo—, dinamitando cualquier asomo posible de referencialidad directa. Como un vahído netamente vanguardista, la taumaturgia de «Aventurero» fuerza al máximo el complejo psíquico de las representaciones de la fantasía, como si la estructura sensible del poeta estuviera alterada por un impulso excesivo de que procede esa suerte de encantamiento: una necesidad perentoria de creer el mundo que se crea, o más bien de creerse, anatomizando dicho impulso en la hiperexcitación refleja que veremos en la penúltima estrofa; necesidad, entonces, de padecerse, en medio de hipnóticas visiones. Frente a un universo grotesco, finito, mal construido, el ego poéticum se presenta como «hombre-ataúd» (mortalidad) en una entonación mágica y obscura de resonancias enigmáticamente perturbadoras o caóticas (danza oscura, canciones degolladas, lluvioso, horrores, bestia ruidosa, catedrales hundidas, lúgubre, abismos, trá- gico, capa raída), en torno a una alterada trasposición profesional (automovilista, tallador, bailarín, vendedor).
Pareciera que la «voluntad» megalómana del yo hiperbólico ha sometido el lenguaje a un proceso de caotización sistemática de su referencialidad hasta el extremo de tensiones de inversión en el paroxismo de la demencia[18]. Primer indicio de enajenamiento a través de la desviación humorística: «sonriente de horrores». Si el humor se presenta aquí ante la atomización de la realidad, también es cierto que su sonrisa nerviosa está teñida de cierto escepticismo ante la desolación —varios versos más adelante dirá: «más arriba del cielo/ que no existe»—.
Seguidamente la materia poética se resuelve en el espacio de la noche, «Tren nocturno». Esta máquina de la civilización está inscrita en la simbólica más reciente con una fuerza extraordinaria. Su incardinación en el imaginario onírico y de lo inconsciente es radical. Importa la idea de tránsito y evolución, de viaje (aventura). Este tren podría evocar o bien el yo impersonal o bien el yo consciente como energía dinámica que transporta o arrastra al conjunto psíquico.
La interjección del verso 19 incrementa la expresividad, e introduce una frase exclamativa en la que se produce una nueva inversión de atributos en el orden de contigüidad: así, los «leones» no rugen sino «aúllan» (el rugir es atributo de la ferocidad del rey de la selva; el aullido, frente al rugido diurno, evoca la noche, es como un lamento dirigido a la luna[19], atributo de un desgarramiento cósmico, de una melancolía universal). Asimismo, la tierra reproduce su circularidad pero de forma cóncava, quizá como una cárcava siniestra, en la que maduran esos leones taciturnos, y muertos. Por otra parte, cualquier superficie cóncava que sea reflectante invierte la imagen —como el espejo valleinclanesco del esperpento la deforma—, y de ahí la técnica predilecta de inversión de asociaciones como un mundo al revés. Es por ello que los leones aúllan, pues aparecen grotescamente transfigurados.
Un arrebato de verticalidad ascendente nos empuja en el verso 21 hacia la cúpula del cielo, nos trasciende de esa tristeza y muerte telúricas (inmanencia) hacia las estrellas («Voy de estrella en estrella»), ese espacio de eterno inconmensurable, que tanto nos recuerda al Altazor de Huidobro. El sujeto poético se constela, en el sentido magnificente de la expresión: «[...] Voy de estrella en estrella/ acariciándole los pechos violados a las guitarras». Frente a la horizontalidad del comienzo, tenemos ahora la verticalidad aérea del poeta cósmico. Y el azar, siempre el azar, como contingencia y absurdo, que es posibilidad y a la vez inseguridad, implica la vacuidad de lo divino, la ausencia de ley, como tara de un universo desmembrado e incierto. El azar implica indeterminismo, entonces el destino es precario; el «aventurero», por medio de su «voluntad» (de su disposición a la alteridad, aun como refinamiento del autodescubrirse) puede tomar las riendas de su sino. Ser uno dueño de sí implicaría, en un primer momento, ser libre. Pero también esta libertad significa la mayor de las esclavitudes: yo soy dueño de mí mismo, por lo tanto yo soy esclavo de mi yo. Ser libre es también estar sometido. El deicidio equivale a una acción sencilla; el verdadero acto revolucionario consiste en soportar un yo (de ahí la locura de Sócrates o de Nietzsche)[20].
Asoma una voluptuosidad cósmica («acariciándole los pechos violados a las guitarras»)[21], con la imagen antropomórfica femenina de éstas, instrumento musical de la voz poética en el gran concierto ecuménico, pero con «mi mano única», tara física que imposibilita el buen tañido de la guitarra, y que podría reproducir una tara ontológica, o un principio de imposibilidad.
Una nueva interjección como intensificadora expresiva, para continuar con una representación lúdica extrema. El yo poético, jugador, lanza su «gran rueda de espanto»: este modificador extiende la serie sémica anteriormente presentada (junto con «despernancada» y sucesivas); mientras, la «gran rueda» alude al juego, al azar, pero también refuerza la circularidad que hemos ido comentando a lo largo del poema[22]. La violencia con que el poeta-jugador arroja «contra las estrellas» su «gran rueda de espanto»[23] opone el azar, la contingencia, lo coyuntural y lo espontáneo (el juego) al determinismo astrológico, al destino regente (las estrellas definen nuestro destino). Es tal la «voluntad» de la voz poética que sobrepasa el futuro fijado para sí, «más arriba del cielo/ que [ya] no existe» (aunque esta negación del cielo puede connotar una abolición de trascendencia; también, podríamos percibir aquí una ironía romántica, esto es, la aspiración a lo absoluto y la conciencia ulterior de nuestra incapacidad ontológica para aprehenderlo).
A partir del verso 30, penúltima estrofa, se mantiene el ámbito nocturno pero, frente el espectáculo grandioso de las imágenes antropocósmicas (en la metáfora sublime del yo), aparece aquí un acento de displicencia que reproduce el fastidium vitae del yo poético, su abulia existencial y su melancolía metafísica, que desembocan en la metáfora irónica del Ser Supremo (Dios). Esta risotada terrible tiene mucho de esa ironía romántica que resulta de la contemplación de lo finito desde lo infinito. Entonces, el mundo, como el canto, es una irrisión. Por tanto, podríamos entender en clave metapoética este acceso de melancolía intelectual, a esta parte del itinerario cósmico, cuya salida de emergencia, cuya puerta psicológica de los afectos, lo constituye la epifanía, no hipostasiada (y que, por tanto, tampoco neutraliza el egotismo derrokhiano), del motivo erótico[24], con una renovada actitud de insurgencia interior (o, como dirían los surrealistas, de «révolte de l’esprit»); ese temblor del alma de quien se asoma a la sima vertiginosa de la nada con el paracaídas de la risa. La acción iterativa que reproduce la monotonía durante «cuatro y cinco mil» ciclos lunares[25] (en correlación con el ciclo solar del comienzo, aunque no nos detendremos aquí en las complejas y numerosas implicaciones del símbolo lunar: periodicidad, renovación, tiempo, muerte, conocimiento discursivo ya que elemento especular[26], animales acuáticos, sexualidad, etc., etc.) reproduce de nuevo, acentuándolo, el carácter circular que hemos ido señalando[27].
El sujeto poético ha arrojado su «gran rueda de espanto [...] contra las estrellas». Emancipado de su destino, experimenta ahora el vértigo de la libertad. Como en el fragmento cioraniano: «he dado un salto fuera de mi destino, y ahora ya no sé hacia dónde dirigirme, hacia qué correr...» [28]. En efecto, la voz poética se ha entregado a la distracción entusiasta de desmantelarlo todo; ha destruido (y construido) el mundo; ha peregrinado por el orbe y aún por el espacio sideral. Sin destino, el ego poético es libre, y padece su libertad. Qué hay más allá de la libertad sino el vacío de la ley, la responsabilidad terrible de ese ser dueño de sí mismo[29]. La soledad y la angustia como experiencias inmediatas de la libertad. Por eso grita cierto poeta argentino:
¡Impongámonos ciertas normas para volver a experimentar la complacencia ingenua de violarlas [...] y reinventemos las prohibiciones que nos convengan, antes de que la libertad alcance a esclavizarnos completamente! (Girondo, 1995: 95).
Así se justifica ese acceso de melancolía de la penúltima estrofa. «Y suelo estarme cuatro y cinco mil lunarios/ [...] manoseando la soledad». En virtud de la ironía romántica a que hacíamos mención, el sujeto poético ya no aparece en su euforia megalómana astral, sino en una disforia de introversión, amargamente. El habitante poético aparece disminuido, «como un idiota viejo» (referencia a la ancianidad sobre la que tan patéticamente escribe en sus últimos años). ¡Qué ha sucedido con la voluntad del comienzo! El ludismo de la «gran rueda de espanto» ha pasado al «jugando con bolitas», ya no a modo de estrellas sino de bolas de tamo, esas «bolitas de tristeza», esas «bolitas de locura/ que hago yo mismo manoseando la soledad», expresión del más profundo tedio. Nada tiene que ver esta aparente indolencia del sujeto poético con una solaz del alma, pues es evidente el antiestoicismo del poeta-aventurero que reniega de toda ataraxia (tiempo habrá con la muerte) en aras de la agitación; no se trata, digo, de un carácter ocioso, ni mucho menos, sino de una inmensa saudade, de una melancolía visceral experimentada por el poeta que lo acerca a la locura, como vemos en el verso trigésimo tercero.
Pero, «entonces me río,/ con mis 33 dientes,/ entonces me río,/ entonces me río», resultado fisiológico de una violenta y súbita falla afectiva, ya no como expresión de la alegría, sino acción refleja estimulada por aquella hiperexcitación morbosa a que hacíamos referencia anteriormente. El sujeto reacciona por medio de una estereotipia lingüística, como recurso de formalización del estado alterado de conciencia, que reproduce un episodio obsesivo, un acceso delirante cercano en la demencia, con una nueva imagen futurista («la risa quebrada de las motocicletas»), pero también como una irrupción mecánica de los dispositivos psicológicos de liberación del displacer por medio de la hilaridad[30]. La risa inopinada del ego poético equivale a una reacción orgánica difusa, a un desorden, cuyo atributo externo es la descarga súbita de energía nerviosa: la tensión que soporta la estructura sensible al re-crear y apropiarse de un mundo se fractura violentamente en virtud al principio de economía psíquica. Obviamente, en cuanto que representación estética, se hace reflexiva, y pierde, por tanto, su carácter desordenado y orgánico para convertirse en objeto de la conciencia. La creación poética de un mundo se ha vuelto reflexiva; el poeta se ve a sí mismo cercado por la soledad.
Como el reírse del propio pensamiento en Hamlet, como ese otro reírse del propio dolor de Don Juan; el sujeto poético adopta su propio reírse de la Existencia, que implica un grado de superación de esa conciencia irrisoria del propio pensamiento y del desgarramiento que aquella le produce. El sujeto poé- tico, tras ese movimiento de la voluntad en lo imaginario y que produce la esfumación del yo (del yo esfumante), el alejamiento de la conciencia de sí mismo, cae súbitamente (desde esas alturas de lo imaginario, que le ha llevado «arriba del cielo, más arriba del cielo/ que no existe») en la conciencia finita de su yo (que no aún en la conciencia de su yo finito, pues entonces no podría volver a elevarse «colgado de la cola del mundo»), lo que produce esa risotada amarga, desesperada, irónica, ante la minimidad de su ent(e)-idad.
El ego poético se ha sorprendido a sí mismo en todo lo que tiene de humano. Esta risa no es el atributo corporal de la alegría, insistimos, sino de una contrariedad metafísica; es una risa preñada de matices trágicos, una risa dramática de quien se desdobla para reconocer mejor, aciago movimiento del alma, sus propias miserias, que son las miserias del hombre, eterno expulsado del paraíso. Es la risa que se deriva de la conciencia de la gratuidad de todo acto, de la contingencia del ser, de la vacuidad de todo ideal, y de lo ridículo de nuestras aspiraciones. Pablo de Rokha parece haber abatido el pájaro de la esperanza con su munición de ironía, sabiendo que no es sino el propio Pablo de Rokha quien se precipita desde las alturas.
Pero lejos de desembocar irremediablemente en el hastío terminal del espíritu (¡lo que negaría la voluntad!), desengañado aún de todo carácter divino de ese cielo «que no existe», acepta, no obstante, con infinita misericordia (cuanta es necesaria para salvarse), su destino preciso y fatal. Consciente es, asimismo, de que el tiempo y el espacio no existen, sólo existe la aventura de las ilusiones que aquellos generan. El poeta trasciende la conciencia de la nulidad, precisamente tomando conciencia, en el juego de los espejos, de esa misma conciencia de nulidad. Entonces el poeta acecha la vida. Y ahí es cuando aparece la boya salvadora del erotismo y la sexualidad, lo que representa la alegría renovada de ser cuerpo.
La risa del sujeto poético ha resuelto la tensión dialéctica de los impulsos psíquicos en una suerte de hilaridad lúcida, si bien con un poso de resignada amargura, pero con la emoción diáfana de un espíritu que ha superado el estadio de la melancolía vital y que se reincorpora a la transfiguración poética del mundo.
Y son los dos últimos versos de la estrofa los que introducen el cambio de orientación afectiva: de la risa melancólica y demente hemos pasado a la risa demiúrgica, y algo lúdica, en la nueva imagen futurista de «las motocicletas», jubilosamente a la zaga de un mundo que se ha disparado («colgado de la cola del mundo»). El sujeto poético no permanece en su intimidad angustiada, observando los ciclos de la vida en la representación de los lunarios, que no son renovación ni reciclaje, sino muerte obstinada en repetirse[31]. No; el ego poético habita ese espacio del alma «donde se sigue para el que mira lo imposible una soledad esencial [el subrayo es nuestro], sin común medida con el sentimiento, soberbio o desesperado, de aislamiento y de abandono en el mundo» (Levinas, 2000: 34-35), pues esta soledad esencial que elige el ego poético es muestra de su «virilidad, orgullo y soberanía» (92).
En verdad, la legítima aventura es una experiencia solipsista, como el nacimiento y la muerte, como la emoción estética (que es incomunicable) y el orgasmo que nos devuelve a nuestro yo y a su nada. El sujeto psíquico del poema es un ente en conquista de su ser, utilizando la terminología de Heidegger. Si bien, como veremos en la última estrofa, retoma la aventura de existir extrayendo fuerzas del impulso erótico capaz de enajenarle, ahora no en el sentido de devolverlo a la locura, sino en cuanto lo sustrae de la tiranía de su yo en busca de esa otredad a que conduce el acto amoroso (en el poema, deseo exento de toda socialidad), la liberación de la materialidad de su yo mediante la apropiación de un luminoso objeto, no reconocido, de deseo. ¡Voluntad! de ser en el otro, que es la auténtica aventura. Pero, ¿es ésta una aventura frustrada porque finalmente se multiplican las heridas? No. Aquí el elemento de la feminidad ha desempeñado su función: el sujeto poético se ha vuelto sensible a su dolor, a su yo purificado por esa conciencia misma del dolor sin patetismo, desgarramiento entre lo finito y lo infinito.
Además, respecto a la risa que exhibe el habitante poético, el cómputo dental no es accesorio. Aparece la cantidad expresada en dígitos significantes. Lo que anteriormente fue amputación, tara, defecto («mi mano única»), ahora es exceso (treinta y tres no son los dientes de un adulto, sino máxime treinta y dos). Resulta que este número tiene una importancia simbólica. Además de ser la edad mítica de la muerte de Cristo[32] (cifra sacrificial que se subvierte en los versos: «Nací a los treinta y tres años, el día de la muerte de Cristo», de Huidobro en el «Prefacio» a Altazor), reproduce por dos veces el número 3 (tres veces repite el verso «y entonces me río»), que, por su morfología, tiene una simbólica sexual. Además, si es cierto que los dientes sirven para lacerar, también se dan tarascadas a la carne en arrebato de lujuria. Por otra parte, los dientes indican el proceso vital humano desde el nacimiento (sin dentición), pasando por la infancia (dientes de leche que se caen), la madurez (con las muelas del juicio [¿Juicio Final?]) que es la etapa de plenitud sexual[33], hasta la ancianidad desdentada (o, más grotescamente, con dentadura postiza). Este carácter cíclico de la dentición acompaña a la circularidad de los períodos solar y lunar, junto con los astros, el orbe, la situación en la página de «tendido», «los pechos violados de las guitarras», la «rueda de espanto», las «bolitas de tristeza» y «de locura», «senos de mujeres estupefactas», etc.
Finalmente, como venimos diciendo, el habitante poético ha trascendido su melancolía metafísica (inmanencia), de nuevo a través de imágenes astrales («colgado de la cola del mundo»: aquí el mundo se dinamiza en una suerte de estrella fugaz). El poeta no claudica sino que persevera en su voluntad expedicionaria, en su «aventura» cósmica. Probablemente, se trata de una de las voces más viriles de la poesía española, en la acepción jungiana, en cuanto lo viril (o masculino) es el elemento activo de la naturaleza, solar, fecundante. Como reza el conocido adagio, mientras hay vida hay esperanza. ¡Qué más da hacia dónde ir! La lucha justifica en sí misma su valor. Ya vendrá la vejez y el cansancio, y la muerte que sobrepuja: «Ahora la hembra, domina» (verso perteneciente al extraordinario, descomunal, pasmoso «Canto del macho anciano», incluido en Acero de invierno en 1961, el más grande poema de senectud de la literatura española), domina entonces el elemento pasivo, la espera de la muerte, el recuerdo de la fuerza, la impotencia. Pasada ya «la juventud heroica», «estamos muy cansados de escribir universos sobre universos» (Rokha, 1991: 217). ¡Qué lejos quedó la lucha, el no sucumbir, el furor y la alegría de ser cuerpo, ahora ruinoso, desgastado por la vida! La cosmogonía es ahora cosmo-agonía. Digo, ¿ahora?, no, aún no. ¡Voluntad! ¡Voluntad! Nos dice el «aventurero».
La última estrofa se abre con una nueva referencia, en este caso explícita, al erotismo. El verso «La campana negra del sexo» contiene una sinestesia trimembre: «campana» evoca, sobre todo, el sonido, por lo que alude al sentido del oído; el modificador «negra», por su parte, se relaciona con la percepción visual; finalmente, «sexo», con el tacto. Además, la campana reproduciría la forma triangular y penetrable del sexo femenino[34]. Esta triangularidad contrasta con la circularidad evocada a lo largo de todo el poema. El elemento viril de aquel «Soy» (v. 6) encuentra su contraste en el elemento femenino. La crisis volitiva es superada gracias a la fuerza sobre la muerte que ejerce el Eros.
El espacio de la nocturnidad (continuamos aquí esta interacción entre lo espacial y lo temporal, ya actualizada por el propio ego poético en la primera estrofa) se mantiene en estos últimos versos: el toque de ánimas es el de las campanas de las iglesias a cierta hora de la noche con que se avisa a los fieles para rezar por las almas del purgatorio. Asimismo, aparece la palabra «melancolía», que incide en lo señalado sobre el taedium vitae en la anterior estrofa (hastío como purgatorio emocional). El repique de campanas (no aquí festivo, como señalamos) implica la idea de golpeo reiterado por el badajo. Esta frecuencia regular aparece en los siguientes versos: «y una mujer múltiple y una/ múltiple y una»; acaso remite al acto sexual, al coito, siendo el pene el badajo de la «campana», y ésta la vulva de la mujer (desnuda en el penúltimo verso)[35]. Este sexo femenino es, como dijimos, un triángulo, pero «de setenta lados»[36].
En el mismo orden de asociaciones, «muchos claveles» son metáfora del vello púbico[37] (claveles que ya no «rosas de equilibrio» como en la corona del bailarín matemático). Esta lubricidad ecuménica «sobre mis mundos quemantes», colma al yo poético de senos (recordemos, continuidad con «pechos violados de las guitarras»; también los senos actualizan la circularidad cósmica del poema) de «mujeres estupefactas», suspendidas ante el yo magnificado (¿adorado, quizás, como un ídolo?) que, sin una figura femenina reconocible más que en sus atributos sexuales, funcionan como prefiguración metonímica del erotismo, que no anula, sin embargo, el solipsismo del íncubo de Rokha.
En efecto, a pesar de que, en principio, este goce antiplatónico impele al yo fuera de sí, la aprehensión del dolor (experiencia pasiva en las heridas que recibe, «multiplicando las heridas/ sobre mis mundos»; activa en las quemaduras que inflige, «mis mundos quemantes») le devuelve a la conciencia de sí con respecto al otro. El goce de los objetos, el placer sexual, la alegría nos aproxima al mundo. El dolor nos aísla. Sufrimos en soledad; verdaderamente somos en el dolor. El sentimiento solidario ante la aflicción ajena es una falacia[38]. Volvemos, entonces, a la identidad ontológica del «Soy» (v. 6) [39].
Además, el ego poético reconoce especularmente su diferencia, su ipseidad, en el extrañamiento de las «mujeres estupefactas». En efecto, la epifanía de la mujer no es la sustancia hipostasiada de la feminidad (sólo aparece el yo poético como hipóstasis), sino la deconstrucción cubista de lo erótico, más allá incluso de toda hermenéutica de la otredad, en un Deseo inextinguible. Al no haber contexto (acaso si aceptamos como tal esos «mundos quemantes y llenos de senos de mujeres estupefactas»[40]), el referente no es iluminado por la luz del mundo que se representara, no equivale a una revelación, sino que permanece en una obscuridad amniótica en la estructura imaginaria del poeta, en un estado embrionario como el cosmos y el propio libro del chileno (Cosmogonía).
Y nos quedamos en el último verso con «mis mundos quemantes», esto es, que también hieren (como aquella «mujer múltiple y una»), que dejan su huella, que estigmatizan, que marcan[41]; «y llenos de senos de mujeres estupefactas», imagen en suspenso, nueva caída en la que asoma esa tristitia post-coitum, ese vacío que es la reminiscencia de la Nada (de la Muerte) que se experimenta en la parte final del vértigo que llamamos orgasmo (agitación a la que sucede el inmediato desvanecimiento del yo, pérdida de la voluntad), de ese vaciamiento del ser, de ese no-existir.
CONCLUSIÓN
Nuestro análisis ha puesto de relieve el imaginario de una estructura sensible prodigiosa, el borbotón de la imaginación creadora, quintaesencia de la poesía. La red de imágenes-asociaciones que se despliega, bien para atrapar los pájaros de la luz, o de barredera arrastrando hacia sí toda criatura del fondo subacuático (anamnesis luminosas, o fantasmagóricas revelaciones); esta red, digo, no encuentra aquí fisuras.
Poeta de necesidad y pensamiento. Existencialista que no patético, impetuoso que no inconsciente, heroico en su debilidad, con su mueca demencial hasta el doble de sí misma (como Jano a las puertas de una dimensión incierta), nos muestra esa euforia que es necesariamente la antesala a la ruina del ser. Ángel terrible, cada poema suyo es el coletazo último de un dragón.
Alcance lo hasta aquí dicho para dar debida cuenta de la calidad poética del chileno, sin duda uno de los más grandes nombres de Hispanoamérica, injustamente postergado durante décadas en su país y todavía en España (como tantos otros hispanoamericanos: Xavier Villaurrutia, Humberto Díaz Casanueva... Leopoldo Marechal, Rosamel del Valle, César Moro... Marco Antonio Montes de Oca, y un largo etcétera), y de la condición paradigmática del poema «Aventurero», a nuestro juicio, dentro de su primera etapa. Signifíquese este trabajo, asimismo, como prueba de mi personal y rendida admiración hacia este gran poeta.
* * *
NOTAS
[1] Para el lector español, recomendamos la Antología de Pablo de Rokha publicada por Visor (Madrid: 1991), pues se trata de la única edición española de los poemas del poeta chileno. Asimismo, este poema lo incluye Mihai Grünfeld en su Antología de la poesía latinoamericana de vanguardia, publicada por Hiperión (Madrid: 1997).
[2] Como en el archiconocido verso de Santa Teresa, «y muero porque no muero», esa enfermedad mortal, ese mal del yo, como nos diría Kierkegaard: «la desesperación es la desesperación de no poder incluso morir./ [...] ese suplicio contradictorio, ese mal del yo: morir eternamente, morir sin poder morir sin embargo, morir la muerte» (Kierkegaard, 1995:29).
[3] Seguimos la periodización señalada por Naím Nómez en Pablo de Rokha. Una escritura en movimiento, (Santiago de Chile, Ediciones Documentas, 1988), quien además establece un segundo período entre los años 1930-1950, marcado por el compromiso político, y un tercero, entre 1950-1968, marcado por la muerte de su esposa Winétt, de su hijo mayor y el suicidio de su hijo Pablo, con la desgarradora presencia de la muerte y un profundo sentimiento de dolor.
[4] Con el nombre de «tremendismo» se ha venido considerando en la poesía española un «doble capítulo de intenciones y formas: reflexión ascético-filosófica, que se encarna en un crudo realismo; objetivo de crítica social, concretado en la esperpentización», Víctor García de la Concha (1973: 414). El principio realista sería el más objetable en la atribución de la poesía de Pablo de Rokha, de clara filiación vanguardista, con lo que de heteróclito imaginismo importa; pero sí resultaría de la clara correlación objetiva de los elementos poéticamente reconvertidos en su crítica político social.
[5] Entonces la palabra poética, iluminada, deviene no del, ni para, ni en..., sino que deviene ser, como escribe de Rokha en Ecuación. Canto de la fórmula estética, 1927-1929: «que el poema devenga ser, acción, voluntad» (1991: 107).
[6] «Cualquiera que sea su historia psicológica, social o filológica, el más allá [sic] que produce la metáfora tiene un sentido que trasciende esta historia. El poder mágico del que está dotado el lenguaje debe ser reconocido; la lucidez no abole el más allá de estas ilusiones» (Levinas, 1993, 1: 50). De ahí que, ya desde Aristóteles, la Poesía sea superior a la Historia e incluso a la Filosofía. Cuando Antonio Machado escribe que «la poesía es la palabra esencial en el tiempo» (Poesías completas, Madrid, Espasa-Calpe, 1993: 81), significa que el carácter físico de la articulación verbal no puede sustraerse a la problemática del imperativo temporal, pero, asimismo, que el atributo esencial la trasciende, y nos remite a lo imperecedero, al Origen sin origen de que emanan las cosas, que es el Todo y la Nada.
[7] Ya sea poéticamente, como en el magnífico libro Satanás (1927): «inicio el tiempo, amigos, inicio el tiempo» (Rokha, 1991: 71); «digo: CANTO, digo: TIEMPO, digo: MUNDO» (íbidem:79). Adviértase, sin embargo, que lejos está aún en la expresión de Pablo de Rokha aquella fusión del poeta con la voluntad colectiva en términos del materialismo dialéctico heredado de la doctrina marxista y que domina su segunda época, por lo que la problemática del tiempo deberá entenderse propiamente en este sentido (sería interesantísimo un estudio de la evolución de esta conciencia histórica —del mito y del hombre— en el chileno).
[8] «Nada de lo que nace muere de aquella muerte completa que sería idéntica al no haber jamás nacido» (Croce, 1969: 182). Otro poeta chileno de enorme envergadura, Humberto Díaz Casanueva, escribe en Los penitenciales (1960): «Dejar de ser no es igual/ a no haber sido», véase la antología de poesía hispanoamericana de J. Olivio Jiménez (2000: 424).
[9] «El suicidio se presenta como recurso último ante el absurdo» (Levinas, 1993, 2: 87). Como recordaremos más adelante, de Rokha se suicidó a los 73 años de edad.
[10] El elemento sanguíneo quizá podamos vincularlo a la idea de las teomaquias o lucha entre dioses habituales en muchas cosmogonías. Asimismo, todo nacimiento es violento y sangrante, como el parto.
[11] Ya aludimos a Schopenhauer como importante referencia en Pablo de Rokha, quien, no olvidemos, era profesor universitario de Filosofía.
[12] Muéstrase aquí la contraposición a la crisis volitiva postmoderna.
[13] «Héroe es [...] quien quiere ser él mismo. La raíz de lo heroico hállase, pues, en un acto real de voluntad» (Ortega y Gasset, 1975: 135).
[14] No pocas afinidades de temperatura encontramos con el poeta ruso Vladimir Mayakovski. Caracteres tan excesivos que me recuerdan aquellas palabras de Cioran: «Cuando uno no puede librarse de sí mismo, se deleita devorándose» (E. M. Cioran: Brevario de podredumbre, 2ª ed. Madrid: Santillana, 1998: 172).
[15] Nos dice Kierkegaard: «cuando mayor lucidez se tiene sobre uno mismo (conciencia del yo) al matarse, más intensa es la desesperación que se tiene, comparada a la de quien se mata en un estado anímico perturbado y oscuro» (Kierkegaard, 1995: 62).
[16] Como el propio de Rokha escribe, revelando una vez más el calibre de su carácter enérgico y endiosado (mefistofélico podríamos también decir), estremecedoramente en un libro de 1937, Gran temperatura: «Hay que poseer el heroísmo de agonizar correctamente/ [...]/ sin abandonar la voluntad de pudrirse», el subrayo es nuestro (Rokha, 1991: 165). El título del poema no es menos premonitorio: «Poesía funeraria».
[17] Como diría Dilthey: «El arte es un juego. Poeta y niño entregado al juego, ambos creen, el niño, en la vida de sus muñecos y animales, el poeta, en la realidad de sus figuras» (Dilthey, 1961: 256). Si bien esta tesis queda contradicha con la crítica al hedonismo estético, del que el juego sería una forma más, realizada por Croce (Croce 1969: 169). No se trata aquí de un simple juego de niños, sino de ese otro, más siniestro y aterrador, que se toma a sí mismo en serio, y que vemos expresado en las primeras páginas del Fedro de Platón. Esto es la poesía, un juego tomado en serio, y en el que el poeta acepta ese espacio de depredación superior que es el poema, y cuyo riesgo es la Nada (de ahí ese terror mallarmeano ante la página en blanco).
[18] Señalar también cómo junto a lo disperso e irregular aparecen «gobernando», «matemático», «equilibrio»... que dinamizan la expresión contrastándola internamente.
[19] El elemento «luna» aparecerá más tarde.
[20] El primero siguió aquella exhortación de la sibila délfica: «conócete a ti mismo»; el segundo mató a Dios y ocupó su lugar.
[21] En la última estrofa asistiremos al acmé erótico innominado.
[22] Para no extendernos demasiado en nuestro trabajo, aludamos tan sólo al poema titulado «Círculo», perteneciente también a Cosmogonía, en la página 52 de la edición antológica que manejamos.
[23] Los astrónomos de la Antigüedad consideraban la existencia de 11 cielos terrestres que giraban unos sobre otros, a los que se superponía un duodécimo cielo, inmóvil, de cristal. La imagen de la «rueda de espanto» arrojada contra las estrellas, «más arriba del cielo» y de los cielos, rompiendo el último cielo ya de cristal, fijo, inactivo, sería muy apropiada para ilustrar esta acción agitadora y sublime.
[24] Es momento de explicar que aquí «egotismo» no supone una aberración, sino que es la conciencia de sí mismo por medio de la voluntad, la hipóstasis misma: «En un hombre sin querer [sin voluntad] no existe el yo; pero cuanto más [voluntad] hay en él, también tiene más conciencia de sí mismo» (Kierkegaard, 1995: 41). Y es «ese yo, nuestro haber, nuestro ser, [...] la suprema concesión infinita de la Eternidad al hombre y su garantía» (Ibíd.: 32).
[25] En este carácter repetitivo incide la conjunción «Y» que introduce la estrofa.
[26] Speculum, de donde viene «espejo» y, como cultismo, «especulación», en afinidad de contigüidad con «reflejo-reflexión» («considerar» viene del latín sidus, que es «astro», y denomina también una técnica de observación de los astros por medio de espejos), etc.
[27] Ya sabemos que, junto a lo repetitivo de los lunarios que refieren a los ciclos de lunaciones completas, antes teníamos «de tiempo a tiempo-de mundo a mundo» como circularidad en concepto, «rueda de espanto», y a continuación las «bolitas» de tristeza y de locura. Pero además, este carácter circular es intensificado por medio de recursos rítmicos aun ajenos a la rima: como el coupling morfosintáctico de isocolons, anáforas, paralelismos... Es más, las «estrellas» y «tierra cóncava» inciden en ese carácter circular.
[28] E. M. Cioran: Del inconveniente de haber nacido (Madrid: Santillana, 1995: 187).
[29] Por supuesto, hablamos del concepto de libertad en un orden ontológico.
[30] La hilaridad como representación en estos versos muestra su paralelismo con la consideración demoníaca de la risa en las tesis baudelairianas (Lo cómico y la caricatura, A. Machado Libros S. A., Madrid, 2000). No es casualidad que, en la mitología escandinava, el demonio llamado Loki, cuando el universo se suma en el abismo de la destrucción, triunfará con una carcajada diabólica.
[31] La nocturnidad, que es general en el poema (a excepción sólo del comienzo crepuscular), más allá de la epifanía uránica de las imágenes en la representación deformada del mundo; ahora el elemento lunar aparece en su valor ctónico, amenazante. El sujeto poético parecía haber perdido su virilidad enérgica, su voluntad, y es amenazado por fuerzas súbitas, oscuras, del inconsciente.
[32] Alguien dijo que es la edad a la que mueren los genios.
[33] Cristo muere, independientemente de lo que se verifique históricamente, a los 33 años en los Textos Sagrados. Muere en la plenitud sexual, con el 3 (número sexual) desdoblado (¿en relación con la beatitud castrante del Cristianismo?). Dejamos espacio a nuestras elucubraciones más subjetivas: 3+3=6, que en el Apocalipsis es el número del pecado (además, 666, esto es, 3 veces 6, es la cifra de la Bestia).
[34] El elemento «mujer» aparece en el verso 43, y la geométrica del «triángulo» en el verso 45.
[35] Irremediablemente, nos viene a la memoria la primera estrofa del poema IX de Trilce, de César Vallejo:
Vusco volver de golpe el golpe.
Sus dos hojas anchas, su válvula
que se abre en suculenta recepción
de multiplicando a multiplicador,
su condición excelente para el placer,
todo avía verdad.
Sencillamente maravilloso. Además, el acto amatorio, que es por definición violento, produce pequeñas heridas (aun de luz): «multiplicando las heridas», penúltimo verso. Se presenta la idea de la sexualidad como aspiracióna la alteridad (no consumada), como posesión del otro, y como liberación de la melancolía.
[36] Múltiplo de siete, el número setenta implica, como aquel, una idea de totalidad (septenarium bíblico). El siete, por ejemplo, cifra los días de la creación; por otro lado, aludiríamos a la pro-creación por el sexo (nacimiento, cifra 7 como símbolo del principio de la existencia, número cosmogónico en relación con el título del libro, etc.).
[37] Las «rosas del pubis» en el poema I de Veinte poemas de amor y una canción desesperada de Pablo Neruda.
[38] La etimología de «solidaridad» vincula su concepto al ámbito jurídico y práctico, y sólo últimamente se ha extendido hacia la moral, pero aún en un sentido mancomunitario. Históricamente, no implica sino una mera adhesión circunstancial, incompleta, que bien constituye una forma refinada de egoísmo.
[39] Recordemos de nuevo al cíclope César Vallejo en su poema «Voy a hablar de la esperanza» (Vallejo, 1999: 187-188), en que expresa su dolor, que no es «católico, ateo ni mahometano», que no se reconoce filialmente en el hambriento o el desdeñado de amor; es un dolor insolidario, pero no en un sentido reprobable: «Hoy sufro solamente» es la cláusula más repetida. Aquí el sujeto poético sufre más allá incluso de la hipóstasis, trascendiendo la identidad de su yo con su mismidad («Yo no sufro este dolor como César Vallejo»). Sin embargo «Yo (no) sufro», porque es necesario el existente para que el dolor se realice, aunque este dolor sea anterior a toda causalidad («Mi dolor es tan hondo, que no tuvo ya causa ni carece de causa»), íntima conciencia de un desgarramiento metafísico, anterior al origen, por tanto, más allá de la Historia.
[40] El primer elemento «mundos quemantes» sería el contexto-continente, y «lleno de senos de mujeres estupefactas», el contexto-relación.
[41] No podemos dejar aquí de recordar a Luis Cernuda, sobre todo en Los placeres prohibidos; si bien en el uranismo cernudiano se invierte la relación entre sujeto y objeto de ese herir.
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