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Canastos y carajos de Pablo de Rokha

Por Diego Alfaro Palma


 



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Cuando pienso en Pablo de Rokha pienso extrañamente en canastos. Grandes canastos de mimbre repletos de volúmenes inmensos, desbordantes, nada de maletas, canastos espaciosos y firmes. Esa podría ser una imagen inconsciente del viaje de su poesía a través de Chile, de cuando acarreaba su obra arriba de trenes, automóviles, carretas, lanchas. Su particularidad puede estar en ese hecho de cargar la escritura como un bulto, como una experiencia de la mano que la fija en el papel y que la traslada. Ciertamente también hay una valentía, casi un desquiciamiento, la fusión deseada y a la vez programática de que la obra transporte la vida, dialécticamente, estomacalmente: un poema es el desarrollo de la musculatura.

Por lo tanto, para que una obra atraviese un espacio debe, igualmente, reconocer la musculatura exterior del universo, sus riscos, sus ríos, los valles, el desierto, los pueblos donde nunca deja de llover, las constelaciones, el mar. Ser tal cual un viajero de sí mismo, porque el esfuerzo se convierte en la fuerza constructora que anima y critica, que puebla mentalmente los lugares que observa y vivencia. Una obra así de inmensa y así de desmedida, solo puede contraer un compromiso total: la idea genial de volver física la palabra.

Pero cuando pienso en de Rokha también viene no solo una imagen: el canasto se mueve, el tren se descarrila, el hombre pierde la estabilidad. Por debajo de las palabras, por debajo de la experiencia tiembla, desordenadamente. Existen pocos poetas que hayan hecho tan patente la experiencia de lo telúrico como de Rokha. Cuando crea a ese “huaso cósmico y mitológico” de Raimundo Contreras uno percibe que las reflexiones de ese campesino enfrentado conflictivamente a su destino, “cargado de abismos metafísicos”, se debate no solamente por el impulso de su voluntad, ya que constantemente la naturaleza ruje, genera cataclismos enormes.  El océano brama, el huevo de la noche se revienta, las montañas sudan, los esteros se desbordan, la tierra es brutal. Está en él ese movimiento continuo, cósmico, que arremete bajo lo humano.

Sin duda entendió que esa naturaleza tenía un lenguaje y una inteligencia que no podía ser domable del todo, sino que debía expresarla en el idioma humano, en la técnica y en la política. Todo eso es uno en él, no hay adentro ni afuera, ni lo de adentro sin lo de afuera, ni tampoco la poesía sin las masas. Esas masas también se mueven, chocan y revientan. Si Saint-John Perse las veía vagar a través de islas y continentes, ”sobre todas las playas de este mundo”, de Rokha las ve marchar, cargando su problemática, a la búsqueda de líderes transformadores.

¿Cómo se hace una poesía así? La verdad es que esa es la pregunta inconmensurable. De Rokha es un toro tan bravo que cuesta tomarlo de las astas. Muchas veces como en la misma Escritura de Raimundo Contreras o en el Canto del Macho anciano se metamorfosea en uno, un toro negro e indomable. Pero también es un viejo tierno. Si su rabia es de un cataclismo universal su ternura está al mismo nivel. Hay una clave inmensa en Acero de invierno, en su Canto del macho anciano:

Busco los musgos, las cosas usadas y estupefactas,
lo potspretérito y difícil, arado de pasado e infinitamente de olvido, polvoso y mohoso como las panoplias de antaño, como las familias de antaño, como las monedas de antaño,
con el resplandor de los ataúdes enfurecidos,
el gigante relincho de los sombreros muertos, o aquello únicamente aquello,
que se está cayendo en las formas,
el yo público, la figura atronadora del ser
que se ahoga contradiciéndose.

Hijo de su época, los musgos, las cosas usadas y estupefactas… Las imágenes son fenomenales y estridentes. El musgo crece en la humedad, a la sombra, se pega en los muros, es esa parte casi domesticada de la naturaleza que sin embargo puede avanzar y crear su propia colonia sobre las construcciones humanas. Las cosas usadas y estupefactas nos recuerdan a esa idea que confiscaron los surrealistas: trabajar con los elementos olvidados, ya sin utilidad que ha dejado la época industrial, para retomarlos como material del inconsciente colectivo del capitalismo. En sí más que una poética, está acá una definición total de lo que debiera de ser el arte: el alquimista obrero y campesino, el viajero devela sus rutas, muestra las facultades de su canasto y su musculatura. Solo lo que fue y está ahí, los pospretérito, lo que nos impacta y que con dificultad tratamos de asir, de darle una resolución mental, es su materia como también lo imperecedero, las virtudes y catástrofes ancestrales, la lucha infinita del hombre sobre la tierra movediza. Solo ahí aparece ese yo, atronador, colérico, amoroso, que se las sabe todas y que al mismo tiempo fracasa y se muestra débil, que es definitivamente sincero. No cabe otra cosa en él que la sinceridad, en la que se inventó, pero sobre la que siente todo el mundo encima, como dijo muchos años antes en Los Gemidos:

“Yo tengo la palabra agusanada y el corazón lleno de cipreses metafísicos, ciudades, polillas, lamentos y ruidos enormes , cuando la personalidad , colmada de eclipses, aúlla: ¡mujer, sacúdeme las hojas marchitas del pantalón”.

Yo no sé cómo se puede hacer una poesía así. Me declaro incompetente, aunque me guste imitarla en las veladas con los amigos. Lo que sí recuerdo es el terremoto de 2010 y mi viaje a Licantén como voluntario. No tenía idea de nada, me fui no más y por la radio avisaban de un nuevo terremoto, de otro recogimiento de las aguas y el bus se movía hacia allá. En Licantén estaba todo abajo. En Curicó también, pero en el pueblo de de Rokha me quedé, la tierra realmente rugía cuando uno dormía con la oreja pegada en el suelo. Esa fuerza se me quedó en el tímpano, le temí; vi también a esos campesinos que por nada del mundo dejarían su rancho: antes muerto. Estaban las familias antiguas que hacían chicha con su casa mitad abajo. Otros demolían, con resignación los muros húmedos por una inundación ocurrida dos años antes y que reblandeció el adobe. Vamos sacando pa’ fuera. Pero ese afuera también era adentro, la ciudad entera era un botadero y el río estaba ahí, como resistiendo, como no queriendo volver a salirse.

Ahí entendí un poco más a De Rokha, al menos su música. La poesía popular que el poeta robaba y que deseaba transfigurar para hacer un habla nueva y huracanada que terminara con la explotación. La tradición del campo chileno es dramática. Se permite reírse de todo, pero es terrible, nunca se está bien completamente y se bebe más que para festejar: se bebe para calmar la historia. En sí el huaso es oscuro, de una oscuridad ancestral, como si fueran hijos de otro dios, o como si se vivieran de la nostalgia de dioses de antaño, desaparecidos o corrompidos en hombres. No lo sé, pero mientras Vicente Huidobro buscaba crear otro mundo en la poesía, de Rokha exigía la inteligencia popular, sus expresiones al vuelo y también el sonido de las maquinarias del siglo que prometían la instauración de una nueva vida.

Pero para eso hay que moverse. Vallejo también lo entendió, cadete excelso de la tristeza y la utopía. Rulfo, sin lugar a dudas y le costó algo más que la vida. De Rokha dejó una estela importantísima en lo que vendría después: no por nada Enrique Lihn lo saqueó con decoro, rondó en él Zurita y Alcalde, y se sigue metiendo en obras ajenas. No me imagino un libro tan poderosamente profético como “Patas de perro” de Carlos Droguett sin ese rugido anterior. Cuando leo incluso a un poeta argentino como Alejandro Rubio, se me viene también de Rokha, en Ramírez Ruiz en el Perú, en realidad en tanto lado. Pero sobre todo porque entendió –junto con sus contradicciones y limitaciones militantes- que la poesía no podía rondar sino se la encarnaba, si no encabritaba el espíritu, aunque sonara estupendamente incomprensible. Entendió también que Chile era un país viejo de nacimiento, pero rebelde en su raíz más humana, un “país herido del destino, y la ceniza es la moneda de estos fantasmas agonizantes que aúllan a bofetadas”.

¿Hablaremos hoy como de Rokha? ¿Habrá algo de su mitología presente en la nuestra? ¿Puede la poesía entrar tanto en la mente popular? Me parece que no y allí está su triunfo, en perder apocalípticamente. Solo se esclarece su verso si uno toma sus libros como canastos y se pone a recorrer la vida cargándolos, armando e intentando entender los paisajes movedizos del continente. Personalmente, si sé que tiembla es irremediablemente porque el poeta sigue vivo haciéndonos creer que la muerte no es final y ni oscura.



 



 

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