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Crítica Literaria

Patricia Espinosa



Cuando despierto con una puta coloco Brahms
Antonio de Santos. Ebrius Editores, 2009, 191 páginas.
LUN, 14 de Mayo de 2010.

“Narradores profesionales” es una expresión poco usable en el medio literario nacional; lo que hay son más bien aficionados, jugadores de rayuela corta que requieren de la literatura como un espacio en el cual armar comunidad, tomarse unos tragullos, pelar el ambiente y autodenominarse los papitos del flow, los que la llevan en el Patio Bellavista: ¿me cachái, man?

Así cualquiera. Entonces por qué no incluir también la primera novela de Antonio de Santos, Cuando despierto con una puta coloco Brahms. Ese título, bastante ridículo en su afán de espantar, enmarca este relato bárbaro, poco pulcro e incluso torpe, que sin embargo es vívido, lleno de energía, de rabia, de impetuosidad. Exacto: impetuosidad. Una novela sin marketing, sin notas en Google, sin presentación en sociedad, distribuida por mano en algunas librerías.

De Santos construye esta novela a partir de lo que se suele denominar artista maldito, concepto en el que puede caber tanto un cuico como un rasca, con la condición de ser alternativo, muy alternativo. En este caso estamos en presencia de ambas opciones o dos caras de la misma moneda. En un primer momento, el protagonista vive solo, tiene un padre adinerado, estudia danza y es fanático del cine arte y la música docta. Además, una vez por semana lo visita una nana que lo atiende como rey. Como es de suponer, consume droga hasta el delirio y vive en una continua borrachera. Sus dichos son estereotipadamente incorrectos: las mujeres son todas maracas, desprecia a los homosexuales, a los negros y a todos los que se las dan de artistas. Durante gran parte del relato, increpa a los lectores y descalifica su propia escritura.

Sin embargo, este ocioso y diletante adinerado queda atrás y emerge una segunda voz, que puede ser el mismo protagonista anterior. Ahora vemos a un tipo encerrado en un psiquiátrico que sobrevive a duras penas en lo económico y que está envejecido, desgastado física y mentalmente. Su memoria le trae fragmentos que lo conectan con lo que ya hemos conocido del primer protagonista, como su afición por las gordas, el arte y los continuos dolores de cabeza. El fascismo de ambas voces, la del joven artista o el viejo del manicomio, tiene su origen en la enfermedad. Es lo patológico lo que deriva en un discurso misógino, homofóbico y racista.

Sin duda, Cuando despierto con una puta coloco Brahms tiene innumerables pifias redaccionales, pero las compensa con un alto grado de entusiasmo por el arte y su extrema autoconciencia sobre el trabajo literario. Muy pocos, por no decir ninguno, se atreverían a referirse a sus malhadadas escrituras como De Santos con seguridad plena se refiere a su texto: “esta mierda”, “esta basura”. No queda más que aplaudirlo por su exagerada honestidad.

 

Este libro vale un cadáver
Marcelo Lillo. Mondadori, 2010, 143 páginas.
LUN, 21 de Mayo de 2010.

Tiemblen, Simonetti y Guelfenbein, porque ha llegado Marcelo Lillo con su propia versión del melodrama, un sentido y personal homenaje a Lucho Barrios, de gran nivel. Este libro vale un cadáver, la primera novela de Lillo, es un tremendo pedazo de carnoso sentimentalismo, emotividad, dolor, tristeza. Lo mejor de Lillo hasta el momento. Logra consolidar una atmósfera, un personaje y una historia ruinosa y, en cierto modo, políticamente incorrecta, porque aborda el odio de un padre hacia un hijo: un tabú cultural pocas veces asumido con tanta honestidad en las letras chilenas de los últimos años.

El meollo de la historia es el suicidio de un muchacho, hijo de un solitario profesor de cincuenta años que protagoniza la narración. Un hombre amargo, gélido, parco en sus afectos y expresión verbal. Poco a poco, el relato va dejando ver su intimidad más lacrimosa; su parada social de indiferencia resulta sólo una manera de protegerse.

Aparentemente, el protagonista asume con gran desparpajo la muerte de su hijo que se ha cortado las venas. Decide cremarlo y cerrar la historia. Pero Lillo da un revés fenomenal a este feroz acontecimiento: el hijo era una basura y tenía merecida la muerte, se había marchado del hogar hacía unos años, consumía drogas, alcohol y no tenía ganas de trabajarle un día a nadie.

De ahí en adelante, el libro se precipita en el dramón sin remilgo alguno. El autor pone sobre la mesa la noción de culpa y comienza a hurgar en ella. El protagonista se enfrenta con su ex mujer, una hippie loca que se desentendió del hijo cuando era una guagua; luego con su amante actual, una profesora buena para enrollarse con preguntas profundas; y, finalmente, con su propia hermana. El grupete de mujeres parece tener como objetivo ponerlo contra la pared y lo logra. Así, este meditabundo personaje abre su corazón y emerge su otro yo.

Atrás queda el protagonista recio, transformándose en un ser atormentado y plañidero. Se queja de su padre descariñado, de su madre ausente, de la madre del hijo y lo peor de todo es que asume la culpa. Es decir, se vuelve un pobre pájaro atrapado por todo lo que pudo haber hecho para salvar al hijo.

Para atenuar el demonio de la culpa, la narración escenifica un diálogo entre el muerto y el padre. Un face to face donde se sacan trapitos al sol que contribuyen a que el progenitor asuma su total responsabilidad en el suicidio. Se nos viene entonces un desenlace cargado de un simbolismo lacrimógeno a rabiar. De lo políticamente incorrecto no ha quedado nada; lo que sí queda es el complejo dolor de un padre arrepentido, que enternecerá a muchos, porque hay que reconocerlo: Lillo se maneja en el fino arte de picar la cebolla.

 

El arte de la resurrección
Hernán Rivera Letelier. Alfaguara, 2010, 254 páginas.
LUN, 28 de Mayo de 2010.

¿Heidegger en una novela de Hernán Rivera Letelier? ¿Se nos puso denso, nos cambiaron a Rivera Letelier? Tranquilidad: la aparición del nombre del filósofo alemán es sólo una falsa alarma, porque el genio y figura del escritor salitrero permanece intacto en El arte de la resurrección. ¿Existe un Photoshop para novelas? En verdad este libro parece haber sido sometido a una especie de photoshopeo literario, aunque, hay que reconocerlo, se ha mantenido lo esencial de la prosa riveriana: esas desastradas e incontenibles secuencias de frases intercaladas, ese tufazo macondiano, ese lenguajeo imparable y ese aire de chiste triste, repetido y podrido que lo caracteriza.

Esta nueva publicación es un recocido de todo lo que anteriormente ha publicado nuestro eximio caballero de las letras; un trabajo ansioso que pareciera seguir el método de copy & paste (copiar y pegar), resumiendo fragmentos de su limitado repertorio literario: oficinas salitreras, prostitutas, personajes con nombres “raros”, actividades “raras”, el infaltable desierto, el tren Longino, mineros ardientes, religiosidad popular y la presencia del alma del chileno, captado éste en su esencia bonachona, ingeniosa y apanfilada.

La novela ficciona la vida de Domingo Zárate Vega, un nortino que realmente recorrió el país a mediados del siglo XX, predicando la palabra divina y haciéndose llamar Cristo de Elqui. La historia del profeta se agota en las treinta primeras páginas del libro. Aun así, el autor, en un esfuerzo sobrehumano, continúa con su férrea labor, como si pagara una manda, escribiendo páginas y páginas en torno a este Cristo y sus toneladas de estupideces presentadas mediante un tonillo que pretende ser dicharachero y guachaca: que acostumbra escarbarse la nariz, recetar pichí para curar la sífilis, meterse cigarros prendidos en una muela podrida, y, bueno, para qué seguir.

El Cristo se enamora de una prostituta extremadamente devota que se llama Magalena, sin “d”, que habita un villorrio llamado La Piojo y convive con un loquito que se dedica a barrer el desierto y una gallina que pone huevos de doble yema llamada Sinforosa. El Cristo recorre y recorre el desierto hasta dar con el paradero de su amada, pero no consigue más que una “mamada” y luego su devoción. Los lugareños lo veneran y los poderosos terminan expulsándolo.

Es un ejercicio de tono mayor meterse en este volumen que pone a prueba la tolerancia de cualquiera. Rivera se ha hecho un candado chino de proporciones, no hay salida para este Cristo tarado y un pueblo que se deja engrupir por el tarado hasta que surgen Carlitos Chaplin y Cantinflas, momento que Rivera aprovecha para dárselas de crítico cultural, despotricando contra todo lo moderno y, de paso, acertar un punzazo a los detractores de su narrativa, haciendo un “cara pálida” para todos aquellos que no reconocen su brutal imaginería.

Rivera ha repetido la fórmula una vez más, plagiándose, dándose maña para martirizarnos. Da lo mismo abrir el libro en cualquier página, da lo mismo terminarlo, da exactamente lo mismo leerlo, porque si hay algo definitivamente claro es su nulo valor literario.


 

 

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"Cuando despierto con una puta coloco Brahms", de Antonio de Santos; "Este libro vale un cadáver", de Marcelo Lillo; "El arte de la resurrección" de Hernán Rivera Letelier.
Por Patricia Espinosa.