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Mutación y registro de Maori Pérez
Por Patricia Espinosa H.
Texto leído en la Presentación del libro: Mutación y registro de Maori Pérez, Santiago: Frasis, 2007.
No me he cansado aun de repetir que la estructura de un texto es aquello que literariamente puede determinar su valor. El trabajo con la forma, la disposición de las partes, el manejo de las voces, las temporalidades y demases es central en la producción narrativa. Sin embargo, en paralelo a estos enunciados ligados a la teoría no deja de pulsar en mi un residuo, una bulla (Ilabaca) que me dice o que me habla de que hay algo más que una estructura bien lograda, aquello que es posible de advertir incluso en las primeras tres o cuatro líneas de un texto, aquello que molesta, aquello que leo como inadecuación; un sublime cotidianizado, que repta por la fragilidad de las pequeñas historias. Es así como se me aparece lo que puedo denominar estética de lo menor, a lo cual podría incluso denominar como un inasible, un secreto, un más allá, que simplemente está acá. En este lado, en la escritura misma, un devenir que produce un presente al que se accede por inmediatez y que implica atribuir a cierta narrativa un valor literario a partir de visualizarla al modo de un escupidero en el que pueden convivir trazas de sospecha, intimidad, desviación, sensibilidad, rabia, desencanto, amor o candidez. Como un grumoso vómito que hiede pero a la vez se te pega y conmueve.
Es mi acto de lectura, es mi derecho pleno y absoluto, solo respondo por mi, no más objetividad posible, no intentaré hacer otra cosa que leer desde aquí, desde la fragilidad y potencia de mis palabras. No podría ser de otro modo. El acto de lectura se vuelve así cada vez más solitario y marginal. Leer requiere tiempo, el tiempo que envidiamos al burgués, sin embargo hoy –me refiero a lo que los medios legitiman como crítica- solo basta con leer a trazo grueso sin tramar el acto de lectura con análisis, con cruces, con residuos, con intertextos, con politicidades insumisas que nos desconcierten o a veces intenten volarnos la cabeza. Leer -tal como escribir- es un acto que va más allá de la pose de escritor o de lector, ávido de mencionar sus lecturas siempre al día, extremadamente al día, ansioso de fama, de invitaciones, tembloroso por publicar en una transnacional, honrado por aparecer en El Mercurio, por hacer talleres, acumularlos como chapitas gloriosas-santificadoras-legitimadoras y de paso, cómo no, acercarse a un pater que ampare, que cobije, la pasión por armar patota, por acribillar por la espalda, por traicionar, en especial por traicionar, por no debatir ni decir las cosas en la cara ni amparado en la fratia a quienes se les ficciona un aura.
Sin duda lo que hace falta es una discursividad ligada a la dignidad; ya no basta sólo con el texto o la obra, es necesario tener claro el lugar donde se está, la vieja “conciencia de clase” debe volver a la escena. Al igual que la pregunta por la función del arte, el cruce literatura e ideología, la reflexión sobre y desde lo geopolítico en el cual se inscribe la academia, la crítica, la patota, la política cultural de este país. La postura de ingenuidad no se la compro a nadie. Lo que sí estoy dispuesta a comprar es un discurso aunque balbuceante, arriesgado, dispuesto a lanzar a la mesa de la concerta en la cual estamos atrapados y silenciados las añosas palabras: ética, principios, valores, consecuencia, dignidad. Cambiar el foco de nuestra rabia, saber simplemente identificar al enemigo, porque es re fácil irse contra la pequeña ratita presumida; sin embargo al señor poder lo dejamos incólume. Gestos y menos silencio, menos paciencia, no dejarse llamar idiota o pasar por idiota, tanto silencio a fin de cuentas terminará por destruirnos.
En el pequeño pastizal de la narrativa chilena, hay viejas vacas sagradas y generaciones de recambio de vacas sagradas y vaquitas tiernas aspirantes a generación de recambio de vacas sagradas. En este pastizal pocos quieren vivir el desamparo, pocos están dispuestos a jugársela en la soledad más plena, apostando por la dignidad de existir sólo con su escritura. ¿Dónde se fueron los locos, dónde se fueron los desobedientes, cuándo se perdieron o desaparecieron los rebeldes? Tengo la más plena seguridad de que vivimos en una época donde la traición es toma y daca, al igual que ser presa del espectáculo creado por el sí mismo. Me refiero a construirse un perfil, la imagen lo es todo, y quedar atrapado en él. Tengo la certeza de que miro a los ojos de muchos y sé, que no podrían mantener la mirada si les pregunto cuántas indignidades (de toque mayor y menor, por supuesto) han hecho por su “carrera literaria”. Cuantas genuflexiones, cuantas conversaciones tediosas, cuantas sonrisas impostadas, cuanta carcajada falsa ante la ironía del señor que tiene el don, cuanto ninguneo a cambio de un miserable favor, cuánta necesidad por tener un amigo insoportable, un conocido a quién saludar en un lanzamiento a costa de su mediana fama o por temor a quedar fuera de la kermesse: cuerpos, hablas, idelogías: todo se transa -por la imperiosa necesidad de existir- en los pastizales de la literatura chilena.
Hasta hoy Maori Pérez, ha estado solo. En realidad más que solo, ha estado en la más plena de las soledades al igual que otros similares a él. Sin embargo, es una soledad que resulta elogiable, una soledad construida al pulso de la literatura. Mutación y registro es el título de este conjunto de relatos que le da un lugar a Maori Pérez. Un lugar a contrapelo, un lugar que no debería ocupar, un lugar al que posiblemente se le negará el ingreso.
El punch punch capitalista exacerba el deseo, somos sujetos de deseo y solo así, llevándole la contra total al Tao, podremos vivir en paz. Mutación y registro contiene 10 relatos en torno al deseo, pero se trata de un deseo expuesto en su condición simulacral, relatos en torno a la constatación de un orden de las cosas saturado por sujetos deseantes que invierten su existencia en el derrame del deseo. Mi escenario de lectura destaca la reducción de los contextos y la escritura emergiendo después de lo irreparable, la experiencia de una literatura que se ha desviado de su argumento, de su posible centro, de la trama. Como sucede en “Cuando se apaga el cigarro todos mueren”. Un snuf al modo coral en el que se trama una crítica al enmascaramiento de nuestra corrupta sociedad y al horror de vender y transar cuerpos disponibles al mejor postor. “Ejes de mutación”, título que da nombre al volumen, es un relato a dos voces en el cual el guiño bolañesco, de insertar dos personajes nominados X e Y, no logra entorpecer el juego en la dispositio y en el paralelismo de las voces entre padre e hijo donde solo la fatalidad será capaz de cruzar sus vidas. “Sueño de Karen” intensifica la soledad y el desamparo mientras “Relatos anamnésicos” resulta ser su contraparte, una suerte de manifiesto generacional irónico y triste: “cruzábamos las calles leyendo para apoderarnos de la ciudad, sabíamos que daba lo mismo y que importaba más que nosotros, que nos hacía aguantar, que resistíamos a los golpes, luchábamos en contra porque viene jeringando desde hace más de dos milenios, y contábamos nano-segundos en la punta de la torre ENTEL […] Nosotros perdimos la esperanza y encontramos escupideros, cartas sin destinatario y ganas de reír. Perdimos tu batalla. Perdimos tu imagen. Perdimos tu responsabilidad. Perdimos el ánimo y habríamos de obtener algo distinto cuando todas las botillerías estuvieran cerradas y sin cigarrillos esperásemos el sueño, una micro, la salida. Nosotros no te leímos y tú no nos leíste y así nos armamos la historia” (45). Remarco ese decidor: “Nosotros no te leímos y tú no nos leíste y así nos armamos la historia”. La tachadura impone la venganza por la tachadura. No me gusta ideológicamente, pero es así: Maori Pérez nació el año 86 y esa ha sido su historia y la de muchos.
Quiero destacar especialmente “El sol es un parásito”. Un relato de aquellos. Es el habla de una madre cuyo destinatario es el hijo, Josito. Técnicamente impecable, algo recurrente en los demás textos, que nos va entrometiendo desde las primeras líneas en la atormentada y conmovedora intimidad de un sujeto común, en una situación común, con un habla común; tal como si pudiésemos oír a la madre de Ignatius Reylli, deshecha, golpeada, pero en código Foster Wallace: veloz y fatal. Es el tramo de una vida mínima dispuesta a todo por la libertad de su hijo. Una libertad en la cual subyace algo que incomoda, que difusamente se capta, la culpa tal vez por amar a partir del error y el absoluto ¿será posible amar de otra manera? Un fragmento de este texto, dice así: “Yo soy tu madre y te amo a pesar de todo. No me culpes por esto. No culpes a mis piernas, a mis hombros, a mi vientre. Culpa a la era. Culpa al tiempo. Culpa a la transición. Culpa a la política. Al modelo económico. Culpa al cine gore. Culpa al atari. Culpa a la música en vivo. Culpa a Norteamérica. Culpa al fascismo, di que la culpa es de la globalización y cuéntaselo a todos. Culpa a los congresos. Culpa al avión estrellado. Culpa a la madre mayor, la madre que está sobre todas las madres. Culpa a la concha de tu madre, y deja al vientre en paz. Y a los hombros en paz. Y di que tu madre está sin culpa, y así tu madre sea en paz” (58).
La anomalía de lo menor parece ser la marca estética de este conjunto de relatos, la grieta que emerge una y otra vez, evitando la conformidad de la narración. La anomalía del desencanto, de la queja, del sollozo, de la cordura, del amor y del conformismo es, sin más, la anomalía de la literatura.
El primer libro es un acto mítico fatal e irredimible. La presentación del primer libro puede ser el inicio o el fin de un proyecto. Para muchos ha sido el fin no solo su primer libro. Pero los libros son tramos y este ciclo se cierra e inaugura a la vez otro. Solo espero Maori Pérez siga con la misma dignidad, pasión y humildad por este oficio que hasta el momento ha sostenido.