Vuela el rumor
que me acusa majadera e insistentemente, entre otras impugnaciones, de
falta de seriedad. Paradojalmente es una de las imputaciones que más
risa me provoca. Risotadas a veces. Fiel al postulado que sostiene que
el propósito sublime de los cuentos autobiográficos consiste en
corregir y puntualizar la imagen que se supone los demás tienen del
escritor y puesto que carezco de arbitrariedad polémica, relataré los
hechos verdaderos, así ustedes reconocerán el origen del risible
rumor.
Primera parte:
la sagrada familia de un poeta
El año ochenta y
seis arribó desde Santiago, capital fea pero con fe, a mi departamento
de exiliado en Malmö, mi amigo “El Poeta”, un joven escritor con un
librito de cuentos auto publicado bajo el brazo. Los relatos depurados
sollozaban un sinfín de lamentos sosos y taciturnos. Abigarrados de
complicaciones y sutilezas técnicas, obrita de gramático brioso,
carecían, sin embargo, de garra y vitalidad.
-Chile es una
penumbra, mas la literatura no es una sombra, un reflejo, un síntoma
directo del espíritu de la época en que el escritor vive o sufre,
pensé.
-Se han publicado tantos libros soporíferos. Uno más, ¡qué
importa! –pensarán ustedes.
¡Yo pensé exactamente lo mismo! Por eso
no comenté el desgraciado libro con él. Además el debate sobre la
literatura, el lenguaje, las metáforas y las otras figuras retóricas y
pletóricas, no me interesan. Me cansó tempranamente el engorroso
debate literario de la década del ochenta, críticos que escupían a
mansalva citas de Barthes y Beaudrillard, todos franceses de París.
Riñas de pub de barrio.
No les distraigo más con disgregaciones
inútiles y voy a la historia directamente.
Conocí al poeta en el
liceo, cuando éramos adolescentes espinilludos. El Poeta cargaba
siempre un bolso de libros, se había prometido a sí mismo leer todos
los libros de la biblioteca. Era el mejor alumno de nuestra clase,
mateo meticuloso, retraído, esforzado y serio, en cuyo rostro pequeño
ampliaban unos gruesos anteojos ópticos sus ojazos de niño bueno.
Había nacido en una modesta familia santiaguina, allí había aprendido
el sentido de la responsabilidad y del orden.
Recuerdo que entonces
yo me iba irresponsablemente de juerga y jarana con otro compañero de
curso, “El Flequillo”, un flaco alto con un mechón en cascada sobre la
frente que él cultivaba vanidosamente para aumentar su descarado
aspecto de niño terrible, con el cual realmente sedujo a varias
muchachitas simpáticas, mundanas y dadivosas. Vivíamos el clima de fin
de los 60 con el cliché climatérico de la segunda mitad de ese
decenio: onda proclive positiva. El Flequillo era un galante Beatles
chileno, hábil contador de chistes y de anécdotas y, verdaderamente,
un vicioso sexual. El Poeta, en cambio, esperaba seria y pacientemente
a una dulce y virgen lolita de un colegio de monjas de la que estaba
melancólicamente enamorado y –bien la dejaba en la puerta de su casa-
se retiraba en silencio a sus libros de literatura. Al terminar el
liceo estudiaría literatura en la Universidad. Soñaba ser un gran
escritor. Era un idealista. Acurrucado en una pequeña mesa de la
cocina trazaba palabras tras palabras y pasaba y repasaba hojas
manuscritas durante horas quietas. En una ocasión superó su timidez y
modestia y nos mostró un poema dedicado a la lolita de las monjas.
Eran delicados versos. Con el humor típico de la edad –imprudente,
crudo e impaciente- lo llamábamos simplemente “El Poeta”.
Mas, su
noviecita de cara bonita quedó embarazada, tan común en esos años, en
el mismo momento en que fue descartuchada. Una noche oscura de
invierno helado no aguantó los deseos, las caricias y los
requerimientos del Poeta y se entregó. Se entregó por amor al Poeta y
a Dios y a la Virgen María, pues era católica practicante. Hora deseo:
en silencio susurró la morena enamorada unas palabras de gozo-dolor,
que él escuchó con alegría. Obligado a casarse y a mantener su
familia, el Poeta cambió resignadamente los estudios por un puesto de
secretario en un servicio público. El extrovertido del Flequillo y yo
continuamos, en cambio, jugando frívolamente billar en los Juegos
Diana, en el centro de Santiago. Nos fuimos repetidas veces al cine a
ver el film Belle de jour. No nos interesaba el surrealismo maldadoso
del aragonés Luis Buñuel, sino, santiaguinos mirones, los senos
desnudos de la actriz Catherine Deneave (“la Caterin Denev”), que
aparecían dos veces en la pantalla. También asechábamos a las ninfas
santiaguinas que habían aprendido a tomar pastillas anticonceptivas.
El Flequillo, audaz y desfachatado, me explicaba su táctica y
estrategia mística y barriobajera de la penetración: “para no correr
riesgo alguno de embarazo, hay que enseñarles a las mujeres a hacer el
amor por detrás, se vuelven francamente viciosas”.
Durante los
primeros años de matrimonio, ya ingresados en los años 70, la señora
del Poeta, bien educada en el aburrido colegio de monjas, se comportó
como una gran santa. Buena católica, parió sus cuatro hijos sin una
queja, los cuidó, educó y además regaba las plantas, remendaba la ropa
y tenía la comida preparada cuando el Poeta llegaba desde su trabajo
rutinario y mal remunerado. La felicidad de ese hogar humilde nacía de
su armonía interna. El Poeta, tranquilo y pacífico, sin locuacidad
verbal, mantenía tiernos hábitos sencillos. En los fríos y lluviosos
inviernos santiaguinos leía en voz alta un cuento a sus niños hasta
que dormían, colocaba el disco mustio Gracias a la vida, de Violeta
Parra, envolvía sus pies en una chal de lana chilota y
reconcentradamente laboraba en la digna y solitaria artesanía de
multiplicar, corregir y rehacer borradores. Encerrado en su retiro
monástico, con robusta conciencia del oficio, mejoraba
infatigablemente detalles de frases en que cada palabra era necesaria.
A pesar de la adversidad del destino, soñaba aún con su carrera de
escritor. El esfuerzo, la constancia y la profundidad le darían, lo
había aprendido de niño, gratas recompensas en la vida. Su buena y
prudente mujer, con un rostro casi de niña, durante las pautas
comerciales de la televisión, le servía un té de tilo caliente que le
alegraba el corazón y le espantaba los resfríos. La paz familiar era
la estación alternativa a la violencia externa de la sociedad
pinochetista. Pues, claro, fue en esos años que Pinochet oscureció
Chile. Creo que fue el año 1973.
Segunda parte.
Una feria de lucha libre
En los primeros
años de la dictadura de Pinochet, años de silencio y de muerte, no
existían centros literarios en Santiago. La dicha pertenecía allí a
unos pocos, como sabrá todo el que esté enterado de los hechos reales.
La pirámide intelectual de la época la formaban: arriba, un mandarín,
redactor de los decretos del dictador; unos cuantos auxiliares de éste
(un economista de Chicago, un periodista obediente y un crítico
literario); unos alcaldes y luego venían, en la base, los soldados.
Los escritores establecidos, con la excepción de algún bien
desconocido y de otro colaborador con los milicos, se habían marchado
orgullosamente al exilio.
Siete años después, ya a comienzos de los
años ochenta, el Poeta se cruzó accidentalmente de nuevo con el
Flequillo, todavía risueño, parlanchín y extravagante. La dureza de la
vida le convirtió tempranamente canoso el mechón sobre la frente, mas
él ahora lo cultivaba pretenciosamente para aumentar su aspecto de
treintón interesante. Soltero de profesión, un hombre de mundo, un
vividor con muchas poses para sobrevivir a los ambientes duros, un
lobero de peculiar instinto depredador para engullirse a las presas,
seducía damas simpáticas con la misma gracia de antes. Curiosamente la
soledad de aquellos años crueles, había transformado a un hombre
extrovertido y ególatra en un escritor. El Flequillo había descubierto
la gracia de contar sus innumerables historias de amor. A diferencia
del Poeta, que se aburría escribiendo, el Flequillo escribía para
entretenerse. Y como se acordaba de las pretensiones literarias del
Poeta lo invitó a las tertulias de nuevos escritores jóvenes en un bar
pequeño e insignificante en el barrio Bellavista, famoso por sus
cebollas en escabeche, donde al comienzo no entraba nadie, mas con el
tiempo y la rutina se convirtió en el centro de encuentro de la casta
literaria joven de la ciudad.
El bar –de aceitosas sillas
amontonadas y un wulitzer con discos rayados- se rebautizó con el
original nombre de Club del Escritor.
Cenaban cazuela barata y
bebían un vino aún más barato, mientras abrían polémicas enervadas y
febriles sobre criollos clichés literarios. Aceitaban las máquinas
para torturar con comentarios sarcásticos a los que algo lograban
publicar, en lugar de dedicarse a escribir. De la misma manera que, en
vez de corregir sus cuentos y poemas, se dedicaban a redactar
inocentes y manidos panfletos contra la dictadura. Practicaban el mal
hábito de los escritores de reunirse entre ellos y de ampliar las
viejas y nuevas intrigas de la profesión. De vez en cuando se
acordaban, como viejas seniles, de declamar de memoria poemas de
Federico García Lorca y Pablo Neruda, con entusiastas voces líricas
que volaban a través del tumulto pasado a cebolla, ajo y vino tinto.
Jugaban a ser escritores. El Flequillo se aburría pronto con la
trivialidad de los literatos espumosos, y él, juglar de bar, quizás
bebido, se ponía a cantar estribillos de taberna, con mala voz pero
con algo de gracia. La fiesta se animaba con una canción a coro, clara
alusión al mundo de libertinaje en el que el Flequillo estaba
criado:
Yo le canto a Proserpina,
Al que quema
corazones
En su cálida piscina.
El Poeta se atracó
fácilmente a esa caleta relajada de lobos marinos, todos potenciales
Premios Nóbeles. Se hizo un fiel visitador del Club. Aumentó el
consumo de vino y también las quejas, cada vez más amargas, de su ya
no tan buena mujer, la cual empezó a sentirse desconcertada,
desdichada, desgraciada. No le gustaba la soledad de la noche. El
Poeta, bebedor sin práctica y de tendencia melancólica, se
emborrachaba fácil. El Flequillo, con su humor maldito, llevaba a casa
al Poeta cuando éste estaba demasiado borracho y menguaba
graciosamente la ira de la mujer del Poeta contándole historias
picantes.
Pero un buen día, la señora, desbordada por la rapidez de
los cambios en la rutina hogareña, turbada por la soledad y el
silencio, en fin, cansada, la pobre, de las tomateras de su marido con
los otros vagos santiaguinos que se llaman escritores, le puso el
gorro.
(Poner el gorro es un chilenismo que denota infidelidad. Los
chilenos dicen también, aunque ya es una brutal grosería, culiar con
otro)
Si ustedes son curiosos ya se habrán preguntado con quién lo
gorreó/culió la señora. Y si ustedes son tan perspicaces e
inteligentes como parecen, sacarán una conclusión correcta: con el
otro escritor. ¡El colega de las letras! ¡El mejor amigo del Poeta!
¡El Flequillo!
¿Qué sucede?
¡Elemental, querido lector! El
sensible poeta reconoció la traición, la burla, la profunda estocada.
Se sintió pisoteado, violado, perpetrado. Y, a pesar de su
tranquilidad y reposo, le afloró furiosamente el macho que todo
latinoamericano lleva consigo. Los demonios se le metieron en el
cuerpo. (“Se le salió el indio”, dicen los chilenos)
-No se le toma
así no más el pelo a un escritor –bramó después de haber moreteado un
ojo a la pobre e inocente señora; inocente, pienso yo, pues cualquiera
se calienta con otro, sobre todo si el marido es escritor, tomador y
charlatán; lo que la gente buena llama bohemio.
Dispuesto a todo y
echando espuma por la boca marchó briosamente a pasos agigantados al
Club del Escritor. Era temprano, pero ya estaba sentado allí el famoso
y conocido “Copuchento de Santiago”, la persona mejor informada de la
ciudad. El copuchento es la imagen del destino, implacable y feroz
deja caer las verdades tiernas y elementales que cambiarán la
historia. Es un agente del bien, pero que, sin embargo, debe todo
terminar casi involuntariamente mal para que nadie olvide su rol
terrible. Sus muecas duras y serias y sus ojos bailarines y brillantes
cuando relata son inolvidables y nos dejan la tensa sensación de la
cercanía con la catástrofe. Orejón, cuando niño los amiguitos lo
apodaban Dumbo. Ahora ya adulto –como se puso de modo el pelo largo-,
se cubría los orejones con una cabellera, que le hacía verse cabezón,
pero ya no orejón.
(Que el Copuchento sea orejón o cabezón lo
escribo aquí para dibujar mejor su figura, sin ánimo de reírme de sus
desproporciones,... ¡qué todos tenemos defectillos!
Siempre, con su
porte pequeño, casi un enano, anuncia, caprichoso y panfletario,
doctrinal y pedagógico, el Apocalipsis que se despeñará sobre la
arquitectura de nuestras frágiles verdades. El Copuchento es la
memoria, el conservador y recreador de los mitos, las leyendas y la
verdad por debajo de su embellecimiento. Simpático, risueño y cariñoso
vivía para escuchar, aumentar y propagar las historias de los
escritores. El Copuchento está enterado de todo. Husmea en los bares
de la ciudad, lee los manuscritos de los escritores mientras les bebe
el trago y les fuma los cigarrillos.
-Ese desgraciado del Flequillo
no es un escritor, es un plagiador, ¡un vulgar plagiador! –gritó el
Poeta al irrumpir en el bar.
-¿No me digas? –preguntó el Copuchento
a la caza de la mejor noticia del año-. ¿A quién plagió? –inquirió
abriendo sus ojos redondos y vivarachos.
-A mí –dijo el cornudo
quebrantado, malherido y sosteniendo los lagrimones detrás de sus
gruesos anteojos ópticos que querían ya caer sobre la mesa manchada de
vino.
-¡Aaah! –dice el Copuchento-, falsamente comprensivo y aunque
no cree, pues el Copuchento es de naturaleza incrédula y además sabe
bien que la acusación de copia es la más común entre escritores sin
nombre, bebió el vino que le restaba en el vaso, se descolgó de la
silla que le quedaba grande y salió corriendo a buscar al plagiador /
traidor: El Flequillo. Morbosa y bruscamente se arrojó cual Cuasimodo
encima de la campana de Nuestra Señora con todo el cuerpo, suspendido
sobre el abismo, dientes rechinantes, anunciando a todos los
habitantes de la ciudad un nuevo escándalo. Hervía a borbotones con
ese extraño y festivo ánimo que le producen los conflictos provocados
y que le asignaban a él un peculiar e importante rol comunicante.
Y
puesto que ustedes, queridos lectores, expertos conocedores de la
vida, ya intuyen el desenlace de esta historia deshonesta no los
fastidio más con detalles insignificantes. Como suele ocurrir entre
jóvenes escritores ambiciosos la disputa por una mala mujer (porque
estaremos también de acuerdo, que ella, la malita, exageró su rol de
mujer desatendida), se convirtió en la mayor rencilla literaria de la
época.
El santiaguino es de naturaleza susceptible. Una espesa y
negra nube de calumnias bajaron súbitamente sobre Santiago y aumentó
el habitual y venenoso smog de la ciudad. Un huracán de
descalificaciones, promiscuidades, golpes bajos y mentiras clamorosas
atravesaron veloz y furiosamente aturdiendo y abrumando el pensamiento
sano. Ni las aguas del río Mapocho, el río más sucio del mundo,
acarreaba tanta mierda como ese formidable torrente de calumnias.
El público “literario” de Santiago despertó de su larga siesta y
se arrimó a las barandas del ruedo para animar la riña de los
envalentonados gallitos. En una franca actitud deportiva y frívola
hacían apuestas entre ellos. Los infames transformaron todo en un
circo, una feria de lucha libre.
-¡Esta sí que es pelea, mi alma!
¡No se había visto igual desde la gran disputa entre Pablo Neruda y
Palo de Rokha! –exageraban como una caja de
resonancia.
Tercera parte:
La divina elite cultural de la capital
Apenas necesito
contarles que el Poeta ingresó con mucha desventaja en esta guerra
indecente, vergonzosa y cruel. Su librito recién publicado, era
triste, llorón y terroso. La verdadera literatura es sangre, sudor y
lágrimas. Parodiaba a Churchill. Se había entregado por entero para
dar mayor fuerza vital al texto. Era el grito de un desesperado. La
crítica no lo había ni mencionado. Estaba muy mal parado. El poeta
llevaba todas las de perder.
El Flequillo, contento y satisfecho,
no mostró debilidades. Las penas y las quejas del Poeta se estrellaron
con el acero de las armas del Flequillo. Este era un coracero.
Aprendió tempranamente que la literatura es también una diplomacia, un
arte de los intereses y las relaciones, de los disimulos y las
astucias. La retaguardia cubierta, no se le podía acusar de nada
grave, era ecléctico, abierto a los cambios del ambiente, callaba
cuando había que callar, no inauguraba nunca debates en los que podía
perder y, finalmente, se hizo miembro ocasional del Partido Comunista
chileno, que en aquella época todavía tenía cierto brillo entre
intelectuales izquierdistas. Entregó oportunistamente su independencia
al partido Comunista para hacer carrera literaria con la ilusión de
ser un “nuevo Neruda”. De política garabateaba ideas de un marxismo
primitivo. Se afirmaba en una vulgar, infantil y teoría del reflejo
para decir que él sólo era la voz “de lo más dulce del pueblo
chileno”. El mundo era blanco, el socialismo soviético; o negro, el
resto del mundo. Mas las ideas políticas no eran lo importante para el
Flequillo, sabía de antemano la línea oficial del partido.
Pero en
general, no arriesgaba opiniones políticas. ¿Para qué? ¡Si de todas
maneras era un escritor “comprometido!
-¡Hola, qué taaal hombre,
qué gusto de tenerte aquí! –tuteaba gritando cuando un escritor
conocido llegaba a Santiago para hacer creer a los santiaguinos que él
era un conocido en la internacional literaria. Siguiendo una tradición
europea, ahora, ante el caos existente, pasada de moda, se retrataba
en grupos con escritores famosos. Usaba frívolamente el entierro de
algún poeta amargo consecuentemente suicidado, o algún congreso
literario para ponerse rápidamente en la foto con escritores
conocidos. Con los menos conocidos también, después diría que eran sus
discípulos. Como Lope de Vega, citaba ostentosamente autores que no
había leído.
Enviaba sus cuentos a todos los concursos de
literatura en el mundo hasta que por fin, en esos meses, ganó un
concurso organizado por el Club de Abstemios de Santiago en cuya
directiva pastaba un viejo amigo suyo, un escritor y un bebedor
fracasado.
Le iba de maravillas. Los agentes culturales del partido
publicaron uno de sus poemas en una revista de exiliados y otro nada
menos que en una tal revista cubana Casa de las Américas. Incluso
musas llegaron a cortejarlo. Bellas muchachitas con alguna pequeña
gracia que buscaban figurar sin tener que realizar ningún
esfuerzo.
Entonces se transformó en lo que los periodistas llaman
un suceso literario. Una mujer rubia astuta y bella, un inteligente
manegers cultural, un promotor de contactos finos con la menesterosa
vida cultural de la capital le echó el ojo y dijo estar enamorada de
él. Hija esnob de la burguesía, influyente y de peso en los círculos
de poder, permanecía en el anonimato de los negocios artísticos. Sus
padres eran amigos de los dueños del principal periódico del país, de
la editorial de éxito y de una prestigiosa galería de arte de la
ciudad. Pulida y culta, de rizos ordenados, exactos y apropiados no
levantaba la voz, hablaba casi inexpresivamente en puntillas. Ella era
la princesa ilustrada del monopólico conglomerado cultural de la
ciudad. Conocía todos los nombres necesarios: un pintor de moda, un
publicista y un periodista útil. La vida cultural de la ciudad era un
negocio familiar. Sus amigos la llamaban “La Rucia”. Sus rasgos de
ángel parecían no calzar bien con su reputación de mujer implacable,
que para matar el aburrimiento, solía mostrar apetencias por el arte,
transformándose en un mecenas femenino con fama de busca talentos.
Confundía y paralizaba a sus amigos cuando se jactaba de su
frecuentación de los poetas santiaguinos. Estableció una valla,
haciéndose respetable y distante con opiniones decididas. Publicaba
una lujosa revista literaria de título propagandístico Voz de los
ochenta. Allí publicaba a los nuevos escritores de la capital (en su
geografía existía sólo la capital y el lugar donde ella tenía su casa
de campo). Hablaba, con hábil retórica, de un nuevo renacimiento
poético en el país, un nuevo y consciente esteticismo que deja atrás
el pasado y que se deja influir por la realidad posmoderna. La Rucia
barnizó al Flequillo con la educación que él había desestimado en el
liceo (prefería jugar billar conmigo), lo llevó a conferencias y
conciertos y le leyó libros y revistas. Al principio, él se ahogaba y
rehuía. Echaba de menos las borracheras y los cantos a coro del Club
del Escritor. Pero al final, coqueto y regalón, estaba cómodo en ese
miasma de halago fácil.
Paralelamente perdieron sus textos la
ironía y la frescura de libertino del comienzo y se hicieron, para mal
de la literatura chilena, más herméticos y serios, ilegibles y
siúticos, retóricos y formalistas. Verbo sin ser, estética media
falsa, mentirosa. Folklore parroquial.
-Alegóricos –explicaba ella
a sus amigos que para no ser acusados de ignorantes no preguntaban
nada. Su nombre repetido insistentemente en revistillas y otros medios
de comunicación, al fin, se reconoció en él lo que en literatura se
llama una personalidad.
A estas alturas nadie quería escuchar los
lamentos del Poeta. Los miembros del Club lo evitaban para no
contagiarse la amargura, la envidia y la mala suerte del Poeta. El
Flequillo, en cambio, se convirtió en el enfant gaté, el niño mimado
de los salones de neón habitados por palitroques culturales, militares
en retiro, zombis que nunca dijeron nada o de los arrepentidos cuando
ya la matanza estaba hecha. A la Rucia le fue fácil construirle la
imagen de escritor difícil y conseguirle un editor establecido. La
Rucia, preocupada por el aspecto visual de su carrera, le construyó un
nuevo look: le cortó el flequillo que ya no le caía más sobre la
frente sino se elevaba al cielo.
-Te otorga un aura mística –le
dijo.
El captó rápidamente la idea y, gracias a su habilidad
mimética, ponía la cara de santo, de ícono ardiente, un nuevo Mesías
milagrero y anunciador de la buena nueva. Era teologal.
La rucia
–conocedora del arte de la publicidad social, influyó sobre el único
crítico literario de Santiago para que escribiera que había
descubierto un talento. El crítico, un envejecido cura homosexual
educado en la morbosidad católica española del Opus Dei, asoló
Santiago con sus pastosos artículos literarios. Los críticos serios y
formados habían sido obligados al exilio.
Además un periodista
influyente, el cual, gracias a sus rasgos mefistofélicos, sobrevivió
las permanentes razzias que los medios de comunicación padecieron
durante esos años de dictadura, le escribía elogiosas entrevistas en
el diario.
En público la Rucia se hacía notar lo absolutamente
necesario, dejándole a él todo el auditorio, pero en la intimidad era
ella la sádica; él, el masoquista que aceptaba gozoso todas las
perversiones a las que ella lo sometía. Dicen que la Rucia hasta de
mujer lo vestía, de camarera humillada y disfrutaba hasta el orgasmo
cuando el Flequillo se transformaba en Sor Teresa, la monja
combatiente de la desnutrición infantil en el mundo, entonces los
subyugaba en cuatro patas, lo ataba con cuerdas de cuero, lo
pellizcaba, cepillaba y azotaba. “Sor Teresa” gritaba: “perdóname, mi
reina rubia, perdona mis pecados”. Mujer de alma cruel, transformaba
en placer el sufrimiento físico del Flequillo.
Si él antes casi no
esbozaba opiniones políticas ahora simplemente no existía el tema. En
cambio, en literatura era un terrorista de guillotina: todo lo escrito
hasta ahora por su generación era una sola mierda, ¡menos lo que él
estaba escribiendo!
Le iba bien. Entonces aplicó el conocido y
tantas veces probado Manual de la Indiferencia contra el Poeta: lo
ignoró completamente. Lo soterró en el subterráneo del olvido. ¡Ni
siquiera lo nombraba!
El cenit de esta guerrilla oscura fue el día
en que al Flequillo le solicitaron su contribución para la antología
Nuevos escritores chilenos.
-Sólo si el Poeta NO se incluye en la
antología –exigió al editor. El editor no tuvo carácter de oponerse a
la petición del Flequillo. El Poeta no fue incluido en la antología
Nuevos escritores chilenos.
Las virtudes estridentes, seductoras y
oportunistas del Flequillo habían superado el trabajo anónimo,
silencioso y modesto del Poeta. Nada pudo la vida austera y
mortificada del Poeta con la coquetería y la gracia del Flequillo.
Caín chapoteaba en la sangre de Abel. Si este cuento fuera una
parábola terminaría así: La futilidad derrotó a la
constancia.
Todos Santiago se movía bajo los pies del Poeta y el
terremoto derrumbó su estructura síquica.
Y la ex mujer del Poeta,
la ex niñita de las monjas, la ex santa que cuidaba los niños, regaba
las plantas, remendaba la ropa y preparaba el té de tilo caliente,
descubrió, en ese corto pero intensísimo tiempo, ser una cruel víctima
del destino, utilizada malvadamente por el poder masculino, el
machismo. En un acto pobremente histérico se acostó, después que el
Flequillo la dejó por la Rucia, con varios de los muchos candidatos a
escritor. Se incorporó pronto al movimiento feminista, impulsado y
sostenido en Santiago por una chilena que había estado exiliada en
Canadá. Vestía una túnica azul, casi transparente, insinuaba
coquetamente sus senos leves y cambió su rostro de beata por uno
firme, sensual y atrevido. La frágil ama de casa se convirtió en una
Valquiria chilena que hacía discursos candentes sobre cualquier tema,
como una Jane Fonda de los años 60, y entonaba cancioncitas
surrealistas del cubano Silvio Rodríguez para parecer aún más
progresista. Le cobraba una mensualidad altísima al Poeta con la
amenaza de no dejar ver a sus hijos y le puntualizaba, cada vez que
tenía la ocasión, que él le había destrozado su vida manteniéndola en
la oscuridad de la cocina, mientras él cultivaba el alma con la
escritura.
El Copuchento, por su parte, con los pies colgando de
una silla del Club del Escritor, suspiraba como un coro popular: “La
vida, ay, la vida, las vueltas de la vida”.
Cuarta
parte: Un poeta lloriquea en Malmö
Mi buen amigo El
Poeta estaba solo, arruinado y malherido. Llegó a Malmö con un librito
de desencantos. ¡Qué cuentos más amargos! ¡Ni del nombre me acuerdo!
Sus cuentos eran una mezcla de El lobo estepario de Hesse,
Metamorfosis de Kafka y La Náusea de Sartre, aliñados con letras de
melancólicos boleros chilenos. ¡Imagínense la alegre mezcla! Una
descripción puntillosa de penosas y lentas banalidades, a pesar que
entre líneas suspiraban finos silencios. Creía que el lenguaje era
sólo experiencia interior.
(-Qué infantilidad pensar... ¡En
fin!)
Sus cuentos no tenían ni aventureros valientes y osados,
piratas con loros parlanchines, reyes buenos pero un poquito
imbéciles, multimillonarios malvados, asesinos profesionales,
políticos tontos y corruptos, ni mujeres vamp de deseos artificiales.
Nada de eso que a mí me divierte en un buen libro. Sus cuentos no eran
para gente como yo.
Además el Poeta sufría una seria crisis
económica. Su libro no había vendido ni un ejemplar. Los cuentos del
Poeta no estaban de moda. Los nuevos escritores latinoamericanos
copiaban un atrasado “realismo mágico”. Los epígonos danzaban en la
mesa, el gato García Márquez fue a recibir el Premio Nóbel. Estaban de
moda esos libritos retóricos de barroco americano, auténtico kitsch
del circuito de producción y consumo mundial: novelitas sobre una
abuelita puta, dueña del prostíbulo, feminista revolucionaria que cita
de memoria a la Rosa Luxemburg o a la Simone de Beauvoir; o una
huerfanita desnutrida, empleadita puertas adentro, enamorada del jefe
de la guerrilla izquierdista, aman apasionadamente en una selva
exuberante minutos antes de atacar una cárcel y de liberar a todos los
presos políticos del país. Los nuevos escritores le trabajaban al
exotismo vendedor.
Los cuentos del Poeta no estaban de moda.
La
primero noche apenas concilió el sueño y cuando al final cerró los
ojos, lo torturaban horribles pesadillas. A la mañana siguiente
madrugué como acostumbro, pero el Poeta ya estaba en pie y con ojos
vidriosos sumergido en el pozo de la angustia.
-Olvídate de esa
mujer –le dije-, convencido que hurgar en el subsuelo moral de los
amores muertos conducen sólo al pantano de la sordidez.
-Descansa
–le dije yo-, esta noche vamos a ver La Cage aux folles al teatro
Municipal de Malmö con unas amigas suecas lindísimas, que además se
han hecho el control del SIDA-le dije para animarlo y aliviarle la
derrota-. Se enfadó aún más. Estaba muy dolido, el pobre.
Masculló
lastimosamente por las frías calles de Malmö confusos pensamientos de
desdicha, envuelto en su máscara de disgusto. La atmósfera imperante
ayudó a manifestar la depresión y la derrota: la lluvia caía
implacable en Malmö, las nubes sombrías barrían el cielo.
Muy
pronto volvió a Chile, a buscar la revancha, pues él no perdona.
Tímido y retraído, sin facilidad para estallar, acumulaba odios que lo
deformaban oscuramente. Perdía lucidez. Se taimaba. Se hacía el
incomprendido. Al llegar a Santiago se fue al Club del escritor en el
barrio Bellavista y, sin lograr darse cuenta que todo el Club se reía
de él y sin poder reprimir ciertas contracciones de dolor, le contó al
Copuchento de Santiago que YO soy poco serio, que YO no tomaba nada en
serio.
Para que vean como son las cosas, queridos lectores. Es así
como se crean los rumores.
Yo sólo espero que ustedes no le cuenten
a nadie lo que yo les he relatado. Menos aún a él. Yo sé que los
escritores son sensibles al que dirán. Yo lo estimo mucho. No hay para
qué destrozarlo más. Felizmente me han dicho que últimamente escribe
más suelto y que ha empezado a tomarle el gusto a estar soltero. Dicen
que se ha dejado crecer el pelo, se ha olvidado de sus trajes grises y
hasta cachetadas en el traste les da a las mujeres. Me cuesta creerlo.
Pero ojalá sea cierto. Ojalá. (O-ja-lá, en el sentido etimológico
wa-sa-Allah, que quiere decir: ¡y quiera Dios!) Pero, de todas
maneras, no lo comenten con él. Es mejor olvidar. Y ustedes estarán de
acuerdo conmigo que esto es lo más sensato. Porque seamos serios de
una vez: ¡Todo esto se los cuento con el convencimiento de que ustedes
morirán con el secreto!