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Los desaparecidos sociales: transitando con Salvatierra de Francisco Miranda

Por Patricia Espinosa

 


 

 

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Los desaparecidos sociales[1] son aquellos excluidos por la sociedad, los excluidos de siempre por un sistema de represión y despojo, porque se trata de invisibilizar al sujeto y quitarle existencia, volverlo un nadie, simple objeto de estadísticas mañosas que sirven para sustentar el discurso de lucha contra la superación de la pobreza, pero también excusas para el despliegue de la piedad asistencialista y del turismo social; aquellos que solo existen en el aparataje hegemónico como una cifra que tiene una infinita capacidad para disminuir sin extinguirse jamás, o como nota periodística televisiva falsamente sensibilizada por un otro en quien nunca se verá reflejada toda la injusticia del sistema, sino un problema de moralidad pública, simple ocasión para machacar con Los valores dominantes, el esfuerzo personal, el emprendimiento y toda esa retórica neoliberal utilizada para combatir los vicios supuestamente inherentes, consustanciales a la condición de pobre como el alcoholismo, la droga o la flojera. Hablar de desaparecidos sociales es hablar de sujetos que parecen no estar, porque la mirada burguesa pasa de largo o suprime aquello que barrunta su propio privilegio o se detiene en el paria con el fin de buscar en esa imagen degradada la autojustificación de su propia estandarización, de su fe ciega en el sistema, de su obediencia a toda prueba. ¿El desaparecido social podría aparecer, podría ser de alguna forma restituido? ¿Puede un relato combatir a la maquinaria de exclusión, hacer que se trabe su funcionamiento aniquilador? Durante muchos años la narrativa y el cine social alimentaron la idea que el mostrar, el hacer ver, estaba lleno de sentido, la novela o la película se integraban, encontraban un lugar en una crítica general al sistema de dominio; hasta las experiencias de vida más desesperanzadoras podían incluirse como parte de una argumentación proliberadora, revolucionaria a fin de cuentas. Mostrar, hacer ver, denunciar, pero también registrar la salida, el camino a seguir; el utopismo como escenario que daba significación en tanto inscribía a la obra en una temporalidad definida, con un antes degradado por el sistema de poder, con un presente donde ya se podían ver los signos de la decadencia del sistema de dominio y un futuro de liberación. ¿Dónde inscribir ahora al realismo social? ¿Cómo vestigio, como ruina, venerada, pero ruina al fin y al cabo? ¿En dónde puede afirmar su sentido el realismo social en una época pretendidamente post utópica?

Es en este contexto donde se instala Salvatierra, novela de Francisco Miranda. Un texto que nos habla de un desaparecido social y también de la Unidad Popular, el Golpe Militar y su política de exterminio, hasta llegar a la democracia neoliberal concertacionista. Treinta años cubre esta narración en torno a un país y a un individuo sometidos a dos procesos de destrucción desgajados de un mismo origen: el golpe militar.

Mario Alberto, el padre, Emilio, el hermano mayor y Elías, el más pequeño. Es este último quien oficia de narrador protagonista de la historia de su estirpe, un padre comunista y un hermano del MIR en el Chile pre dictatorial, que una vez ocurrido el golpe, operan en la clandestinidad ayudando a perseguidos. Es importante destacar que esta narración aborda un tipo de personaje mínimamente tratado en la literatura chilena. Me refiero al hippie, aquel sujeto desligado de los avatares políticos y que enarbola la ideología del abandono del mundo burgués, de sus comodidades y convenciones, que buscaba la paz y el amor. Elías deviene en hippie luego de rechazar el conservadurismo del mundo académico. El hippismo es uno más de los movimientos de rebeldía social destrozados por la dictadura y me refiero al hippismo barrial, al hipismo pobre, a ese que lo raparon los milicos en la cancha de la población en los allanamientos post golpe, no al hippismo de elite que siempre encontró un lugar donde instalarse. Elías es un hippie y el golpe militar materializado en la desaparición de su padre y hermano, lo deja en la más completa soledad. A partir de entonces su vida se transforma en la de un paria.

La novela trabaja con experticia la intimidad de un personaje que ha sido despojado de todo y al que solo le queda la pulsión de sobrevivencia en el anonimato de la calle. Así va mutando su imagen y su existencia. La pérdida del hogar y de su familia no implica que pese a todo ronde en su cabeza la esperanza de encontrar a su padre y hermano, quizás sea este afecto lo que logra mantenerlo en pie durante veinticinco años.

Francisco Miranda hace uso de una profunda mirada estética para describir las rutas por las que deambula el protagonista, sus tácticas para vivir en el anonimato porque la amenaza de ser descubierto por la represión dictatorial es en principio lo que motiva su escapada. Habitar la ciudad como un desaparecido social permite establecer un espejeo del personaje con los desaparecidos políticos. Es importante destacar que la historia chilena de los últimos cuarenta años está atravesada por los desparecidos, aquellos que el informe Rettig ni siquiera es capaz de nombrar, individuos que fueron exterminados, de los cuales solo queda una inicial o un nombre y una cédula de identidad en un archivo de la memoria. Elías se suma a la condición de desaparecido y aún cuando su adversario es en principio la dictadura, luego pasa a ser la democracia neoliberal. Porque para aquel que vive en la calle no hay cambio alguno sea cual sea la hegemonía que gobierne el país.

De tal modo el contexto en el que se mueve el personaje también transita. De la dictadura a la democracia de los acuerdos que radicaliza el neoliberalismo de los Chicago Boys, señala Elías mediante un discurso que unifica la filosofía con la crítica social. En su palabra hay un antes de drogas, amor, libertad y de construcción de un proyecto social popular que fue destruido y que hoy da lugar a una sociedad donde ha triunfado la corrupción política y el mercado operando como entidad destructora de lo que el discurso moderno llama el pueblo.

Estamos ante una producción literaria que reinstala la discusión en torno a la funcionalidad del arte, donde la literatura opera como territorio de confrontación de las discursividades residuales, porque da voz al anónimo representado por los que no tienen nombre y que contiene la belleza de lo que la sociedad oculta o excluye. Miranda reconfigura la escena de lo visible al dar lugar al anónimo, al que no tiene voz, por tanto es posible afirmar que en su propuesta el arte adquiere connotación crítica en tanto expone con dureza lo que no queremos ver: el proceso de derrota de una sociedad y de un individuo.

Y es precisamente de la derrota de lo que trata este libro, una derrota profunda, una derrota que es primero impuesta con sangre y que luego utiliza la seducción del consumismo para lograr la refundación neoliberal de Chile. ¿No es acaso el posmodernismo, lógica dominante en Chile desde los noventa, el mejor refugio, el mejor amparo ideológico para la derrota cultural? Ya no se puede negar que el posmodernismo ofreció y sigue ofreciendo el paraíso de la eliminación de la culpa, después de hacer desaparecer a los cuerpos había que hacer desaparecer a las ideas, pero eso era más difícil, así que mejor vaciarlas de sentido y decir que ya no era tiempo de utopías, para qué tensionarnos por un futuro, mejor vivir en el presente absoluto del consumo, de la banalidad, del espectáculo, de sus muñecas gigantes, sus triunfos deportivos, para que todo eso lograra ocultar, borrar, el que buena parte de los antidictatoriales, de los antiguos revolucionarios, se habían vendido, habían promovido el olvido, habían legitimado la desaparición. La vida nueva como dijo el poeta de palacio.

Pero aquí tenemos a Elías Salvatierra, el profeta, que no oculta su derrota, sino que la exhibe, casi orgulloso, porque narrar, novelar la derrota es una forma de resignificarla, de devolver esa experiencia al mundo, con lo cual la derrota es subvertida, mutada en fuerza transformadora. Elías, el bíblico, fue el primero en resucitar a un muerto y quizás todos estos relatos que se ubican a contramano de las lógicas dominantes, trabajando desde la memoria, sin ánimo alguno de ser cool, están marcando rutas que permitan cierta rearticulación del pensamiento crítico-literario, un pensamiento crítico que se ponga a la altura de la rabia.

Tras el vómito escritural queda aún la posibilidad de traer hacia el presente el concepto de emancipación y preguntarnos si ha llegado el tiempo de romper la invisibilidad en que vivimos, el silencio al que nos han condenado y torcer el curso de una historia y el destino de desaparecidos en que nos hemos convertido.

 

[1]- Moffat, Alfredo. “Los desaparecidos sociales”. Diario Pagina12 26/11/99.




 

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Los desaparecidos sociales: transitando con "Salvatierra" de Francisco Miranda.
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