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Crítica Literaria

Por Patricia Espinosa
Publicadas en Las Últimas Noticias, 22 de Septiembre al 27 de Octubre de 2017




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Monte Maravilla
Miguel Lafferte. Random House, 2017, 315 páginas.
LUN, 22 de Septiembre de 2017

Tanto en ésta como en su anterior novela, Miguel Lafferte intenta reconstituir el pasado del país. Sin embargo, hay una distancia insalvable entre Máquinas de escribir (2012), su obra debut, y Monte Maravilla, recién publicada. No sólo porque en esta última obra el protagonista apenas logra perfilarse, sino porque el relato resulta desestructurado, sin una orientación definida, plagado de redundancias y desvíos que entorpecen el ritmo y la fluidez.

Monte Maravilla está protagonizada por Pablo Alfaro, joven, soltero, de pocas amistades, sin pareja, que vive en un añoso departamento y dedica gran parte de sus días, por no decir las jornadas íntegras, a labores menores en una oficina donde se desempeña como abogado. A pesar de la gran extensión de la novela, no hay más datos que contribuyan a elaborar el perfil de Alfaro, lo cual debilita la propuesta general, ya que la historia descansa en sus hombros. Depende de Alfaro y de su sagacidad descifrar el puzzle en el que se verá inmerso. Pero al joven abogado claramente le faltan luces. Por tanto, la investigación se contaminará con su falta de capacidad analítica, asociativa o intuitiva. Es decir, carece de todo lo necesario para llevar adelante un thriller político-policial.

El caso policial es el siguiente: la oficina de Alfaro recibe como clientes a dos ex militares involucrados en la desaparición y fusilamiento de cuatro personas en 1976. Cuarenta años después, ambos implicados habrían recibido mensajes del tipo "tú me detuviste", "tú me trasladaste". Aldunate, el abogado jefe, encarga a Alfaro que investigue con extremo celo el origen de estas amenazas. Al poco andar, Alfaro dará con una arista inesperada que lo llevará a relacionarse con familiares de detenidos desaparecidos hasta llegar a Colonia Dignidad tras los pasos de la misteriosa figura de Carranza, una de las víctimas de los ex militares.

Las razones por las que el joven abogado se sumergirá en el caso de manera casi patológica, así como las motivaciones de su jefe para encargarle tal trabajo, jamás quedan claras. Estos dos hechos, radicales en un relato policial, porque gatillan la acción, la incertidumbre y sustentan el proceso, son pasados por alto, constituyéndose en dos errores inaceptables en un género que debe funcionar de manera precisa.

A lo anterior hay que sumar un enorme desbarajuste formal. En principio, los dos primeros capítulos están repletos de desvíos y elementos sobrantes que entorpecen la columna vertebral, el hecho policial. Por lo mismo, la novela no avanza, el protagonista se mantiene en un permanente estado cero, inmovilizado, al extremo de que en la mitad de la novela aún no logra dilucidar nada de lo que se ha propuesto, sólo se sienta a esperar que algo pase. Así, el libro acumula páginas y páginas mientras la anécdota agoniza. Ni siquiera la presencia de personajes secundarios lo salva de ese verdadero estado de coma en que tiende a caer. Tan chiclosa se vuelve la historia que hasta en el penúltimo capítulo, y por tercera o cuarta vez, el protagonista debe recurrir a resumir los hechos.

Lafferte suma y suma errores de aficionado y, lo que es peor, muestra cierta frialdad o distancia con un tema tan trascendental como la violación de derechos humanos en nuestro país. Es cierto que redacta con fluidez, pero eso no es suficiente para llevar a buen término un volumen que tiene demasiadas páginas de relleno y poca preocupación por lo fundamental.

 

 

 

El otoño de las ansias
Alejandro Rozas. Los Perros Románticos, 2017, 175 páginas.
LUN, 29 de Septiembre de 2017

No sólo el título y la portada de esta novela son cursis; por desgracia, también lo es la narración completa. Pero el asunto no se queda ahi, ya que el asunto contiene además una buena dosis de fanatismo. Se trata de una narración cercana a la fábula, explícita, en la que transmite un testimonio altamente emotivo y exaltado sobre cómo alejarse del mal y alcanzar la buena vida. Ay.

El volumen se concentra en un mes de la vida de Rodrigo Tapia, quien tiene algo más de treinta años, es un publicista cesante y está casado con Ofelia. La esposa se quedó en un interesante proyecto de personaje y apenas funciona como un símbolo que marca el devenir decadente de Tapia, al que conocemos en plena etapa depresiva y tratando de escribir una novela. Su falta de pragmatismo, el distanciamiento ante todo aquello que lo rodea y la intolerancia al fracaso hacen que su vida vaya de mal en peor. Para colmo, todo lo desborda, lo complica, lo tensiona y lo lleva al dolor. Tanto así, que en variadas ocasiones llora frenéticamente y sin justificación aparente.

Pese a todo esto, hay cierta riqueza en un protagonista debilitado, humanizado por sus flaquezas, víctima pero también verdugo, pues trata a su mujer con una implacable displicencia. Tapia, en tal sentido, concentra rasgos que han sido exclusivamente asociados a las mujeres. Esto incide en la conformación de un conflicto que el personaje vive en secreto, que no alcanza a definir, pero que implica la pérdida del sentido ante una realidad que excede sus expectativas.

El relato establece un contrapunto entre lo que vive Tapia y lo que experimenta su personaje novelesco o alter ego, R, un adolescente de los 90. Ambos se cruzan, ya que R es el anticipo de Tapia y, aunque reproduce su personalidad, no prefigura un futuro estilo de vida estandarizada, tal como la que tiene actualmente el publicista cesante, que ve en ser escritor su única salida. Sin embargo, esta posible solución será transitoria, porque poco a poco irá confirmando la urgencia de privilegiar los valores familiares para dar sentido a su vida y su destino, que es llegar a ser un hombre cabal.

El trayecto de Rodrigo Tapia, que lucha consigo mismo y el mundo implacable, se ve interrumpido por la novela que escribe, la cual, aunque cueste creerlo, es aun más precaria y más deficiente que la propia narración sobre Tapia. Alejandro Rozas, el autor de este libro, tiene la tendencia a la escena sensiblera, abusando con la descarga emotiva cuyo clímax llega con el nacimiento del hijo del protagonista. Entonces Tapia, en un arrebato casi místico, señala este tipo de cosas. "La vida viene bajando, en forma de magma ardiente, a punto de atravesar la vagina universal", "Estos brazos jamás tuvieron un sentido como el de ahora", "Ese algo que me rebalsa y me sobrepasa cuando miro sus ojos" (al sostener al retoño).

Un punto aparte merece lo mejor de este libro. Se trata de los pequeños segmentos en que Rozas se concentra en la vida diaria de Tapia, cuando surge no sólo otro punto de vista, sino un estilo de escritura íntimo, árido, sin exageraciones descriptivas ni énfasis obvios sobre lo que el autor quiere demostrar. Es en ese momento, sin artificios, cuando consigue modelar vidas rutinarias, enclaustradas en lo doméstico, con un lenguaje automatizado, muy correcto y, por lo mismo, violento.

 

 

 

Jeidi
Isabel M. Bustos. Libros del Laurel, 2017, 159 páginas.
LUN, 13 de Octubre de 2017

La constante presencia de protagonistas infantiles en novelas para adultos insiste no sólo en una concepción de la niñez basada en la magia y la ingenuidad, sino también en la legitimidad del sometimiento y la capacidad de reconciliarse sin rencores hasta con el peor de los enemigos.

Esta reiteración de relatos capaces de filtrar hasta los hechos más terribles para que no afecten la frágil sensibilidad del buen lector privilegia un modelo de vida donde lo civilizado pasa por mantenerse dentro de los márgenes, eliminando todo conflicto y posibilidad de emancipación. Despolitizar es la orden.

Jeidi, de Isabel M. Bustos, se inscribe en esta categoría de novela. Año 1986: Angela Muñoz, también llamada Jeidi, tiene once años y vive con su abuelo en Villa Prat, un villorrio aislado de la modernidad, donde el pensamiento mágico campea. Su madre murió al nacer ella y el padre la abandonó, así es que el abuelo alcohólico se vio obligado a criar a la niña. Jeidi va al colegio y se dedica a las labores de la casa, es retraída y sólo tiene dos amigos, el tímido Ariel y la parlanchina Vicki.

La lejanía del poblado respecto de la urbe será razón suficiente para que sus habitantes confundan lo mágico con lo real. Esto podría resultar ciertamente pintoresco, si es que no se tratara del caso de una niña de once años embarazada. La gran particularidad de la protagonista son sus diálogos con Dios y la Virgen María, materializados en un calcetín y en retazos de telas. A través de un mensaje divino, emitido por los trapos, Jeidi se entera de que, aunque no le ha llegado la regla, se encuentra esperando un hijo cuyo padre es Dios. Este hecho se expande con rapidez por la comunidad, que se emociona y hasta comienza a sacar provecho económico con los innumerables peregrinos que acuden a visitar a la niña santa.

Para generar el efecto naif adecuado, el libro realiza múltiples clausuras. Una de las fundamentales es el bloqueo de cualquier resonancia o indicio de aquello que sucede fuera del pueblo. Quitar espesor al contexto global evita, por ejemplo, que aparezca la dictadura. La novela, además, se esfuerza por detener la posibilidad de una interpretación que dé lugar al incesto, el abuso infantil o la locura en la niña, remarcando la presencia de lo sobrenatural y el tono divertido.

Bustos se sirve de la figura del huaso sumiso, ingenuo y chispeante, propio de estampas criollistas y de rutinas humorísticas, para construir una narración fabulesca, carente de ritmo y relevancia poética. Además, la autora se la juega por expansiones inútiles que van anulando el conflicto de base. Entre los sobrantes está el énfasis en las "chistosas" costumbres populares —como bautizar Güindsurf a uno de sus habitantes—, la presencia de un cura gringo, la visita del padre de Jeidi, las idas y venidas al hospital regional y la referencia decorativa a la sexualidad de Vicki.

Jeidi prueba que la infantilización del punto de vista y la desdramatización forzada ya se han convertido en recetas narrativas agotadas, que sólo pueden tener validez en tanto expresiones de blanqueamiento de los horrores del pasado. Este libro subestima al lector, rebaja el mundo popular al nivel de lo incivilizado y reduce el pensamiento mágico a vaciedad intelectual.

 

 

 

Sepulcros de vaqueros
Roberto Bolaño. Alfaguara 2017,196 páginas.
LUN, 20 de Octubre de 2017

En una nota introductoria, la viuda de Roberto Bolaño informa sobre el origen de los textos que conforman este volumen. Según ella, está constituido por un relato y dos narraciones. "Patria", calificado como un "borrador", habría sido escrito, conforme al uso de la máquina eléctrica, entre 1993 y 1995; "Sepulcros de vaqueros", que se encontraría "completo", se ubicaría entre 1995 y 1998, cuando "Bolaño comenzó a utilizar ordenador"; y "Comedia del honor de Francia", también "completo", habría sido elaborado el año 2002, de acuerdo a una nota manuscrita del autor, en una carta cuyo matasellos incluye la fecha señalada.

Todo este material fue encontrado en el Archivo Bolaño, que se custodia en el domicilio familiar del autor. Los datos entregados son vagos y faltos de rigor, no se explica la distinción entre relato y narración, tampoco quién realizó la selección definitiva, por qué se juntan estos trabajos en un solo volumen y, por sobre todo, qué significa esa contraposición absurda entre "borrador" y "completo", como si fueran términos excluyentes.

Lo que sí queda claro es que Bolaño decidió no publicar estos textos sino integrarlos de manera fragmentaria en su obra mayor, elaborada increíblemente en paralelo al presente "libro". Así, desde el interior más oscuro de la carnicería editorial surge este libro con materiales sobrantes, donde el apetito comercial ha arrasado con todo a su paso. Lo anterior ha significado masacrar sin asco el rigor de Bolaño, específicamente una de sus mayores obsesiones: la estructura narrativa. Por lo mismo, armar y articular el volumen es una función usurpada por un aparato comercial que opera con una liviandad tan extrema como la del prologuista. Juan Antonio Masoliver muestra una incompetencia de grado superior, ya que claudica de la forma más vergonzosa no sólo al desdecirse de sus lecturas anteriores, sino al señalar que "no tiene sentido tratar de distinguir si estamos ante tres partes independientes o ante la unidad propia de una novela", eludiendo el injustificado pegoteo que da forma al libro.

Los tres segmentos de este engendro se ciñen a lo que puede denominarse biografía de artista, que tiene como protagonista a un joven poeta, en algunos casos llamado Belano, Arturo o Diodoro. "Patria" y "Sepulcros de vaqueros" tienen como centro el golpe militar chileno, narrado en clave alegórica, todo muy ingenuo, simbólicamente débil y cargado de imágenes precarias. El segmento final, "Comedia del horror de Francia", transita hacia el surrealismo pleno y cursi, a través de una experiencia al borde de lo paranormal, que vincula al joven protagonista con el pretencioso líder del surrealismo. A pesar de sus deficiencias estilísticas, redundancias y clichés, esta narración es la única que alcanza a destacar.

Sepulcros de vaqueros exhibe los desaciertos propios de una escritura primaria, o incluso de un bosquejo, miserias que por lo mismo el propio creador decidió no publicar. Sabemos que al fin y al cabo ningún pasado es noble si de trabajo literario se trata; que la escritura se produce, la mayor parte de las veces, desde el fracaso. En el caso de cualquier gran escritor, dar a conocer sus textos iniciales podría ser una labor legítima, pero debería hacerse con rigor e inteligencia, no de la forma chapucera en que se ha hecho en esta oportunidad. A todas luces, el gesto mayor tras esta publicación es el afán de vender y exprimirle a Bolaño hasta la última gota de prestigio.

 

 

 

El reparto del olvido
Juan Ignacio Colil. Lom, 2017, 141 páginas.
LUN, 27 de Octubre de 2017

Dejar que el tiempo transcurra con calma parece, de buenas a primeras, inadecuado para una narración policial. Sin embargo, Juan Ignacio Colil lo hace y con acierto en su reciente novela, donde no sólo los personajes se toman las cosas sin apuro, sino que la acción resulta subordinada a la templanza.

Ciro es el nombre del protagonista. Un detective privado. Vive solo en un pequeño departamento, es heterosexual, se gana unos pesos extras paseando perros de raza y tiene sólo un amigo, Trevor Ortiz, un rudo detective de la brigada de homicidios, que le ayuda a la resolución de los casos menores.

El reparto del olvido tiene, de tal modo, un protagonista atípico, en tanto común y corriente, sin fanatismos, agudeza, ironía, lecturas, ni menos arrojo. Aunque parezca extraño, el que sea un protagonista poco habitual y del que no sabemos muchas cosas no incomoda, porque su forma de actuar es lo relevante. Ciro es el mediador, el que incita y pone en movimiento a su coprotagonista. Este personaje es Darío Ponce, que en rigor es un personaje secundario, pero que se vuelve figura imprescindible de la novela. Ponce, un anciano aficionado a la poesía chilena que colecciona una antigua revista de sucesos insólitos, necesita ubicar a una mujer llamada Fresia Briones, periodista de la revista, a quien no ve hace cerca de treinta años.

A regañadientes, por la pobreza de datos, Ciro comenzará a rastrear a la mujer y a configurar la misteriosa figura de Ponce. El anciano se atribuye responsabilidad en la muerte de un amigo de su infancia, hecho que permite el cruce entre la memoria individual, la memoria colectiva y la historia del país. Las razones del remordimiento que siente lo van convirtiendo, poco a poco, en el elemento que le entrega toda la profundidad a este policial que se la juega por algunas controladas experimentaciones.

Cada uno de los seis capítulos que conforman esta novela reitera un esquema tripartito: se abre, al modo de marco, con el relato centrado en Ciro y Ponce; le sigue, una breve crónica sobre un suceso raro —como el caso del políglota, del provinciano abducido o los niños salvajes— publicada en la vieja revista coleccionada por Ponce. A continuación, cerrando el capítulo, viene un segmento numerado, con rasgos de relativa autonomía, que se titula "Desde el otro lado", donde una anciana recluida en un hospital o asilo —¿Fresia Briones?— dialoga sobre su condición con enigmáticos visitantes. Sus monólogos, la atmósfera, las conversaciones breves, aparecen diluidos intencionadamente en sus marcas temporales, causalidad, destino y en sus vínculos con Ciro.

Esta conformación le permite a Colil desplegar variaciones de estilo que le restan cualquier rigidez al libro y mezclar con acierto el relato breve y la novela; surge, además, una segunda combinación: la prosa comprimida, de raigambre literaria, y un registro de escritura periodística. Nada sobra en esta pequeña maquinaria narrativa, donde el autor muestra ductilidad y oficio en el planteamiento de una historia macabra.

Colil ha elaborado un policial que traspasa lo clásico, ya que sus máximos objetivos son la reconfiguración de la memoria individual y atenuar la compleja culpa de su protagonista. Las mutaciones estructurales y de estilo escritural resultan tan novedosas como su desenlace sin urgencias, calmo, pero lleno de aperturas, que prefiguran, esperemos que así sea, un próximo volumen o próxima temporada, como se acostumbra en los exitosos policiales de televisión.



 

 

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