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Crítica Literaria 

Por Patricia Espinosa 
Publicado en Las Últimas Noticias. 28 de Agosto al 2 de octubre de 2015


 


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La regla de los nueve
Paula Ilabaca. Emecé 2015, 143 páginas.
LUN, 28 de agosto de 2015

El descalce entre seis voces y cinco personajes es una decisión rotunda y fundamental en este libro que juega con el lector y al mismo tiempo con los protagonismos de manera encubierta y efectiva. La regla de los nueve es una novela oscura, apasionada y tristísima donde se conjugan elementos del relato amoroso y el policial de un modo tan sutil como espeluznante.

La estrategia narrativa se sustenta en la entrega paulatina de información respecto a Gabriel. En dieciocho breves capítulos, se alternan distintas voces que van reconstruyendo la historia de este joven estudiante de geología y también, secretamente, poeta. Así aparece Gloria, madre del muchacho, entrevistada por Cuevas, subcomisario de Investigaciones, encargado de pesquisar un terrible suceso protagonizado por Gabriel. Consumida por sus miedos y carencias afectivas y con una distante y particular relación maternal, la mujer destaca en su hijo el gusto por la lectura, ciertas costumbres oscuras y el placer por el fuego.

Luego nos encontramos con el relato del propio Gabriel, un diario de vida, enmarcado por dos capítulos en formato carta, firmados por Edith, su novia poeta. Aquí resaltan el turbulento vínculo entre ambos, los juegos sexuales violentos y el pequeño, triste y entusiasta mundo poético de una facultad universitaria en los noventa. También accedemos a la relación de Gabriel y su madre, descrita por el hijo como un ser indiferente y ensimismado.

Ocho de los nueve segmentos que cierran el libro están narrados por Cuevas y, principalmente por Leiva, una joven policía, disciplinada, vivaz y analítica, además de fiel a las enseñanzas adquiridas en la escuela policial; su celo profesional se exacerba cuando comienza a conocer la intimidad de Gabriel, quien pasa a ser más que una víctima.

El capítulo que cierra el volumen asume la perspectiva de una voz omnisciente que en apariencia viene a perturbar el estilo coral que la novela ha desarrollado. Esta voz describe cada uno de los movimientos realizados por Gabriel antes y durante el hecho policial que protagoniza. Confirmando la versión del detective Cuevas, desde una tonalidad de informe policial, la reconstitución de los hechos expone las causas que motivaron el proceder de la víctima.

Leiva tiene una hipótesis contraria a la de su superior, postura que se afirma en el hecho de ser la única persona que cuenta con acceso al diario de vida del muchacho. Se puede sospechar que estamos ante una estrategia literaria orientada a ocultar al supranarrador del texto, la propia detective. Ella sería, en última instancia, la organizadora final del conjunto de voces que conforman el libro. El contraste de las versiones deja entrever cómo la mirada oficial apenas pudo rozar la superficie de los hechos.

Ilabaca ha elaborado una novela verosímil en sus hablas, cercanas incluso a lo coloquial, donde la lírica está siempre presente. El modo pausado, contenido, que domina al relato permite ingresar en la intimidad de sus personajes, torturados por la soledad y el desamor. Sin embargo, la clave policial que se toma el libro, con la detective Leiva como protagonista, conforma un orden mayor. La criminalística, el proceso de reflexión de la detective, el apremio masculino constante que experimenta, además de su empatía con el mal, son expuestos desde una inquietante y bien lograda perspectiva narrativa.

El sadismo, la muerte, el crimen, el deseo constituyen zonas que Paula Ilabaca debiera continuar explorando, porque es allí donde consigue sus mejores momentos. La regla de los nueve es una novela profunda y enigmática, ciertamente un aporte a la narrativa chilena.

 

 


No hay que mirar a los muertos

Mauricio Electorat, Tajamar, 2015, 151 páginas.
LUN, 4 de septiembre de 2015

A partir del año dos mil, comienza a surgir en Chile, un pequeño cuerpo de narrativas en torno a la memoria de los hijos de quienes militaron en movimientos de izquierda y que debieron partir al exilio siguiendo a sus padres. Esta línea narrativa, que con bastante calma se ha ido levantando, instala protagonistas acosados por las dramáticas opciones de sus padres y el cuestionamiento histórico al país. Es aquí donde se inscribe la más reciente publicación de Mauricio Electorat.

No hay que mirar a los muertos es un verso del poeta Armando Rubio y es el título de esta novela sobre el desarraigo y particularmente la muerte, donde Electorat abandona su recargado y empalagoso estilo, optando por una prosa ligera y una disposición fragmentaria. El autor, además, reitera algunos motivos constantes de su narrativa, como las relaciones filiales, el tránsito permanente entre Chile-Francia, la traición y la lealtad.

La historia se centra en Milan Petrovic, chileno-croata, quien a sus cincuenta años, expone diversos momentos de su vida, atrapada siempre en la crisis. Petrovic es un escritor de novelas policiales de poco valor literario que ha vivido la mayor parte del tiempo en Francia, lugar donde se exilia su familia durante la dictadura militar. El personaje es presentado como un buscavidas, enamoradizo y con enormes conflictos emocionales que siempre intenta ocultar. La narración, sin embargo, poco y nada entrega sobre la intimidad del personaje. Es decir, no consigue ingresar en sus conflictos, sino que opta por la anécdota fácil, bastante cercana al chiste, dominada por el estandarizado relato del chileno patiperro.

Los últimos días de su padre, que padece de una grave enfermedad, motivan el regreso de Petrovic a Chile. A pesar del rechazo que le genera el país, se reencuentra con sus barrios de infancia y con sus hermanos. Sin mayor elaboración de caracteres, surge Vladimir, un abogado triunfador, y María, una sofisticada prostituta. Ambos personajes carecen de matices y su mirada del conflicto, cualquiera que éste sea, está siempre dominada por la indiferencia.

El reencuentro con el patriarca es, sin dudas, el hecho más relevante que experimenta Milan. Las escenas donde el padre agoniza mientras bebe alcohol junto a su hijo son los momentos más intensos y de mejor facturación del libro. El padre es un viejo cazurro, que en sus últimos días pide ayuda a su extravagante e irresponsable hijo escritor, para que acabe de una vez por todas con su fastidiosa vida de enfermo terminal.

Los vaivenes de Petrovic carecen de reflexividad; su fachada de hombre rudo que mira todo con desparpajo y distancia, choca con su infructuoso y epidérmico discurso. El personaje suele concentrarse en describir hechos dramáticos que se desperfilan a medida que avanza su narración, debido a la presencia de un tono jocoso que lanza por la borda toda intención dramática y, por ende, lo único pasable en la novela.

Es cierto que el autor, en términos globales, ha logrado aligerar su prosa y la estructura; sin embargo, en esta pasada, el cambio ha implicado la pérdida de peso narrativo. El volumen sufre de una indecisión fatal entre la tragedia y la comedia, de aquellas en donde cunden las situaciones cruzadas y equivocaciones. Para colmo, los actos del personaje central terminan asociados a su condición de loco. Al final, cual escritor primerizo, Electorat acude a un recurso vergonzosamente facilista, dejando poco por rescatar de esta novela malograda.

 

 


Los tambores de Doménico Modugno
Luis Seguel Vorpahl. Mago, 2015, 81 páginas.
LUN, 11 de septiembre de 2015

Esta es la tercera producción de Luis Seguel, sureño radicado en Arica, quien ha mostrado como constante en su narrativa la preocupación por la intimidad de sus personajes y los conflictos emocionales. En esta oportunidad, sin embargo, amplía su registro, proponiendo una discusión en torno a las catastróficas condiciones en que se encuentra una parte de la ciudad de Arica. Los tambores de Doménico Modugno es una novela sobre un territorio infernal y el proceso de destrucción paulatina que experimentan sus habitantes, convertidos en despojos de un orden social.

En una población conformada por casas miserables otorgadas por el Estado, sus habitantes padecen día a día las consecuencias de una contaminación brutal, convirtiéndolos en condenados a muerte sin esperanza alguna. Este tipo de narrativa social, expresada con crudeza, tiene actualmente muy pocos cultores. En poesía, JoséÁngel Cuevas parece estar quedándose cada vez más solo, mientras en narrativa Francisco Miranda, Ramón Díaz Eterovic y Diamela Eltit han hecho de la crítica a los poderes, la violencia y la marginación de grandes grupos de la sociedad un eje de sus poéticas. Seguel viene a sumarse a este grupo que insiste en visibilizar los dramas del mundo popular, sometido a una suerte de implacable plan de destrucción.

Un hecho trascendental abre la novela: el accidente de Parrita. Se trata de un suceso trivial, pero central para el volumen. El personaje cae entre dos muros que inmovilizan su cuerpo. Parrita, el borrachito y pastabasero del barrio, cuya canción favorita es una de Doménico Modugno, es un hombre amable y dispuesto a brindar ayuda, cercano desde su infancia al narrador. Será precisamente el narrador quien lo acompañe en este trance, a la espera de auxilio, mientras recuerda su pasado.

Simbólicamente, ambos personajes resumen el dolor de una generación de pobres que fueron niños en la posdictadura noventera y que por su condición de clase han visto traicionadas todas sus expectativas. Tanto el narrador como cada uno de los habitantes de la población están sometidos a un deterioro físico que le anuncia la muerte en cada acto cotidiano. Los personajes son, en realidad, muertos en vida, zombis, que cuando fallecen sólo confirman el ingreso a un escalafón más de la degradación a la que han estado sometidos desde siempre.

El libro despliega una constante crítica a un sistema capaz de generar una biopolítica que naturaliza la muerte de las víctimas y que, además, ha logrado suprimir la rabia y toda resistencia. Únicamente las ancianas aprovechan las esporádicas visitas de los enviados del gobierno para encararlos. Sus hijos, la generación siguiente, no luchan ni responsabilizan: sólo aguantan mientras sus cuerpos, cada vez más enfermos, dejan de ser útiles para el trabajo, la reproducción y el sexo.

Los tambores de Doménico Modugno es un volumen que se interna con efectividad en la derrota y la desesperanza de un conjunto de seres condenados. El contrapunto entre la emotividad y la crítica permite a Luis Seguel elaborar una mirada corrosiva que renueva la relación entre literatura y denuncia, entre novela y desenmascaramiento de la injusticia social.

 

 


Albinoni
Alejandro Cabrera. Panal, 2015, 48 páginas.
LUN, 25 de septiembre de 2015

Alejandro Cabrera no tuvo reparos en participar en un original concurso organizado por el centro cultural Estudio Panal. El certamen consistió en escribir una novela durante veinticuatro horas, labor que se realizó en las dependencias de Panal. Hubo ciento veinte postulantes y el ganador fue Albinoni, de Cabrera.

Se trata de una novela breve, comprimida en su lenguaje y en el modo de configurar la anécdota. A través de catorce pequeños capítulos, la narración despliega un realismo onírico, donde no hay explicaciones, origen ni reflexiones, sino un suceder de hechos peculiares y brumosos en su simbología, que son asumidos sin cuestionamiento alguno.

La secuencia de pequeñas escenas es narrada por una voz impersonal, informativa y otra voz de carácter personal, testimonial. Esta última corresponde a la voz de la profesora, protagonista de la narración, una mujer de edad difusa, cuyo objetivo central es acabar con su vida.

Deambulando en busca de un sitio donde ahorcarse, la mujer da con una casa donde se vende ripio, arena y gravilla, en medio de un peladero. Allí habitan tres hermanos: Miguel, de veinticinco años; César, de siete; y Rodrigo –o Albinoni–, el del medio, de dieciocho, que tiene la particularidad de ser albino. El hermano mayor planea filmar una película y cree que la mujer llega a su casa a participar de un casting. Ella sigue el equívoco y queda contratada como protagonista del filme; el otro personaje será representado por Rodrigo, y el filme será sobre el incesto entre una madre y su hijo.

El contexto en que se inserta la protagonista es oscuro, decadente y triste. Los hermanos conforman un trío de seres desolados y maltratados por una historia de desafectos que sólo se insinúa. A pesar de todo, conforman una familia donde hay preocupación, en particular por el hermano menor, César, que usa un aparato que le expande el paladar para evitar que le extraigan piezas dentales y que opera mediante un tornillo que se gira diariamente hasta lograr la amplitud ideal de su cavidad bucal.

El volumen juega con los límites de la monstruosidad y los atavismos, particularmente los sexuales. A pesar de la descripción literal de las acciones, esencial para el porno, hay delicadeza en la aproximación a los cuerpos de ambos personajes principales. Para Rodrigo y la profesora, el acto sexual no es más que una coreografía, una sintaxis desprovista de sentido.

La mujer y el trío de hermanos conforman un conjunto de seres atrapados por la desolación, la melancolía y, en última instancia, su condición de parias. Cabrera consigue hacernos parte de la turbiedad, pero principalmente de la tristeza, que embarga a cada uno de estos personajes sometidos a una temporalidad terminal.

El libro establece una competencia entre ficción y realidad, donde la ficción parece ganar la partida. La mujer es parte esencial de este giro metaliterario, pues se convierte en la autora y protagonista de una narrativa propia, que reelabora la ficción que sustenta el filme. Albinoni es una novela de breves y precisos encuadres líricos, donde la austeridad de la prosa y la mesura formal consiguen retratar una escena sugerente e intensa.

 

 


La leva
Larissa Contreras. Ceibo, 2015, 152 páginas.
LUN, 2 de octubre de 2015

Es esta una novela centrada en afectos enfermizos que perturban la monotonía cotidiana y arrastran a los personajes a una atmósfera de pesadumbre y turbación. La autora ensucia y endurece la prosa de modo progresivo, acudiendo a imágenes que convocan el dolor y la catástrofe.

A través de cuatro capítulos, que Larissa Contreras denomina “tramos”, aludiendo al recorrido que realizan sus personajes, surge una historia que cubre los años finales de la dictadura y gran parte del nuevo periodo que vive el país. Este marco epocal repercute de manera directa en los sucesos narrados, ya que impone violencia y limita los objetivos de los personajes al ámbito individual. Santiago, el protagonista, y Graciela fueron una pareja de adolescentes enamorados en el tiempo dictatorial. La descripción de todos los clichés que sostienen el hecho de estar enamorados resulta sorteada con facilidad por la novela; más aun, lo que podría denominarse equilibrio o paz familiar dura bastante poco, ya que el pequeño hijo de Santiago y Graciela muere tras una breve enfermedad. Santiago abandona su lucha contra la dictadura y se dedica a dirigir la empresa de taxis de su padre, y Graciela se entrega al dolor y a la religión como vía de escape.

La pareja se distancia y el sufrimiento se vuelve imparable. Ambos personajes, sin embargo, viven su dolor de modo particular. La novela plantea una diferencia radical de géneros: lo femenino y lo masculino constituyen dos modos absolutamente divergentes de ser, decir, hacer y sentir. Este universo de contrastes es inserto en las prácticas de sobrevivencia que ejecutan Santiago y Graciela; cada una de sus acciones se desliga de un discurso tendiente a jerarquizar con juicios valóricos quién actúa mejor y procura demostrar, al modo de una performance, las disonancias y puntos de cruce entre él y ella.

Contreras posee gran talento para construir perfiles, y por lo mismo acierta al configurar las particulares marcas identitarias de sus personajes. Santiago maneja un taxi, Graciela es vendedora en un centro comercial y Natasha es la operadora telefónica de la agencia de taxis. El nexo entre los tres es Santiago, un tipo que vive al día y se relaciona ambiguamente con ambas mujeres. Aunque Graciela y Natasha no logran desvincularse del hombre ni de su condición de madres, sí consiguen mantenerse expectantes ante lo que surge.

El discurso de Santiago y el de Graciela resultan impecables; ambos consiguen establecer un contrapunto amoroso perverso, donde no cabe la lógica y la ruina convive con el goce. Cada vez que emergen sus voces, se instala un estado de alteración vigoroso que sobrecoge. Por lo mismo, un capítulo dedicado íntegramente a Natasha constituye un abuso: sus anécdotas sobre el mundo de los actores saturan la historia y desvían el foco climático, incluso restando profundidad dramática al personaje.

Larissa Contreras construye un volumen con grandes momentos en torno a la violencia y la perversión familiar, de enamorados, pero los errores en la estructura narrativa desnivelan el conjunto. Hacia el final, por desgracia, la funcionalidad de Santiago es deslizada hacia lo simbólico. Este personaje fue abordado desde su materialidad, su pragmatismo y su locura terrestre, y ahora, al cierre del libro, es inscrito en una figuración fantástica.

La leva es un libro claramente desnivelado, lo cual no implica que al mismo tiempo sea una muy interesante propuesta.



 

 


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"La regla de los nueve", Paula Ilabaca; "No hay que mirar a los muertos", Mauricio Electorat; "Los tambores de Doménico Modugno", de Luis Seguel Vorpahl; "Albinoni", Alejandro Cabrera; "La leva", de Larissa Contreras.
Por Patricia Espinosa
Publicadas en Las Ültimas Noticias, desde el 28 de agosto al 2 de octubre de 2015