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El diablo en Punitaqui, de José Miguel Martínez.
Tajamar, 2013, 146 páginas.

Por Patricia Espinosa
Las Últimas Noticias, 13 de Diciembre de 2013



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Una interesante y larvada unidad posee esta docena de relatos en torno al hecho concreto de asesinar, ya sea por encargo o por mero deber personal, dando lugar a una exploración en un tipo de sadismo que necesita ostentarse y apostar siempre a ganador. El volumen tiene méritos suficientes para destacar tanto por su estructura como por su inmersión en un controlado realismo sucio, con atisbos de lenguaje visual.

Ocho de las narraciones tienen como protagonista al Gordo Granola y son, definitivamente, lo mejor del conjunto: una apariencia común que oculta a un sicópata de pocas palabras, autoritario e inmune a cualquier sentimiento o rogativa de clemencia. El Gordo, principal punto de unión entre los distintos textos, es un ubicuo personaje que se mueve por Bolivia, Santiago y el norte o el sur chilenos, desempeñándose como asesino a sueldo y traficante. Este espécimen parece poseer una naturaleza maligna que detona toda su crueldad a la menor provocación; es un desequilibrado al que jamás accederemos en términos sicológicos ni autobiográficos, sino sólo a través de sus acciones y secos enunciados.

Configurado a partir de trazos gruesos, el Gordo Granola es una entidad atractiva y extrañamente impredecible, ya sea cuando opera como protagonista o cuando aparece camuflado como personaje secundario o bajo otra identidad, como sucede en “El diablo en Punitaqui”, una de las mejores historias del libro en cuanto al modo de construcción de una escena desolada y al enfrentamiento de un criminal y un policía atrapados en un extraño formato de amistad. El encubrimiento de Granola también aparece en el relato “Sacarle la chucha al Sr. Cavagnaro”, en el que un niño, para redimir a su pusilánime padre, se inmiscuye en un hecho de violencia con un vecino.

Pero la violencia no se limita a Granola; por el contrario, no hay un solo personaje que se escape de ser un maldito, como tampoco es posible redención alguna. La violencia no es sometida a un régimen de causalidad identificable; parece surgir de todas partes y en toda circunstancia. En este sentido, la idea central que ronda el volumen es la naturaleza violenta de los seres humanos y su reducción a meros cuerpos en espera de convertirse en cadáveres. Son frecuentes en estas páginas escenas de estilo gore, donde proliferan –además del chorreo de sangre– alaridos de los personajes, desprovistos de su condición de víctimas por la negación de cualquier profundización sicológica.

En El diablo en Punitaqui se evita ahondar en el miedo, la angustia y el horror de quien es sometido al martirio. Vaciados de un habla propia, de un discurso emocional, todos los personajes de estas narraciones poseen un grado de perversidad que los convierte en material perfecto para que sean ajusticiados o entregados a un depredador inmune al dolor, que naturaliza la ejecución y ritualiza la violencia extrema. Más allá de un par de relatos desnivelados que rompen la homogeneidad y del abuso del “yo” de los protagonistas, estamos ante un libro que bien podría leerse como una novela fragmentada que Martínez podría convertir en una interesante línea de investigación sobre la repugnante figura del torturador y su constante presencia en el territorio nacional.



 

 

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El diablo en Punitaqui, de José Miguel Martínez.
Tajamar, 2013, 146 páginas.
Por Patricia Espinosa
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