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Crítica Literaria
Por Patricia Espinosa
Publicado en Las Últimas Noticias. 19 de junio al 17 de julio de 2015
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Contigo en la distancia
Carla Guelfenbein Alfaguara, 2015, 351 páginas.
LUN, 19 de junio de 2015
Al modo de esas premiaciones que se hacen a fin de año en el club deportivo o en la oficina, pero con muchos dólares y publicidad, la editorial Alfaguara galardonó Contigo en la distancia, de Carla Guelfenbein, una autora de ese mismo sello, con el Premio Alfaguara de Novela 2015. Sin embargo, quien realmente debería ganarse un premio es quien logre llegar al final de esta obra. Son 351 páginas, aunque pareciera que fueran el doble o incluso el triple. Esta inflación escritural está en directa concordancia con la tendencia dilatoria de la novela, con su capacidad para ampliar en exceso toda trivialidad. Pero, bueno, esto es, en definitiva, la esencia del estilo de Guelfenbein, quien sólo puede escribir desde lo insustancial y hacia lo insustancial.
A pesar del romanticismo reinante en su narrativa, esta escritora jamás ha logrado construir un melodrama o relato sentimental de gran realce. Sus libros se caracterizan por la simpleza estructural, la maqueteada configuración de personajes y los conflictos vergonzosamente cursis, donde el amor de pareja es y será lo único que le da sentido a la vida. Por lo mismo, cada personaje en crisis sólo alcanza la gloria cuando experimenta un amor desorbitado.
La novela transcurre durante el proceso de coma que experimenta una prestigiosa y adinerada escritora chilena de origen judío. Vera Sigall es una mujer mayor, vive sola y cae por las escaleras de su hermosa casa. Casualmente la encuentra David, su vecino y amigo íntimo, encargado de trasladarla a una estilosa clínica. Posteriormente, el mocetón convocará a la policía, ya que sospechará que tal vez el suceso no fue un accidente.
Aparte de David, un joven, bello y melancólico arquitecto, que anhela construir un restaurante vanguardista al borde de un barranco playero, Contigo en la distancia presenta alternadamente las voces de otros dos personajes, Emilia y Horacio, también vinculados con Vera. Horacio es un poeta consagrado, triunfadorsísimo, quien conoce en París a Emilia, joven universitaria, a la cual le obsequia un libro de su ex amante, Vera Sigall. La joven se alucina con este descubrimiento literario y decide realizar su tesis en la obra de Vera, para lo cual viaja a Chile, instalándose a vivir en un ondero barrio capitalino. David y Emilia se ven por primera vez en la clínica donde yace la escritora, quedando flechados en cuanto cruzan sus miradas.
Una vez más, la autora despliega en este volumen lo que es su especialidad: una lacrimosa historia sobre personajes frívolos, pertenecientes a las élites, orientados a exhibir sin pudor sus costumbres pitucas. Guelfenbein considera que la elegancia es un valor en sí; por lo mismo, sus personajes son bellos, habitan casas lujosas, se rodean de objetos costosos, viajan sin control y se dedican al cotilleo y a la reflexión sobre sus banales vidas.
Añeja, definitivamente anacrónica resulta esta literatura que asume el determinismo como material de base para construir personajes, sometidos a un destino donde los genes, sí, los genes y la herencia, se imponen en las decisiones y el rumbo que aquéllos toman. La limitación de perspectiva autoral reduce la masculinidad a la mezcla de autoritarismo y donjuanismo, mientras que las mujeres no salen del sometimiento y la generosidad hacia los hombres.
Guelfenbein consolida con esta novela un pobre proyecto literario, donde los personajes sólo son capaces de evacuar narcisismo, obsesión por el dinero y la fama, traiciones y embustes de todos los calibres.
Yo mi hermano
Juan Mihovilovich Hernández, LOM, 2015
LUN, viernes 26 de junio de 2015
Siete novelas y cuatro libros de relatos ha publicado hasta ahora Juan Mihovilovich, un autor prolífico y con un claro proyecto narrativo que en paralelo a la literatura se desempeña como juez de letras en Puerto Cisnes. Su escritura suele confrontar a los personajes a un permanente encierro, que los obliga a reflexionar sobre la naturaleza humana y, en lo medular, el sentido de la existencia.
En contraste con la obra anterior del autor, Yo mi hermano es una novela concisa, intensa y rabiosa. Esta vez, Mihovilovich construye a un personaje desesperado, en un estado de inquietud constante, cuyo monólogo se convierte por momentos en un diálogo mutilado, donde el interlocutor está físicamente ausente, pero siempre presente a nivel simbólico. El enemigo del narrador es su hermano mayor, un juez de un pequeño poblado, quien ha dedicado su vida a dañarlo.
El protagonista dedica el volumen a configurar el perfil de su hermano, cuyas decisiones ha debido soportar. Es así como el relato acude al pasado, al detalle de pequeñas anécdotas ocurridas en diversas etapas de sus vidas, donde se ejemplifica la relación entre ambos. Sin embargo, la novela no se queda en el mero recuerdo, sino que se orienta a concretar su objetivo central, que no es otro que dar a conocer la maldad del hermano mayor, encargado de hostigar, sin mediar una razón claro, y maltratar al protagonista.
La historia enfatiza la subjetividad del narrador; no hay ninguna voz que contraste su mirada sobre los hechos ni detenga la rabia que va en aumento a medida que avanzan las páginas. Sólo tenemos su perspectiva de lo real como eje del relato; por lo tanto, su representación de la figura del maldito hermano mayor se constituye en la única verdad.
El hermano mayor surge siempre mediado por la voz del narrador, quien lo aborrece y cuestiona en cada una de las opciones de vida que ha tomado, ya que ha logrado ocultar su esencia pervertida. Este ser sin entrañas, quien durante toda la vida se ha centrado en llevar a cabo un plan de destrucción en contra del hermano menor, ha sido eficaz en desplegar su plan a través de años. El rasgo más inquietante de esta historia es que el narrador no indaga ni se pregunta, con el mismo nivel de ansiedad con que denuncia a su enemigo, por las motivaciones que han llevado a su hermano a desatar tanta odiosidad en su contra.
Cuando el protagonista deja entrever que sufre de confusiones en la percepción de la realidad, tambalea su condición de víctima. Cuando el personaje dice literal e innecesariamente que está trastornado, su habla se vuelve exagerada, estrambótica y artificiosa. Con todo, su dolor no decrece y por ende incita a suponer la existencia de un enemigo.
La novela, que contiene dedicatorias que la aproximan a la ficción autobiográfica, consigue exponer un personaje torturado, un habla desesperada y consciente de habitar un contexto donde la violencia se despliega no sólo en el mundo sino principalmente en las relaciones filiales. Tanto el capítulo que abre el libro como el que lo cierra tienen una importancia radical, ya que inscriben la problemática de la figura autoral, instalando la pregunta sobre quién o quiénes escriben el volumen. Interrogantes que contribuyen a deslindar la culpabilidad y, además, a reforzar una posibilidad lúdica, la única del libro, respecto a los múltiples matices de la voz narrativa.
Pascua
Marcelo Leonart. Tajamar, 2015, 462 páginas.
LUN, 3 de julio de 2015
La producción narrativa de Marcelo Leonart ha sido irregular; afortunadamente, esta nueva novela añade puntos a favor en su carrera literaria. Desde la rabia más plena surge Pascua, una obra carnavalesca, fragmentaria e infamante, orientada a denunciar sin conmiseración las encarnaciones del mal que derivan en un orden social degradado e irredimible.
Mediante un marco que explícitamente recuerda la Divina comedia, la novela se divide en siete círculos o capítulos donde surge una diversidad de personajes que constituyen una estructura coral. Se trata de un conjunto de seres destruidos y/o degradados que exponen su intimidad sin pudor alguno. Así van apareciendo Gustavo, un tipo atractivo, torturado por su soledad y el paso de los años, que al parecer sólo anhela algo de afecto. Luego, Judith Urrutia, una devota, esforzada y atractiva trabajadora de un café con piernas, quien desea el bien para sus hijos y consolidar su incipiente amor por una compañera de trabajo. También está el maestro chasquilla enamorado de una adolescente que se prostituye. La galería se completa con la exposición de la intimidad de una mujer pechoña y su marido, un atractivo médico, víctima de abusos sexuales por parte de un sacerdote.
En su recorrido por las últimas cuatro décadas del país, Pascua incluye además personajes tan exóticos como Yiye Ávila, el predicador, y Yamileth, la niña vidente de Talagante, quienes contribuyen al desborde de ficciones grotescas que se entremezclan, hasta conformar un cuerpo, el cuerpo de la novela, que exhibe sus costuras y remiendos a través de la figura del narrador. Por lo mismo, dentro de las historias de cada personaje, surgen reiteraciones, énfasis que dan lugar a una trama retroalimentada por tres vectores: la pulsión de catástrofe que circunda a los personajes, la violencia que se entromete en sus vidas de manera brutal y la sexualidad como acto compensatorio del abandono y la soledad.
Más allá de la diversidad de personajes, muy bien compuestos en sus diferencialidades, en sus hablas y formas de vida, lo más relevante es la posición del narrador, que está presente desde las primeras páginas del libro. Sus intervenciones, mesuradas en gran parte del volumen, asumen mayor protagonismo en los capítulos finales. Este narrador se expone como una entidad real, humana, con una vida fuera del texto, pero que se ufana de poseer un poder omnímodo en el tratamiento de su ficción. Su autoridad le permite manipular incluso la historia oficial del país y opinar sin tapujos sobre las decisiones y destino de sus personajes.
Ciertamente, la reproducción de prejuicios de género y de clase a través de los personajes pudo haberse limitado. Asimismo, resulta excesiva la presencia de un segmento dedicado a la Quintrala, que no consigue más que reproducir lo que ya sabemos, es decir, una mujer enclaustrada en el estereotipo de la maldad. Además, sólo en el desenlace es posible avizorar la emotividad del narrador y su lugar de enunciación. Si bien esto permite releer y cambiar el significado de algunos pasajes, resulta un tanto tardío, dejando entrever que se desaprovechó la potencia de este narrador/autor.
Pascua es una obra mayor dentro de lo publicado por Leonart, quien esta vez pone en escena una prosa frenética, que se nutre de la historia nacional y de las incidencias políticas y sus efectos, tanto en personajes odiosos como en aquellos oscuramente cálidos, ridículos y grotescos. Esta atormentada narración consigue dar cuenta de un orden putrefacto, testimonio de la catástrofe en la que circulamos día a día. Pascua Marcelo Leonart Tajamar, 2015, 462 páginas.
Ajuste de cuentas y otros relatos
César Valdebenito.
C&M, 2015 /108 páginas
LUN, 10 de julio de 2015
Tras publicar dos poemarios a fines de la década del 90, César Valdebenito, nacido en Concepción, se ha dedicado de lleno a la narrativa. En Ajuste de cuentas y otros relatos, su quinto libro de cuentos, el ejercicio de la violencia ocupa un importante lugar. El crimen y el suicidio cruzan cada una de estas once historias, ciertamente dramáticas, pesimistas, pero asumidas también desde un tono burlesco.
Valdebenito ofrece un volumen con altos y bajos; sus mejores momentos son aquellos donde equilibra la presencia de personajes esperpénticos con un habla odiosa. Pero el autor también se desvía e inserta un tono extremadamente delirante, que disloca sus historias, aproximándolas en demasía al absurdo.
Aun así, parece destacable la inclinación del autor por el feísmo y cierta obsesión sanguinaria, al estilo cómic, al momento de construir sus relatos, escritos de un modo simple y directo. No obstante, sus diálogos constituyen una excepción; no sólo resultan más elaborados, sino poseídos de un tono nervioso y exagerado que resalta aun más la ansiedad de sus personajes.
Estos cuadros costumbristas sobre seres limítrofes y abominables en su mediocridad delinean un salvajismo latente en individuos comunes que de pronto se convierten en bestias dispuestas a vivir su día de furia: mujeres y hombres que no cejan de maltratar a todo aquel que los rodea y particularmente a sí mismos. La autoagresión tiene su punto máximo en el suicida, una figura que aparece con frecuencia. Se trata de tipos irritables, amargos, fracasados en lo afectivo, conscientes de ocupar un lugar marginal, que ven el acto suicida como una puesta en escena.
En "El gran trío" un alcohólico, en fase delirante, imagina que asesina a su mujer e hija. El relato propone un deseo demencial, una escena aterradora, enfocándose sólo en la exterioridad del protagonista. El veto a la intimidad es un rasgo constante en estas historias donde sus protagonistas insinúan zonas de reflexión privadas e inaccesibles al lector. De tal modo, sólo queda la violencia física, teatralizada en luchas, cuerpos golpeados o destrozados. La violencia es considerada siempre como una enfermedad que trastorna al individuo y lo aproxima a la muerte. Así se advierte, por ejemplo, en "El campeón", una de las mejores narraciones del volumen, en torno al ex boxeador Martín Vargas, quien planifica asesinar a todo aquel que alguna vez lo derrotara en una pelea.
Un rasgo llamativo de este autor es el uso de la grandilocuencia, sus personajes se expresan en un tono declamatorio, con un lenguaje formal, dando sitio a una actitud impostada, al modo de una pieza teatral forzada, pero no menos efectiva en su intención de parodia a la literatura trágica. Por desgracia, se le va la mano y algunos segmentos caen en la caricatura, como sucede en "La esposa" y "Conversaciones con el psicoanalista", donde predominan los estereotipos humorísticos, una mujer quisquillosa con su pasivo marido y un psiquiatra que se vuelve un tipo irascible.
Ajuste de cuentas y otros relatos resulta irregular, pero sus bajos momentos son compensados con narraciones interesantes en su concepto de violencia, concebida como un estilo de vida que refuerza la condición deplorable de cada uno de sus personajes.
Los amantes caníbales
Pablo Illanes. Planeta, 2015, 440 páginas
LUN, 17 de julio de 2015
Un tono despreciativo y ultrajante hacia sus personajes despliega Pablo Illanes en Los amantes caníbales, una novela a ratos encantadoramente banal, pero también profunda e intensa en la exposición de la ruta autodestructiva de su protagonista.
La novela gira en torno a Baltazar Durán, famoso escritor chileno de bestsellers, con algo más de cuarenta años, radicado en Estados Unidos, quien es encontrado muerto en un hotel, sin claridad si por suicidio o asesinato. Durán deja sus memorias para ser entregadas a su joven marido, David Mendoza. Estas memorias, que van siendo leídas por Mendoza al mismo tiempo que por el lector, constituyen la principal línea narrativa del volumen.
A través de minuciosos recuerdos, que ocupan la mayor parte del libro, tomamos contacto con el período más importante de la vida del fallecido escritor y su vehemente relación con Emilio Ovalle. Así, accedemos a los años finales del colegio y parte de la etapa universitaria de Durán, cuando no era más que un adolescente con conflictos familiares, una difusa conciencia de su sexualidad y una incipiente pasión por el cine que comparte con Ovalle, en aquel entonces su joven cuñado. Las películas son parte esencial de las vidas de ambos personajes, gozan con las ficciones, discutiéndolas, criticándolas y hasta rastreando una obra perdida. En última instancia, ambos ven en el cine todo aquello que la realidad les niega.
Un lugar menor en número de páginas, pero no menos importante, se refiere al presente de la novela, marcado por la voz de David Mendoza, quien, a medida que avanza en la lectura de las memorias de Durán, va aproximándose con sorpresa a sus zonas desconocidas. El descubrimiento de la intimidad de su pareja deja en estado de shock a Mendoza; sin embargo, debe cumplir con repatriar el cadáver a Chile, enfrentar a la familia de Baltazar y, lo más embarazoso, conocer a Emilio Ovalle, a quien aborrece en su condición de único y gran amor de Baltazar.
El relato establece un diálogo importante entre los personajes y el contexto. Uno de los segmentos más atractivos de este volumen es la configuración de un ambiente cargado de miedo, donde se huele la derrota en cada uno de los quince personajes que conforman la historia.
Resulta destacable, además, la capacidad que demuestra el autor para ingresar a la represión cotidiana. Es precisamente en la convivencia familiar del protagonista, de clase media, habitante de una villa, donde se expresa con mayor fuerza el autoritarismo, las normas conservadoras que impiden al joven Baltazar comunicar su homosexualidad.
Si bien el capítulo final se engolosina con el thriller aligerando la reflexividad conseguida a través de la profundización en la interioridad de Durán y Mendoza, Los amantes caníbales es una novela llena de capas, profunda, que nos remite al fracaso del relato amoroso, inserto en una modernidad que se acabó junto con las utopías. Illanes, asimismo, logra mantener con solidez una mirada provocadora y problematizadora sobre el país a partir de tres rasgos distintivos: la homofobia, el clasismo y el arte, en este caso el cine y la literatura convertidos en simples objetos de consumo.