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Crítica Literaria
Por Patricia Espinosa
Las Últimas Noticias, 28 de Marzo al 18 de Abril de 2014
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Croma
Emilio Gordillo. Alquimia, 2013. 155 págs.
LUN, 28 de marzo de 2014
Santiago es un personaje en constante desarraigo, pero al mismo tiempo situado, atrapado, en dos coordenadas, Santiago de Chile y el neoliberalismo. Santiago, quien desempeña un rol protagónico en esta novela de Emilio Gordillo, se encuentra siempre al borde del derrumbe y, simultáneamente, en medio de la reconstrucción de su subjetividad y de sus mecanismos de representación de lo real.
Croma puede considerarse una novela/artefacto que pone en escena una teoría de la ficción y una historia sobre cómo se va configurando la identidad, personal y social. En ambos casos el concepto de estallido es fundamental. De esta forma, emerge una escritura que se enfrenta al ejercicio de montar el itinerario de un tipo solitario, viajero permanente, con estudios de literatura e ingeniería, escritor además, que vagabundea por la metrópolis, en proceso de permanente desprendimiento de cualquier vínculo afectivo.
El volumen contiene tres formatos textuales que se van intercalando: mapas de grandes metrópolis, donde se destacan rutas de desplazamiento y estaciones de metro; fragmentos de un manual destinado a aumentar la eficiencia laboral para maximizar ganancias, deshumanizando al extremo la figura del trabajador; y el relato en primera persona de Santiago, al modo de un testimonio de la derrota. Los tres textos se retroalimentan y autonomizan, dando lugar a una trama móvil y flexible que poco a poco va focalizándose en Santiago.
Sin ningún deseo suficientemente valioso capaz de aligerar el desencanto, el personaje no puede salir de la asfixiante trampa impuesta como normalidad en una sociedad sustentada en el exitismo y las lógicas mercantiles. A retazos van surgiendo indicios de la vida de Santiago, quien arrienda una habitación en el sector oriente y permanece en constante estado de alerta ante su progenitor, que padece esquizofrenia. Sin embargo, hay algo más: Santiago se somete –como parte de un proyecto de aprendizaje radical– a un permanente reacomodo vital que lo va aproximando hacia una personal y oscura filosofía de la liberación.
Gordillo utiliza la novela para exponer procesos de descomposición tanto sociales como literarios. Mediante una escritura cuidada y minimalista, surge una propuesta subversiva que parece eludir un discurso ideológico literal, pero que por medio de indicios da cuenta del rechazo que la sociedad genera en el protagonista, quien se convierte en una suerte de depredador de multitudes.
Si bien explosionar la literatura nos remite a un gesto vanguardista cada vez más vaciado de sentido, Croma logra recuperar la potencia de este enunciado estético. Al mismo tiempo, la novela instala una feroz reflexión sobre el terrorismo, ubicando su amenaza en un lugar distinto del presupuesto por los organismos policiales: ya no hay un grupo o movimiento, ni un ideario, programa o utopía, sino sólo un individuo, simple pero impredecible e insondable; un anónimo que no requiere adoctrinamiento, preparación militar o pertenencia a una orgánica.
El diagnóstico de aquello que nos amenaza y un sobrecogedor presagio sobre la presencia imparable de la violencia en el capitalismo avanzado es lo que propone Croma. Una novela lacerante y aterradora; una maquinaria reflexiva impecable sobre la fetichización de la violencia y de la no violencia, una puesta en escena que funciona a partir de la avería implícita del sistema, en una de sus zonas aparentemente menos dañinas, el individuo.
El asombro
Juan Mihovilovich. Simplemente Editores, 2013, 103 páginas.
LUN, 4 de abril de 2014
Extrañamente, el terremoto de febrero del 2010 ha generado poca narrativa y poesía. El hecho parece, si no haberse naturalizado, por lo menos sí asimilado al estado de tragedia permanente en que se desarrolla nuestra historia nacional y nuestra literatura. Un caso particular lo constituye El asombro, de Juan Mihovilovich, una novela alegórica que tiene como centro ese terremoto y, particularmente, la encarnizada lucha que realizan dos desamparados sobrevivientes a la devastación impuesta por la naturaleza.
Desde una prosa concisa en el tratamiento de lo simbólico, surge una voz omnisciente enfocada en la figura y el discurso del aterrado hombre que protagoniza esta historia. Sin embargo, el personaje que lo acompaña, su perro labrador, poco a poco va adquiriendo mayor relevancia en el desarrollo de los hechos, al extremo de constituirse en la contracara del hombre. Si bien la alegoría planteada es simple, no por ello deja de ser valiosa. En particular, por el procedimiento narrativo que utiliza el autor, sirviéndose del ejemplo, cercano a la fábula, donde el animal y el humano conviven de igual a igual, compartiendo incluso el objetivo de sobrevivir a pesar de que todo se oponga a ello.
Mihovilovic jamás pierde de vista el contexto en que se sitúan ambos personajes ni sus preocupaciones prácticas, materiales, permitiendo sólo breves pero significativas irrupciones en su vida interior, estados oníricos o de agitación mental. Así, el relato carece de desvíos o dispersiones, operando siempre en virtud de la sobrevivencia como columna vertebral del volumen. Ambos personajes son igualados en su condición de víctimas que deambulan a ciegas por un territorio que les niega cualquier oportunidad y que más bien propicia sus muertes.
La naturaleza es representada como un orden negativo, empeñado en vengarse de esta pareja de citadinos o de todo ser viviente que la haya ignorado. Más aun, es la propia racionalidad instrumental la que corre peligro, de lo cual se deriva una severa y sombría reflexión sobre los vínculos del ser humano con el medio ambiente; en particular, enfatizando la indiferencia del hombre, en genérico, con la naturaleza, a la que no ve más que como mero recurso utilitario. Es en este marco, de usufructo y apatía ante la naturaleza, que la alegoría se robustece, lo que da lugar a la posibilidad de inexistencia de la catástrofe de haber primado una ética ecológica, donde el ser humano se asumiera como parte de una comunidad dialogante con su entorno.
Aun cuando el protagonista hace todo lo posible por continuar viviendo, la narración soterradamente parece apuntar hacia lo inútil de tal proyecto. Propone que la muerte se constituye como temor porque no se comprende que es “una proyección necesaria de lo vivido”. Esto, sin embargo, no implica una mirada benigna de la muerte, sino un destino ineludible dadas las condiciones de existencia vigentes, donde el consumo y el mito tecnológico funcionan como epítomes del progreso.
El asombro propone un argumento apocalíptico, con un mensaje claro respecto a la sociedad en que vivimos, la responsabilidad humana y la identificación de signos de la debacle total. Con un estilo mesurado, sólo dos personajes y una trama austera y segura en su desempeño técnico, Mihovilovich logra construir una novela sobria y profunda.
El discípulo
Sergio Missana. Planeta, 2014, 263 páginas.
LUN, 11 de abril de 2014
En la literatura, un campus universitario suele representarse como un sofisticado nido de víboras, un enclave de odiosidades y violencias insospechadas donde, más que la preocupación por el conocimiento, se condensan la egolatría y las pugnas del más bajo nivel. Confirmando esta tendencia a describir un microcosmos del terror se instala este libro de Sergio Missana. El discípulo es una novela en la que el espacio universitario ocupa un rol fundamental en el desarrollo de la anécdota, la cual está construida sobre diversos formatos de escritura, dialogando, además, con el thriller policial y la novela del desarraigo.
Sebastián Torres es un chileno de clase media, periodista, de alrededor de treinta años, que tras la devastadora muerte de su padre siente que debe comenzar una nueva vida. Es entonces cuando decide cursar un doctorado en literatura en una universidad de California. Torres será testigo y agente de una intrigante cadena de oscuros acontecimientos que comienzan con la muerte súbita del profesor Oliver Ryan, experto en estudios religiosos. Tras esta muerte, cobrarán especial relevancia las dos hijas del profesor fallecido, una de ellas pareja de Torres, y, fundamentalmente, Max Infante, también chileno, de clase alta, ex seminarista, secretario personal del profesor Ryan, quien entabla una extraña amistad con su compatriota Torres.
Ryan adquiere gran importancia después de su muerte, ya que durante su prestigiosa carrera académica habría descubierto el fragmento de un texto elaborado por San Pablo antes de su conversión al cristianismo, el que, de ser legítimo, daría luces insospechadas a los estudios teológicos. Este hecho se constituye en un secreto que el académico guardará celosamente y que sólo saldrá a la luz tras su muerte, cuando el codicioso Infante pretenda apropiárselo para obtener fama y prestigio académico.
La novela jamás decae en términos de acción, consiguiendo establecer un equilibrado contrapunto entre el destino del documento religioso y la historia personal de Torres, apremiado por su imposibilidad de arraigo y los conflictos internos de su departamento de literatura, lo cual intensifica su soledad y sentido de inutilidad ante la labor emprendida.
Torres es un personaje atractivo, en tanto concita características heroicas que prontamente desaparecen, dando lugar a su condición de perdedor, eterno fracasado en lo que se refiere a consolidar afectos, condenado a ocupar siempre una posición secundaria y guardar silencio. Su posición es más bien la de alguien en permanente tránsito, capaz de conformarse con relaciones simulacrales, como el vínculo amoroso que mantiene con Gwen, la gélida hija del profesor Ryan, y con Infante, el discípulo, con quien sostiene una amistad basada mayormente en el hecho de ser chilenos.
El discípulo es una novela dinámica, estructurada con exactitud, mesurada en el tratamiento informativo y certera en la convivencia de la diversidad de bucles narrativos que tejen una compleja red plagada de incertidumbres que bien pudo generar un ladrillazo. Sin embargo, resulta totalmente al revés: Missana logra articular de manera inteligente una historia convulsa, al otorgar espesor cultural a su protagonista, un personaje que –pese a todo– pareciera ocultar en su aparente simpleza un extraño halo de turbiedad.
La edad del perro
Leonardo Sanhueza. Random House, 2014, 204 páginas.
18 de abril de 2014
La narrativa de filiación (historias que se desarrollan en el ámbito de la familia) ha ido dejando atrás la truculencia y el dramatismo evidentes, derivando hacia su extremo opuesto, es decir, historias pequeñas, ajenas al efectismo y la martingala. Lo que no ha variado es el pacto con el lector, que se basa en el escurrimiento de la ficción hacia la autobiografía del autor. Dentro de estas categorizaciones se inscribe La edad del perro, de Leonardo Sanhueza, primera novela de este prolífico y galardonado poeta y cronista.
El volumen se divide en dos amplios segmentos, datados consecutivamente: 1983 y 1984. Años tremendamente represivos, donde no sólo se inmola Sebastián Acevedo y es asesinado el sacerdote André Jarlan, sino también un momento fundamental en la lucha social contra la dictadura. La violencia atraviesa al país, aunque no se advierta a primera vista en esta novela protagonizada por Leonardo, llamado así en homenaje al cantante argentino Leonardo Favio.
Leonardo relata, desde el techo de su casa, su vida entre los nueve y diez años. Vive en Temuco, en un barrio de clase media, junto a su madre y abuelos; su padre, miembro de la Fuerza Aérea y borracho perdido, lo abandona cuando tiene apenas algunos años. Es llamativo considerar que el protagonista es un chico común, sin el más mínimo atisbo de futuro artista, lejano a experimentar aventuras y sucesos extraños, pero con una gran capacidad descriptiva. Su vida diaria se orienta, más bien, hacia una suerte de tedio naturalizado, ya que, al no haber una realidad distinta que le permita al personaje contrastar con la propia, sólo le queda vivir sometido, sin grandes cuestionamientos, a las normas escolares y las reglas familiares que impone el abuelo, un ex carabinero rudo, violento y llevado de sus ideas, que tiene una foto del dictador en su dormitorio y que aborrece a los izquierdistas.
El sur que construye la novela es un estado de intimidad y de tristeza, pero también es el bar donde bebe el abuelo, el frío profundo, las ratas que se multiplican sin más y una familia en silencio, sin quejas, sin alegría. Con todo, este mundo calmo y real, que se niega a la mitificación, filtra fragmentos de una violencia que, al fin y al cabo, erosiona de un modo sigiloso la existencia del niño, llevándolo hacia una zona donde la soledad se transforma en el bien más preciado.
Sanhueza consigue ingresar con naturalidad a una infancia asumida con resignación, como una carga que le otorga al niño un aire de vejez, de agotamiento absoluto ante la vida que le tocó. La edad del perro es el profundo y melancólico retrato de una época obligada al silencio, condenada a la obediencia y a la muerte.
Desde la diminuta e intuitiva mirada de un niño, el libro nos enfrenta al miedo a equivocarse, a ir más allá de lo permitido, presagiando con ello la destrucción total del entusiasmo. El mérito central de este excelente volumen reside en la configuración de una intimidad verosímil, mediante un tono confesional, que nos desliza con morosidad por una pesadumbre constante, por una inconmensurable tristeza de la cual, al parecer, resulta imposible escapar.