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Crítica Literaria
Por Patricia Espinosa
Las Últimas Noticias, 29 de Noviembre al 27 de Diciembre de 2013
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Bienvenido al paraíso
Ángel Parra. Catalonia, 2013, 157 páginas.
LUN, 29 de Noviembre de 2013
Poca literatura tenemos respecto al tópico del retornado, que no sólo carga con haber sido expulsado del país, sino con el conflicto de la integración a una sociedad diametralmente diversa a la de su origen. En ese ámbito se inscribe Bienvenido al paraíso, cuarta novela de Ángel Parra; es también la más lograda del autor, quien aquí ha afinado su estilo coloquial y profundizado en la composición de una filosofía llana y espontánea sobre la derrota histórica del país y la sobrevivencia de los que sufrieron ese proceso.
Al protagonista de este volumen, Chile se le muestra como un país prepotente y exhibicionista en su triunfo económico, un sitio donde no hay lugar para el que vivió la dictadura en el exilio. Por lo mismo, en cuanto pisa nuevamente el suelo nacional, siente que está siendo víctima de una segunda condena, al ser considerado y encarado ahora en su condición de extranjero. Situación dramática que el personaje aliviana mediante el humor, asumiéndose como un derrotado político y un macho herido por amor, al que no le queda otra que refugiarse en su punto de partida, la vieja casa ñuñoína donde pasó su infancia y adolescencia.
Andrés Fuentenegra es un tipo de barrio, de muchos amigos y familia aclanada; después de ser expulsado del país por la dictadura debido a su militancia política, fue a parar a Francia. Treinta años han pasado sin que el personaje regrese a Chile y, ahora, tras un quiebre con su pareja francesa, deberá enfrentarse al retorno. Mediante pequeñas estampas retrospectivas, surgen los recuerdos, los años en que llega a París, sus oficios menores, la compleja relación con los demás exiliados y el despliegue de su peculiar forma de sobrevivencia, seducir francesas a costa de su imagen de galán latino.
Pero no todo ha cambiado en el país al que regresa Fuentenegra, ya que debe confrontarse con personajes que fueron parte de la dictadura; no junta, eso sí, a los criminales con quienes, siendo funcionarios menores del gobierno, también fueron víctimas. El ejercicio de separar responsabilidades permite el tránsito del personaje central desde el fracaso amoroso y el conflicto de pertenencia hacia la toma de una decisión que lo obligará a asumir su compromiso histórico y moral.
Un interesante filón sobre la decadencia que vive el país se refiere al lenguaje. El protagonista utiliza innumerables proverbios que en el presente del relato están en desuso, demostrando con ello que la tradición popular también va siendo expulsada de este nuevo Chile. Para ejemplificar lo anterior, el personaje cita a Raúl Ruiz, quien se preguntaba divertidamente sobre el mal uso del español que realizan los chilenos: “Para decir tal vez se murió, decimos a lo mejor se murió. ¿Por qué no a lo peor, considerando que la muerte es una mala noticia?”.
En el transcurso de una década, Ángel Parra ha ido de menos a más en sus diversas producciones literarias. En esta oportunidad, logra dar vuelta por completo el sentido que gatilla el rumbo de su protagonista, sin aminorar jamás su visión de fracaso, desánimo histórico y ganas de no meterse en problemas. Con equilibrio y sencillez técnica, Bienvenido al paraíso entrega una cáustica mirada sobre un país que parece renegar de su pasado, reinstalando la figura del escritor comprometido, tan pasada de moda para buena parte de los autores nacionales, ocupados en jornada completa al ombliguismo y la autoexhibición en las redes sociales.
Bahía de los misterios
Roberto Ampuero. Mondadori, 2013, 336 páginas.
LUN, 6 de Diciembre de 2013
Cada vez pesa menos Cayetano Brulé, el detective cubano avecindado en Valparaíso que protagoniza la saga que Roberto Ampuero viene desarrollando desde hace un par de décadas. Si el personaje ya se había deslavado enormemente en El caso Neruda –el anterior volumen de la serie–, en Bahía de los misterios, la nueva perla del collar, carece por completo de densidad. El autor no logra aquí ajustarse en ningún momento al estilo policial, entregando un libro enmohecido en su prosa y anémico en sus procedimientos.
Considerando la reiteración de hipótesis y datos elementales, pareciera que esta novela tiene como lector ideal a un sujeto con profundo daño cognitivo, al cual hay que evitarle cualquier ambigüedad, resguardarlo de todo problema, otorgándole información simple y masticada, asesinándole cualquier posible expectativa.
Esto último es un disparo en el pie para un libro que pretende inscribirse en el género policial y que explora variadas teorías conspirativas. La impericia del autor es tan bochornosa, que hasta la mitad del relato no hay ningún indicio que permita avanzar mínimamente en la resolución del hecho investigado.
Joe Pembroke es un profesor estadounidense de literatura, apasionado por la historia latinoamericana, que es decapitado cuando arriba a Valparaíso en un supuesto viaje turístico. Su mujer acude a Brulé para que encuentre a los responsables del crimen, ya que la policía parece haber olvidado el caso. Pero el protagonista, el detective, da muestras de estar más interesado en viajar que en alcanzar la verdad. Brulé consigue recursos de la señora Pembroke y comienza un periplo inútil por Estados Unidos, Europa y Asia, donde poco y nada saca en limpio, centrándose más bien en mostrarle al lector no viajado comidas y bebestibles típicos de cada lugar, además de descripciones superficiales de hoteles y aeropuertos.
Atrás quedaron los libros en que se configuraba a Cayetano sicológica o filosóficamente para darle un espesor cercano al detective de la novela negra. Aquí, su figura se reduce a una caricatura torpe y predecible, lenta y retardada en sacar conclusiones, siempre dos pasos más atrás al momento de identificar y sopesar pistas para aclarar el caso.
Después de un interminable acopio de indicios muertos, que sólo contribuyen a rellenar páginas, y tras la inserción de personajes secundarios inútiles y clichés que inmovilizan el devenir de la historia, la novela comienza a avanzar con mayor velocidad. Con una rapidez digna de un mago, en sus últimas cien páginas el autor saca cartas de debajo la manga a diestra y siniestra para levantar una teoría conspirativa blandengue e irrisoria que no hace más que confirmar el fracaso de una anécdota que ningún postrer artilugio podría haber rescatado.
Toda la armazón argumentativa de Bahía de los misterios se desarma con un soplido, demostrando que no basta con acumular viajes, comidas, pueblos precolombinos que llegaron a Europa, sectas religiosas, muertos, narcotraficantes y personajes pintorescos para crear una buena historia. La arquitectura narrativa de esta novela se cae a pedazos y, lo que es peor, desde el comienzo el libro parece haber abandonado toda esperanza de una escritura literariamente valiosa, capaz de disimular, aunque sea en parte, las chapucerías de Ampuero.
El diablo en Punitaqui
José Miguel Martínez. Tajamar, 2013, 146 páginas.
LUN, 13 de Diciembre de 2013
Una interesante y larvada unidad posee esta docena de relatos en torno al hecho concreto de asesinar, ya sea por encargo o por mero deber personal, dando lugar a una exploración en un tipo de sadismo que necesita ostentarse y apostar siempre a ganador. El volumen tiene méritos suficientes para destacar tanto por su estructura como por su inmersión en un controlado realismo sucio, con atisbos de lenguaje visual.
Ocho de las narraciones tienen como protagonista al Gordo Granola y son, definitivamente, lo mejor del conjunto: una apariencia común que oculta a un sicópata de pocas palabras, autoritario e inmune a cualquier sentimiento o rogativa de clemencia. El Gordo, principal punto de unión entre los distintos textos, es un ubicuo personaje que se mueve por Bolivia, Santiago y el norte o el sur chilenos, desempeñándose como asesino a sueldo y traficante. Este espécimen parece poseer una naturaleza maligna que detona toda su crueldad a la menor provocación; es un desequilibrado al que jamás accederemos en términos sicológicos ni autobiográficos, sino sólo a través de sus acciones y secos enunciados.
Configurado a partir de trazos gruesos, el Gordo Granola es una entidad atractiva y extrañamente impredecible, ya sea cuando opera como protagonista o cuando aparece camuflado como personaje secundario o bajo otra identidad, como sucede en “El diablo en Punitaqui”, una de las mejores historias del libro en cuanto al modo de construcción de una escena desolada y al enfrentamiento de un criminal y un policía atrapados en un extraño formato de amistad. El encubrimiento de Granola también aparece en el relato “Sacarle la chucha al Sr. Cavagnaro”, en el que un niño, para redimir a su pusilánime padre, se inmiscuye en un hecho de violencia con un vecino.
Pero la violencia no se limita a Granola; por el contrario, no hay un solo personaje que se escape de ser un maldito, como tampoco es posible redención alguna. La violencia no es sometida a un régimen de causalidad identificable; parece surgir de todas partes y en toda circunstancia. En este sentido, la idea central que ronda el volumen es la naturaleza violenta de los seres humanos y su reducción a meros cuerpos en espera de convertirse en cadáveres. Son frecuentes en estas páginas escenas de estilo gore, donde proliferan –además del chorreo de sangre– alaridos de los personajes, desprovistos de su condición de víctimas por la negación de cualquier profundización sicológica.
En El diablo en Punitaqui se evita ahondar en el miedo, la angustia y el horror de quien es sometido al martirio. Vaciados de un habla propia, de un discurso emocional, todos los personajes de estas narraciones poseen un grado de perversidad que los convierte en material perfecto para que sean ajusticiados o entregados a un depredador inmune al dolor, que naturaliza la ejecución y ritualiza la violencia extrema. Más allá de un par de relatos desnivelados que rompen la homogeneidad y del abuso del “yo” de los protagonistas, estamos ante un libro que bien podría leerse como una novela fragmentada que Martínez podría convertir en una interesante línea de investigación sobre la repugnante figura del torturador y su constante presencia en el territorio nacional.
Casa volada.
Francisco Ovando. Cuneta, 2013, 212 páginas.
LUN, 20 de Diciembre de 2013
La intención de experimentalidad es lo que primero resalta en Casa volada, la primera novela de Francisco Ovando. Es un volumen en el que, por medio del recurso del montaje, se disponen diversas voces y formatos, que permiten la proliferación de juegos ficcionales y la reflexión sobre el acto mismo de hacer literatura; en todo caso, un conjunto de historias que no le teme al cliché.
Abordar la figura de un joven y solitario escritor, atormentado por su trabajo creativo, es nada más y nada menos que un gigantesco lugar común. Ovando parece quedar atrapado en una matriz metaliteraria que, en lo medular, no presenta nada muy novedoso en su acercamiento a la simbólica de la reclusión y al acoso de las ficciones a la cotidianidad del personaje. Además, como preso de una lacra de la que fuera imposible desprenderse, el volumen reitera en diversos momentos la fundamentación del proyecto literario del escritor, sus objetivos e hipótesis, al modo de una tesis de grado o la postulación a un concurso.
Pero no todo está dicho. Aunque con una gran dosis de ampuloso academicismo, la novela logra sobreponerse a la menesterosa anécdota principal y se concentra en la disposición textual, levantando lo que bien pudo ser un generoso fracaso. El protagonista, un joven escritor perdido en la vida, acaba de egresar de la universidad, renuncia a un trabajo menor y opta por dedicarse en cuerpo y alma a su proyecto literario. Con ese fin, arrienda una oscura pieza en un barrio clasemediero ñuñoíno, manteniendo una relación de hijo putativo con Justiniana, la anciana dueña de casa, y un vínculo perverso con Alina, también escritora y sobrina de la anciana.
La estructura que ese escritor seguirá para elaborar su novela –titulada Divino M – tendrá como centro al pintor Alfredo Valenzuela Puelma, en su fase terminal de locura en París, a principios del siglo veinte. A partir de ese centro, circulan tres narraciones: la del propio Valenzuela Puelma, que en su delirio crea un alter ego que lo acosa; la de Augusto D’Halmar, y, finalmente, la voz de un narrador en tercera persona. Esas tres historias en torno al pintor son lo mejor logrado de Casa volada, tanto por su escritura como por la independencia que alcanzan respecto del marco que establece el relato de la vida del joven escritor, quien llega a posicionarse como una suerte de arquitecto que determina la presencia, ocurrencia y destino de las voces secundarias.
Un aspecto fundamental en esta novela, con exceso de oraciones subordinadas, es la evidente locura de cada uno de esos personajes que no dejan de espejearse. Así sucede con la anciana y Valenzuela Puelma, con el joven escritor y la joven escritora, y con esta pareja en su conjunto y el mismo pintor. Además, se espejea el formalismo pictórico del que fue acusado Valenzuela Puelma con el formalismo de la propia novela que leemos.
Ovando propone un trabajo centrado en la sobajeada metatextualidad, ostentando aires enciclopédicos y una oscuridad simbólica trasnochada. Sin embargo, acierta en la elaboración de climas y estados de conciencia alterados. Entre sus mayores virtudes está su capacidad de viralizar ficciones y proponer una perspectiva intensa y siempre al borde del estallido. Casa volada es un primer libro arriesgado, que se desmarca de la melindrosa tendencia narrativa actual, pero al que le falta desobediencia a las convenciones de los talleres literarios de ocasión.
Mis documentos
Alejandro Zambra. Anagrama, 2013, 205 páginas.
LUN, 27 de Diciembre de 2013
Dar un giro y, al mismo tiempo, sostener lo que ha venido siendo una marca personal es lo que realiza Alejandro Zambra en este volumen. Once ficciones que se fugan hacia la crónica o hacia lo autobiográfico, siempre melancólicas, apesadumbradas, articuladas por una voz que trasunta modestia e indocilidad.
Mis documentos es un libro en que predomina la llaneza de la prosa y un lenguaje que arrastra chilenismos, pero que encuentra el equilibrio entre la huella de pertenencia territorial y un español globalizado. La interrogante por la condición de patria, en cualquier caso, va más allá del lenguaje, porque, desde una tonalidad paródica, a sus protagonistas se los hace ver, se los encara, e incluso ellos mismos juguetean, con una desdichada chilenidad, comprendida como signo imborrable.
Retazos de autobiografía del autor, su postura en torno a la política nacional contingente, su sempiterna pasión futbolera o la presencia de sujetos reales que ofician como personajes son elementos que permiten que el libro se fugue de la seguridad dada por lo literario. Diluir los límites genéricos, por medio de una escritura consciente de sus transgresiones, moviliza estos relatos, tensionándolos constantemente entre la ficción y la no ficción.
Zambra se mueve con flexibilidad entre la tragedia y el humor, agregando incluso salpicaduras de imaginería hipster, Nutella y gatos incluidos. Sus personajes se zambullen en el drama cotidiano, abrumados por deberes materiales, en especial la sobrevivencia económica. En estos relatos la gente trabaja en lo que venga y eso los arraiga y vuelve verosímiles. Y hay más: la familia y las parejas son asumidas como una carga, casi como una condena imposible de soslayar, al igual que la pulsión de desacomodo vital de los protagonistas, quienes estarían perdidos sin el ejercicio constante de un humor ácido. Esa inmunidad para caer en el discurso quejumbroso, esa falta de alharaca, esa perplejidad y amargura sosegada, quieta, al borde de lo estático, enriquece profundamente la oscura tonalidad de estas narraciones.
Pero lo que más destaca en el volumen es la capacidad de riesgo. Habiendo alcanzado un lugar seguro, no es fácil que un escritor exitoso se atreva a exceder su casilla. Zambra reduce lo metaliterario al mínimo y “ensucia” su escritura, llevándola hacia zonas hasta ahora no abordadas en su trabajo, radicalizando la derrota, el deseo, el abandono y, por sobre todo, la sexualidad. Es este último aspecto uno de los más atractivos de Mis documentos. La presencia de la genitalidad y del erotismo, desasido éste de visiones castas, elegíacas o sublimes, cruza la mayor parte de los relatos, cuyos protagonistas se masturban con fruición, se engolosinan planificando penetraciones y no pierden la oportunidad de tirar. Más aun, estas narraciones desarticulan decididamente la norma heterosexual; aunque siempre síntoma de dependencia, el sexo se concreta en lo masculino o lo femenino, porque el deseo es asumido como un más allá de la reglamentación cultural castradora.
El aguante y las ganas intensas de desobedecer tienen un sitio privilegiado en esta nueva publicación de Zambra. Mis documentos es un conjunto rabioso, vehemente, que da muestras de una escritura viva y manchada que desoye con experticia la pulcritud de las anteriores publicaciones del autor.