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Crítica Literaria

Por Patricia Espinosa
Publicado en Las Últimas Noticias. 20 de Enero al 17 de Febrero de 2017


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La voluntad de los muertos
Felipe Banderas. Cuarto Propio, 2016. 171 págs.
LUN, 20 de enero de 2017

La locura como un conjunto de vivencias desviadas de la norma cultural, las experiencias límites que la llamada insania genera son parte central de este libro de Felipe Banderas. La voluntad de los muertos se aleja de toda objetivación y se interna en la conciencia de dos hermanos atrapados por una conciencia alterada que los lleva a buscar con delirio el significado de la vida y de la muerte.

Banderas elabora una actualizada novela gótica, de carácter marcadamente filosófico. Para ello, se sirve de esos hermanos, Príapo y El Capricorniano, quienes han tenido una vida familiar conflictiva y que en su presente se encuentran sometidos a una visión tortuosa y beligerante sobre el sentido de sus vidas y de la humanidad. La historia es llevada por Príapo, ex profesor y viudo, cerrado sobre sí mismo y dominado por la libido, que para sobrellevar su existencia requiere de su hermano, un tipo sin oficio conocido, grosero y violento en el trato.

Ambos personajes se complementan y espejean; en última instancia, son dos caras de una misma moneda. Sin embargo, Príapo está unos pasos más atrás que su hermano en la adopción de un actuar maldito. El Capricorniano pertenece a una secta de adoradores de Satanás, que realiza acciones violentas, como poner bombas o torturar a seres marginados por el sistema. Su figura atrae a Príapo, quien a lo largo de la narración establece un juego de cercanías y distanciamientos.

La atmósfera opresiva, los personajes oscuros, la tendencia a romper con los mandatos culturales invade a ambos personajes y sus respectivas parejas. Tanto ellos como Umbra y Franca, que espera un hijo de Príapo y que luego será pareja de El Capricorniano, constituyen un circuito de corruptos que actúa sin recriminaciones morales, mientras ejercitan la violencia contra ellos mismos de manera constante. Este actuar parece tener su justificación en cierta ideología de matriz junguiana. Desgraciadamente, la atadura de la historia a ese modelo teórico repercute en la configuración esquemática de los personajes. Príapo, que se entrega al mal como parte de un proceso de autoconocimiento, es el único que consigue distanciarse de la dependencia de los arquetipos, volviendo ambivalente la conformación de su plan de vida.

Banderas escribe desde una actitud circunspecta, casi solemne en realidad, demasiado acorde a las temáticas que sus personajes abordan; por ello, se excede en la grandilocuencia que va adquiriendo su prosa. Esto genera un efecto desequilibrante, por cuanto la ficción se pierde en las atronadoras verdades de los personajes que, al no poseer contrapartes, se levantan como un acopio de certezas incontrovertibles, sin el más mínimo asomo de dudas argumentativas. Así, el libro se convierte en una suerte de monólogo a dos voces, carente de variaciones especulativas capaces de tensionar las posiciones intelectuales de los personajes. La voluntad de los muertos permite la convivencia del realismo con el ocultismo y los mitos urbanos sobre sectas terroristas inmunes a la ley. Sin embargo, lo central en esta novela es el intento de fundar una discusión filosófica, religiosa y moral, teniendo como base a personajes que optan por el mal y que simbolizan a una cada vez más importante comunidad de sujetos para quienes transgredir los límites no debe tener freno ético alguno.

 

 

 

La extinción de los coleópteros
Diego Vargas. Planeta, 2016, 199 págs.
LUN, 27 de enero de 2017

Una cofradía de perversos nazis alemanes sirve de percutor a esta narración donde lo siniestro se mantiene presente con tanta fuerza como el afán por atenuar los centros, diversificar los protagonismos y desmontar la temporalidad. Diego Vargas propone en su novela una mirada sinuosa y profunda sobre la transmisión del mal, tendiendo hilos desde lo fantástico hacia lo realista y levantando una atractiva teoría sobre la imagen y la palabra.

Dos partes conforman La extinción de los coleópteros. La primera, centrada en Silvana Kunz, y la segunda en Joselito y Julio Mellado. A pesar de los contrastes, en ambos segmentos la familia ocupa un lugar destacado como germen de futuros comportamientos perversos. Desgraciadamente, Vargas se deja arrastrar por la simpleza del determinismo familiar, en especial con Silvana, aunque también, de forma mucho más sutil, con Julio. La idea de linajes marcados por la maldad no está a la altura del resto de la novela.

La narración se abre con un accidente doméstico. Una descarga eléctrica golpea a Silvana, llevándola a un universo paralelo, donde podrá ver aspectos centrales de su larga vida. La sumatoria de flashes sobre su futuro contribuirá a otorgar al capítulo completo un carácter fantástico. Un aspecto central en este segmento es la presencia de Camilo Robles, joven marido de la protagonista y autor de un libro donde denuncia horribles abusos cometidos durante décadas en el sótano del Colegio Germano de Temuco, donde Ferdinand Kunz, padre de Silvana, ocupó un puesto directivo importante durante la dictadura.

El segundo y extenso capítulo aborda en diversas etapas de su vida a Joselito y Julio Mellado, padre e hijo de origen mapuche. El primero, auxiliar de aseo y vigilante del Colegio Germano, es abordado a partir de su condición de alcohólico y trabajador fiel, entregado, en apariencia, a servir y resguardar los intereses de los alemanes, pero capaz de realizar, desde el anonimato, un acto transgresor de proporciones. El hijo, por su parte, a quien más desarrolla el capítulo, es expuesto en su condición de profesor universitario y adicto al cibersexo.

La extinción de los coleópteros se arriesga con un narrador que moviliza su posición y que pocas veces logra volverse invisible, así también con el modo de organizar el flujo de las historias y la funcionalidad de los personajes. Quizás lo anterior lleve a un exceso en el caso de Silvana, quien desaparece por completo en la segunda parte.

A pesar de lo anterior, la novela se vuelve atractiva en su capa policial, mediante un juego que oculta y ostenta datos, con el fin de construir un mapa inacabado, pero aterrorizante. En este ámbito, las macabras fotografias de los alemanes ocupan un sitio primordial, ya que parecen ser las que transmiten el mal, en oposición a la palabra y el relato, cuya funcionalidad sería purgar o, por lo menos, morigerar la vileza adherida a las imágenes.

El mayor logro de Diego Vargas es construir una propuesta donde encaja con fluidez una diversidad de ficciones, tensionadas por su relación con un centro, una verdad, que siempre se escabulle, a lo que hay que sumar el adecuado uso de la fractura temporal como parte constitutiva de lo real. Las ganas de explorar en la búsqueda de un estilo y de una estética son intensas en esta escritura, que por lejos se ubica en un sitio destacado dentro de las últimas narrativas.

 

 


La universidad de papel
Juan Guerra. Libro del Perro Negro, 2016, 111 págs.
LUN, 3 de febrero de 2017

Un burócrata de tomo y lomo y la implementación de la reforma educacional de la dictadura conforman el núcleo narrativo de este libro. Juan Guerra arma aquí una interesante novela histórica, donde no solo pone en relieve el pasado a través de la mirada de un sujeto perfecto en su mediocridad, sino que además despliega un abanico de denuncias respecto al negocio universitario, los servicios de seguridad, el narcotráfico y la responsabilidad moral de aquellos que fueron, a la vez, victimarios y víctimas.

Rafael Bobadilla es uno de los protagonistas de esta narración. En 1979, ya es profesor de derecho, pero también un "sapo" o delator, un ser rastrero, silencioso y formal que consigue escalar importantes lugares en la jerarquía académica sirviendo a la dictadura. Pero su futuro se pone en riesgo cuando comete, sin planificarlo, un pequeño acto heroico en defensa de una estudiante de oposición.

En paralelo a esa historia, el segundo foco lo constituyen las acciones de la dictadura. El énfasis en el carácter documental de la novela se afirma al incluir documentos secretos donde se discute y luego se da por asumida la ley de reestructuración del modelo de universidad.

El origen de las universidades privadas y las vicisitudes de Bobadilla se cruzan luego con un macabro personaje, el CNI Humberto González, que gana millones con el narcotráfico. La trama, entonces, se enriquece mediante la conjunción de elementos del realismo social y del policial negro. Con velocidad narrativa y una atmósfera opresiva, Guerra explora a trazos gruesos, pero descarnadamente, en el carácter violento del criminal, en su actitud de poderío y en su condición de patrón de la vida nocturna santiaguina.

González llegará a convertirse en el primer dueño de una universidad privada, contratando como rector a Bobadilla. Este se niega en principio, aunque termina aceptando tras ser chantajeado con unas fotos que lo relacionan con un crimen. Por lo general, la representación de los burócratas los fija en puestos menores. Bobadilla, en cambio, resulta interesante por los grados de éxito laboral que alcanza; su actitud miserable no solo le permite sobrevivir, sino también ascender en sus empleos. Esto complejiza el juicio sobre el personaje, cuya condición de víctima queda en entredicho por los cargos que le toca ejercer.

La novela trabaja muy bien la ambigüedad sobre la culpa de Bobadilla, aunque de alguna manera termina por redimirlo o, por lo menos, por manifestar cierta conmiseración hacia él. Bobadilla se convierte así en el símbolo del civil poca cosa que se vio obligado a trabajar para la dictadura y sobre quien está pendiente el juicio histórico.

Juan Guerra elabora una narración convincente, creando un protagonista que se va complejizando a medida que avanza la historia. Además, el libro se sustenta en un gran esfuerzo por recrear personajes, hablas, actitudes típicamente ochenteras y, por lo mismo, repulsivas en tanto convocan a la dictadura. Sin caer en la consigna y demostrando capacidad para narrar con soltura la degradación social, el autor deja que los hechos hablen por sí solos, delegando en el lector el juicio político central de la novela.

Dentro de los aspectos más destacables está el encuadre, verosímil y veloz, de una escena de corrupción sin pliegues, donde la impunidad y el descaro mandaban, y que se proyecta sólidamente, como tan bien sabemos, hasta el presente.

 

 


Las vocales del verano
Antonia Torres, Random House, 2017, 108 págs.
LUN, 10 de febrero de 2017.

En la última década se ha vuelto cada vez más fuerte el hecho de que las escrituras de mujeres rechacen los moldes de construcción de lo femenino que la cultura ha normalizado. Por lo mismo, resulta desconcertante toparse con una novela que se vuelca a reforzar la pasividad, la dependencia y la ridícula visión romántica y sentimental que se le ha adscrito al género. Desde la primera hasta la última línea, Las vocales del verano, de Antonia Torres, no da tregua a su personaje y su objetivo de vida, que no es otro que rendir culto a la mujer colonizada y a todo el aparataje de sumisión históricamente impuesto.

La necesidad de ser sometida, dominada y reconocida por lo masculino conforma el núcleo vital de la protagonista, una escritora que decide instalarse una temporada invernal en la casa de veraneo de sus padres, en un pueblo costero al sur del país. El tópico de la vida retirada y del buceo en sí misma quedan abandonados con inusitada rapidez cuando ella conoce a Rubén, oriundo de la zona que a primera vista resulta un ser despreciable. Con fruición la narradora se encarga de señalar que Rubén no comprende ironías, que posee un aroma "vulgar", "a humo, percán, fritura, desodorante barato". Tanto es el desprecio, que la narración no tiene el más mínimo pudor en remitirse a la importancia de la clase: "distancia importante de recordar y marcar si no se quiere provocar incómodos equívocos".

Sin embargo, Rubén compensa su condición incivilizada o salvaje con su carácter seductor. Además, y como era de esperar, es una especie de bestia que exuda virilidad ante la cual la aproblemada mujer cae rendida, dejando "mansamente que él la llevara a su modo", a lo que agrega que "le gustó la manera en que Rubén la tomaba con una cierta violencia, como para evitar que se le fuese a escapar. Como para que no le quedaran dudas de que era él quien llevaba las riendas del asunto". Todo parece indicar que en la búsqueda antropológica, espiritual y sexual de la burguesa, aburrida e intelectual protagonista la violación es una fantasía que merece la pena ser cumplida. De acá en adelante la historia cae en el manido recurso de exponer a la mujer prisionera de la rusticidad que la estremece. Un proceso similar, aunque no consumado eróticamente, experimenta el personaje con un carabinero, quien logra atraerla con fuerza debido al aroma dulzón de su perfume.

El carácter rosa y de porno soft domina el libro, mientras que las reflexiones depresivas de la protagonista se vuelven cada vez más empaquetadas, en particular la presencia de pequeñas anécdotas de su pasado. Surgen así recuerdos de sus años en Europa cuando estudiaba un posgrado, los conflictos amorosos de sus padres y el novio de su adolescencia que padecía un mal psiquiátrico que lo llevó al suicidio. Esta información podría servir para justificar el complicado presente de la escritora, pero el relato no logra graficar con intensidad ni claridad el trauma de la mujer.

La descripción del entorno natural, donde predomina una atmósfera triste y amenazante, es lo único que la autora consigue realizar con efectividad. Su fluido tono lírico, sin embargo, queda ahí, oculto y perdido en una prosa exagerada en descripciones, reiterativa en sus ademanes retóricos orientados a representar a la protagonista completamente atrapada por el manual que enseña, desde lo masculino, cómo deben escribir y comportarse las mujeres.


 


Hienas
Eduardo Plaza, Libros de Mentira, 2016. 103 págs.
LUN, 17 de febrero de 2017

La globalización no está pasando por su mejor momento; sin ir más lejos, el concepto de literatura mundial se sostiene a duras penas, corriendo el riesgo de quedar restringido a libros idiotas que anulan las diferencialidades y que se esfuerzan por encontrar compradores en todo el planeta. Por el contrario, la reinstalación de escrituras con marcas regionales entrega esperanzadores ejemplos, si bien no en número de obras, pero sí en calidad literaria. Eso no anula la crisis de pertenencia ni surge al interior de chovinismos rancios, más bien se acentúan las crisis y las fracturas.

Así sucede con la escritura de Eduardo Plaza, quien ubica sus narraciones en un norte tangible, sometido a un pasado y un futuro de derrota, tensado por un presente apagado, donde a los personajes sólo les queda recordar y soportar vidas mínimas y planas, tanto que carecen de toda intensidad. Y es precisamente ese tono de indiferencia o actitud de dejar pasar lo que mejor consigue proponer Hienas, un conjunto de relatos que, pese a la actitud displicente, rechaza el solipsismo, tendencia que domina las narrativas actuales.

Plaza sabe, además, calibrar el fraseo corto, activar las descripciones, templar y morigerar todo aquello que pueda significar desborde. Sus historias sobre emociones y sentimientos parecen aborrecer precisamente las emociones y afectividades. Por lo mismo, filtra todo sentimentalismo, aparentando desafección en las relaciones familiares, de pareja y amistad; sin embargo, sin estos vínculos, los protagonistas no podrían constituirse.

En Hienas las narraciones conforman mapas, marcan rutas, recorridos mínimos por zonas acotadas de Tongoy, Guanaqueros, La Serena, Coquimbo, en tanto lugares que se adosan a las biografías de los personajes, contagiándolos de tedio y suprimiendo todas sus expectativas. Los protagonistas son sujetos huraños que miran con una rara mezcla de desdén e ingenuidad todo aquello que los rodea. Sus existencias, en último término, parecen reproducir el guion de una película de bajo presupuesto, concebida a partir del rescate de pequeñas escenas de una etapa de la vida, la infancia o la postadolescencia, inmersa en una temporalidad quieta, casi inmóvil.

Otro aspecto destacable en este primer libro del autor es la ausencia de características que hagan especiales a los personajes, porque lo realmente importante para estos relatos es alejarse tanto de alguna constitución heroica como antiheroica, lo que le permite neutralizar lo trágico. Plaza busca tomar distancia de sujetos intelectualizados y de sus poses amalditadas o de cínica cursilería metropolitana. Por increíble que parezca, la ausencia de estas características no hace que los personajes sean menos inteligentes, cosa que buena parte de la narrativa latinoamericana nos ha venido enseñando desde hace unos años, al cargar las novelas con protagonistas que creen que la literatura se inventó para exhibir sus hinchadísimos egos y sus huecas reflexiones culturosas.

El distanciamiento y la vinculación con lo insignificante, las rencillas comunes a las tramas afectivas y la fractura de la épica masculina se imponen con fuerza en estas historias protagonizadas por personajes ensimismados, ariscos, desabridos en su imagen social, fríos y cercados por una intimidad atascada en su desconcierto.



 

 

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Crítica Literaria
La voluntad de los muertos, Felipe Banderas; La extinción de los coleópteros, Diego Vargas; La universidad de papel, Juan Guerra; Las vocales del verano, Antonia Torres; Hienas, Eduardo Plaza.
Por Patricia Espinosa
Publicado en Las Últimas Noticias. 20 de Enero al 17 de Febrero de 2017