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Crítica Literaria
Por Patricia Espinosa
Las Últimas Noticias. 23 de mayo al 13 de junio de 2014
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Casa Colorada
Ana Ugarte. Minimocomún Ediciones, 2013, 302 páginas.
LUN, 23 de mayo de 2014
El sitio en que se ubica la voz de Alicia Bustamante resulta fundamental para la exposición del ideario que la consolida en tanto icono de una estirpe. El fundo y la casa patronal constituyen el lugar decisivo para el desarrollo de una novela construida desde la mirada de la elite, sometida a la devastación familiar cuando sus tierras son expropiadas.
Casa Colorada de Ana Ugarte es protagonizada por Alicia, que se caracteriza como mujer por ser fría, apática, simple en sus análisis, y, como madre, hostil, poco acogedora y desleal. El narcisismo es su marca primordial, rasgo que en vez de enriquecerla, por torcer un mito de género, la denigra, debido al curso que toman los hechos. El relato cubre más de veinte años de la vida de esta familia compuesta por Julio, su marido, y los hijos, Fernando y Rosario. Todos los personajes, a los que hay que agregar a un nieto que desea ser escritor y a una desalmada nuera, se muestran casi anulados en sus particularidades, convertidos en estampas rígidas que parecen existir sólo cuando interactúan con el pequeño universo de obsesiones de Alicia.
Julio y Alicia están siempre acongojados, casi en igual medida, por la desaparición de Rosario como por la pérdida del fundo; Fernando, por su parte, reproduce los rasgos de personalidad de sus padres, su perspectiva ideológica progolpista y la desafección hacia Rosario. Esta última cumple el papel de provocar la permanente discordia intrafamiliar: fue una universitaria rebelde, militante del Partido Comunista, que hace suyos todos los clichés de los setenta. La conflictiva relación madre e hija se contamina al máximo cuando Alicia le manifiesta a Rosario que preferiría no haberla “tenido”.
La novela opera sobre la base de esquemas bastante elementales. La moral, las buenas costumbres y la vida “normal” y de “bien” están asociadas al rígido orden familiar, cuya existencia, ligada íntimamente a la patronal Casa Colorada, se ve amenazada por el despojo de sus posesiones. En el otro polo, la violencia, el mal o la falta de humanidad aparecen vinculados a la Reforma Agraria, la Unidad Popular, la figura de Allende, el Partido Comunista y los campesinos del fundo Las Tejas. La pérdida de la tierra incidirá de manera significativa en el desastre familiar, lo que provocará múltiples conflictos, llegando incluso a dañar lazos afectivos que, por naturaleza, debieron ser inalterables.
A pesar de los continuos saltos temporales, que podrían haberle dado más dinamismo al desarrollo de los hechos, la linealidad se puede recobrar fácilmente y, lo que es peor, este intento de fragmentación no logra descentrar la historia, porque todo aparece amarrado por una asfixiante y única perspectiva. Este disciplinamiento narrativo se espejea con la figura protagónica, alzada como un tótem autorregulado y compacto. Alicia no tiene fisuras y sus zonas de debilidad son anuladas por la propia narración, que sólo muy al final abre una pequeña veta para que fluya un matiz que revierte en parte su homogeneidad.
La tendencia a reiterar hechos, diálogos, perfiles, entrampa la anécdota, frenando e inmovilizando la mecánica de esta novela que elimina términos como “asesinato” o “tortura”, lo que le resta verosimilitud a la historia, además de desterrar cualquier posibilidad dialógica. En Casa Colorada sólo adquiere un significado social y político la pérdida de tierras, pero el dolor por la desaparición forzada es algo que se silencia y privatiza, invalidando el dolor colectivo, al reducir la enorme tragedia que significó la dictadura a un desgraciado y evitable drama familiar.
Sin redención
Miguel del Campo. Lom Ediciones, 2013, 188 páginas.
LUN, 30 de mayo de 2014
Un matrimonio de bioquímicos relativamente jóvenes, sin hijos, al borde de la separación. Andrés Toro, el marido, desconfía de su mujer, Leonor Lagos, y la sigue hasta un motel donde ella se reunirá con su desconocido amante. Un mes después, Leonor es ultimada en el mismo sitio. Sin redención, segunda novela de Miguel del Campo, se centra en descubrir al asesino, orientando todos sus recursos estilísticos a conformar una trama que siempre apunta a resolver el crimen. Sin embargo, lo que comienza como una bien pensada estrategia textual, termina siendo no más que una exhibición de pobreza de recursos narrativos.
En las primeras páginas queda claro que el autor es capaz de presentar un caso interesante, aunque lamentablemente se atasca, anulando las expectativas iniciales. El volumen presenta elementos que podrían haber permitido ampliar sus propios límites, es decir, crea las condiciones necesarias para varios posibles desarrollos, pero no logra concretarlos debido a deficiencias técnicas. En lo esencial, los errores tienen que ver con un exceso de falsos indicios, la presencia de personajes y líneas argumentativas a los que se les dedica bastante tiempo y que luego son desechados con suma facilidad, y, lo que es más grave, la incapacidad para construir un protagonista sólido. El comisario de la PDI Alejandro Vargas, encargado de resolver el caso, es una figura débil, intercambiable, insustancial. Del Campo no consigue ir más allá de la cáscara de su protagonista, porque la construcción del perfil carece de fuerza, impidiéndonos en todo momento acceder a su intimidad, a sus crisis, incluso a sus temores.
Vargas, con treinta años en la Brigada de Homicidios, divorciado de su mujer y a punto de jubilarse, arrastra un proceso vinculado a violación de derechos humanos. En su juventud estuvo ligado al caso del carpintero Juan Alegría, a quien la dictadura, a través de un montaje, inculpó en la muerte del sindicalista Tucapel Jiménez. El relato ingresa a esta zona del personaje, entregando información objetiva, sin hurgar en lo que realmente produce en Vargas ser interrogado una y otra vez en medio de insinuaciones de culpabilidad y, aun cuando denunció un posible montaje, también, de manera incomprensible para el lector, ocultó información relevante. En todo caso, esta línea narrativa de corte político resulta inútil y forzada, a menos que se haya pretendido darle el carácter de neopolicial a una anécdota que a todas luces se agota en el crimen pasional.
Sin embargo, no es sólo Vargas quien carece de profundidad; en los demás personajes también se privilegia la funcionalidad más que su espesor intelectual o emotivo. Y, si bien es cierto que esto podría ser una opción legítima, el desarrollo de la historia patentiza que estamos ante una maquinaria que funciona dando tumbos, ya que Vargas o no tiene método alguno o sabe ocultarlo de maravillas; además, carece de capacidad intuitiva u olfato detectivesco. Es decir, el caso lo desborda de una manera colosal y sólo el uso afectado de algunos artilugios narrativos pueden conducirlo a descubrir al asesino.
Trabajar en el interior de un género, ya sea para reproducirlo o para transgredirlo, resulta siempre un desafío mayor. Sin redención se queda siempre a medio camino, presa de vacilaciones que resultan fatales.
Informe de daños
Pablo Solé. Ceibo Ediciones, 2013, 109 páginas.
LUN, 6 de junio de 2014
A veces un primer libro puede errar en múltiples aspectos, pero al mismo tiempo entregar indicios de un trayecto mejorable, de un tramo perfectible. Otras veces, la profundidad y magnitud de los defectos es tal que el libro entero se hunde, sin que nada pueda ser rescatado.
Informe de daños de Pablo Solé se inscribe en ese último casillero. Ocho relatos que también podrían ser capítulos breves de una novela, conforman este volumen donde prima una voz narrativa amarga y rabiosa que da lugar, majaderamente, a un mismo personaje y un mismo discurso amoroso. Un tipo de mediana edad, confundido, pero no por ello menos prepotente, que jamás logra salir de sí, porque no logra construir un discurso que escape a la rabieta de tono menor por haber sido abandonado. La voluntad autoflagelante inmoviliza la trama, estanca el punto de vista narrativo y, por lo mismo, petrifica cada momento de esta escritura dedicada única y exclusivamente al lloriqueo histérico.
La presencia de amores fracasados constituye un tema frecuente en estos relatos. El protagonista machaca con su dolor y con su ira, a través de un discurso de enamorado resentido de poca monta, que entremezcla su queja con letras de canciones en español sobre despecho y pasión. El pretendido contraste entre el bolero y la balada, asumidos como kitsch, no consigue aglutinarse ni dialogar paródicamente, se pierde todo contraste entre ironía y seriedad, debido a la sequedad y beatería del discurso de estos personajes y, en particular, por el carácter cursilón que impregna a las voces protagónicas.
El conservadurismo que esta narrativa expone, ensalzando pareja única, sexo con amor, amor para toda la vida, pierde cualquier sentido idealizante, debido a la configuración absurda de los personajes. Seres que exacerban nimiedades, que se esfuerzan por hablar con palabras duras para mostrarse malos, perturbados por hechos o temas tan menores que llegan a resultar ridículos. Toda rudeza discursiva, además, se desnivela con la constante presencia de frasecitas terriblemente cursis, del tipo: “Las palabras son fósforos quemados enterrados en las uñas”, “Y el silencio de nuestro llanto llena el universo entero”, “Lanzar botellas de náufrago al mar de tus ojos”, “Afuera dios llueve y lo que queda de la lluvia, el barro cristalino, es mi alma”. Tan irrisorias como las anteriores citas, resultan las reflexiones sobre el amor que desvelan al narrador: “Algunos dicen que lo opuesto del amor es el no amor. Puede ser, todo es posible en este valle de miserias. Yo soy chapado a la antigua. Lo contrario del amor es el odio. El no amor no me interesa. Me interesa el odio y la oscuridad”.
Los enunciados breves usados con frenesí, pero desasidos de ritmo, junto al ensamblaje fallido de música popular con la rimbombancia del discurso amoroso canónico, empantanan el flujo narrativo de estos melosos relatos donde el detalle sensiblero enmarca con primor los itinerarios del mal. Así, tras una noche de orgía, el narrador inserta –como broche de oro– la siguiente escena: “Una pequeña estuvo toda la noche durmiendo con un oso de peluche en la mano. Estuvo con pijama. En el sillón grande. Esa noche tuvo pesadillas de estrellas fugaces”. La puritana intención de oxigenar los excesos con una imagen “tierna”, evidencia la pérdida de rumbo continuo de un libro que hizo todo lo posible por arruinarse.
Bomboclat
Marcelo Cheloi. Emergencia Narrativa, 2013, 97 páginas.
LUN. 13 de junio de 2014
Difícil camino es el que emprende Marcelo Cheloi en su primera novela al abordar como tema central el consumo de drogas. Por lo general, en literatura, el tema en sí no admite términos medios: o se está a favor, derivando en textos entusiastas y apologéticos, o en contra, cayendo en el discurso satanizador de la droga. En este caso, las dos posturas tienen lugar, aunque según el orden de los factores, es el discurso moralizante el que termina prevaleciendo. Así, lo que pretende ser un panegírico en torno a la libertad y la posibilidad de alcanzar estados de conciencia vivificantes para el individuo termina por convertirse en una seria advertencia sobre los efectos nocivos del consumo, ya que hay una proporción clara y directa entre el volumen de drogas que se mete el personaje principal y el aumento de su descontrol y decadencia.
Bomboclat tiene como protagonista y narrador a Baco, un tipo de veintiséis años, de clase alta, estudiante de último año de periodismo, que se mueve por Antofagasta, donde viven sus padres, Santiago, donde se ubica su universidad, y Reñaca, donde posee un departamento. Baco recuerda lo que han sido sus últimos cinco años, al mismo tiempo que se preocupa por su presente, estableciendo un correlato entre su adicción y su fracasada vida afectiva. Ya no tiene novia y el trato con sus padres se reduce al dinero que pueda obtener de ellos y aguantar sus preguntas y consejos. Sólo le quedan algunos amigos, siempre dispuestos a seguirlo en la ruta del consumo y la fiesta permanente.
La banalidad cruza cada una de las relaciones del personaje, quien teme discurrir sobre el trasfondo de su vida, ocultando al lector lo que él llama sus “cavilaciones”. Aun así, el abandono en que vive se aprecia en la forma en que piensa de sus padres: “Si solamente me diera un abrazo en vez de romperme tanto los huevos”, “Creo no arrepentirme para nada de las cosas que he hecho, o hago… pero sí extraño los afectos”, “Los quiero caleta y no sé si ellos lo saben”. En definitiva, Baco es un displicente chico ABC1 que se niega a crecer y su proceso autodestructivo es efecto obvio de sus carencias afectivas.
A pesar de la constante cercanía de amigos, Baco está siempre solo y desesperado; no hay un momento o ‘viaje’ donde la marihuana o la coca le permita acceder a un pequeño estado placer, a un estado de gozo, a trascender su conciencia racionalista; eso lo lleva expresar que el consumo lo deja en una “anestesia emocional total”. La ausencia de sicodelia y/o de misticismo convierte la droga en un símbolo absoluto del mal, que, sumado a su situación familiar, deriva en una historia de la ruina. Baco, además, es un personaje con un nivel intelectual bajísimo, que no logra salir de su imbecilidad por más droga que ingiera. Al extremo de que tras consumir ayahuasca queda exactamente igual, a pesar de que señale que ha vivido la “resurrección de su alma”.
El relato resulta cercano debido a su simpleza formal, el uso del lenguaje coloquial y el conflicto que presenta; la novela logra conectar al lector con un personaje profundamente idiota y a ratos hasta un tanto divertido. Sin embargo, la inexistencia de progresión narrativa y el manejo del estereotipo, hacen que el volumen resulte reiterativo y predecible. Lo peor, en todo caso, es el predominio del tonito pastoral que anula cualquier posible actitud transgresora.