Efectos secundarios
Larissa Contreras. Santiago: Noctámbula, 2022, 153 páginas.
LVQS, 14 de diciembre 2023
El año 2016 dos funcionarias públicas del Servicio Nacional de Menores, fueron sentenciadas a cinco y cuatro años por apremios ilegítimos con resultado de muerte en contra de la menor Lissette V. El resultado: ambas cumplieron la pena con el beneficio de libertad vigilada.
Este macabro suceso es el que da lugar a Efectos secundarios de Larissa Contreras. Una novela perturbadora porque la autora utiliza un inesperado estilo tragicómico.
La narración está a cargo de la voz de uno de los asesores de la jueza Carmen Gloria Espíndola, magistrada de un tribunal de familia. Este asesor tiene un problema de diseño que podría restarle verosimilitud: es un personaje, es decir con un punto de vista limitado, pero conoce tal cantidad de cosas que da para pensar que es omnisciente.
El relato se inicia con la muerte de Catalina Navarrete de once años al interior de un centro de acogida de menores, al cual la novela denomina SERNAM. En primera instancia, se afirmó que su muerte se debía a un paro cardiorrespiratorio. De ahí en adelante, la historia seguirá de cerca la experiencia íntima de la magistrada que determinó la internación de la niña.
Espíndola es abordada en sus reflexiones culposas. Rápidamente la jueza advierte su enorme responsabilidad, pide una licencia laboral por crisis de pánico y se encierra en su hogar a mascullar su culpa y delirar con las visiones del fantasma de la niña muerta: “La jueza imaginó a la pequeña gritando, chillando contenida por las tías, suplicando por su madre. La imaginó azotando su mejilla contra el suelo, ensangrentada, boca abajo, pataleando, ahogándose con el contenido de su vómito: una carbonada tal vez, o un charquicán grasiento. Todo el culo del Estado aplastando a la criatura. Mami, mamita, te hice un dibujito, te amo, mamita, llévame a mi casa, quiero dormir contigo en tu camita, gritaba la Cata deformándose, desvaneciéndose fruto de los fármacos que ya empezaban a surtir su efecto”.
Uno de los pocos vínculos con el fuera es el abogado Cifuentes, amante de la jueza, caracterizado, al igual que ella, como un perfecto representante del corrupto y miserable aparato público. A las mínimas visitas que la magistrada recibe en su hogar, se suma “la loca Pinto”, una periodista que investiga el caso. Ella actuará como un medio para buscar la anhelada expiación y así tratar de aminorar la enorme responsabilidad que Espíndola se atribuye.
Resulta muy difícil abordar una temática tan escabrosa como la muerte de una niña con un enfoque irónico, más aun cuando la protagonista, la jueza, es derechamente un personaje cómico, a lo que hay que sumar la compleja figura del narrador. La apuesta de la autora podría haber dado como resultado que toda la novela se desplomara. Pero esto no ocurre, ya que lo bufonesco de este personaje contribuye a enfatizar un contexto que en su degradación ha llegado a ser carnavalesco. Es decir, en este libro el humor y la ironía hacen daño, porque solo pueden provocar una mueca de repulsión frente a una justicia a tal grado insensible que la muerte de una niña se investigó y sancionó como un asunto menor.
En todo caso, la autora con su prosa es veloz, afilada y sin ambages, manifiesta un sentido de la ironía inigualable. No pierde ocasión de burlarse con crueldad de la decadencia en que viven todos los personajes del volumen, que termina siendo una violenta y desesperada denuncia en contra del trato a la infancia carenciada.
Se agradece que Contreras elabore una narrativa situada, pegada a un acontecimiento más que real, hiperreal: la situación de los y las menores internados en los denominados malamente “hogares” del Estado por parte de un sistema indolente. Y no cualquier menor, sino los más pobres, los más precarizados, sometidos a la violencia y abandono familiar y estatal. Efectos secundarios es un muy buen ejemplo de que el humor puede ser una terrible arma de denuncia.
“El nombre de los otros”
Verónica Jiménez. Santiago: Garceta Ediciones, 2023, 144 páginas.
LVQS, 21 de diciembre 2023
Lo primero que se me viene a la cabeza tras terminar de leer este volumen es la brutalidad de la dictadura. El nombre de los otros, primer libro de relatos de Verónica Jiménez, nos aproxima a este fatídico periodo de la historia nacional y sus efectos en sujetos comunes, que no pueden acceder a nada que pueda salvarlos de la violencia.
Jiménez elabora lo que puedo denominar literatura plebeya, aquella orientada a representar a sectores sociales no hegemónicos donde se sostiene, además, un discurso crítico-político.
En su conjunto, estas narraciones, podrían considerarse un gesto de restitución de vidas que no han sido escritas, vidas anónimas que fueron eliminadas de la historia o que figuran en algún archivo (fosilizado) como un mero dato. Jiménez a través de su escritura otorga identidad a los personajes que circulan por las páginas de su libro y con ello, permite que sus existencias cobren un sentido colectivo.
Desde un énfasis intimista y lírico, la autora elabora ocho narraciones impecables en términos estilísticos. Su prosa, muchas veces con un dejo de oralidad, no escatima en rudeza a la hora de exponer el horror que desplegó la dictadura; sin embargo, también explora una tonalidad apacible, donde logra capturar fragmentos de afectos familiares, amores adolescentes, complicidades fraternales.
La corporalidad posee un lugar importante en este volumen, cuerpos que serán torturados, violados y finalmente asesinados, aunque la muerte no era el único fin, sino la dominación en todas sus dimensiones de quien desobedece. Así se advierte en el relato “El nombre de los otros”, que da título al libro, emitido por una primera persona, se orienta a la experiencia en prisión de un individuo perteneciente a un pueblo originario. Torturado de manera permanente, éste mantiene su dignidad siempre en alto. Con un manejo del tiempo excepcional, seguimos paso a paso el proceso de “quebrar” a la víctima.
Como pocos autores nacionales, la autora se enfoca en aquellos condenados a perder una y otra vez como ocurre en “Fanfarria para un hombre común”, donde un par de adolescentes enamorados en tiempos dictatoriales terminarán en trincheras irreconciliables. Es cierto que hay heroísmo, sin embargo es un heroísmo que no se vincula a ninguna épica. Nada salva a los personajes de una derrota absoluta, solo pueden alzar una suerte de ética plebeya que alza una dignidad frente a la inevitable destrucción total.
La desmesura de la violencia dictatorial cae con fuerza en infancias destruidas de las cuales se ha arrancado cualquier magia e inocencia, haciendo que las niñeces se golpeen con fuerza con una violencia que entra hasta lo más profundo de sus familias. Así se advierte en “La Dalia Blanca”, nombre de la desesperada protagonista cuyo padre se encuentra desaparecido. En “Treinta días tenía septiembre” nos insertamos en la amistad de dos pequeñas que no logran comprender el caos que vive el país y que interviene en sus relaciones familiares. Finalmente, el tercer relato centrado en la infancia es “Malas juntas”, donde el tío Ringo, un adolescente rebelde, es narrado desde la mirada de sus dos pequeños sobrinos. Su familia sigue protocolos educativos derivados del mundo castrense que llevan a Ringo a tomar una decisión radical.
“Ombú” es el broche de oro de este volumen. Está dedicado al conscripto Carlos Carrasco Matus, asesinado por la dictadura y cuyos restos hasta hoy no han sido encontrados. La narración, que es casi una novela breve, reconstruye la historia de un joven conscripto que apoyó a múltiples prisioneras de Villa Grimaldi. El costo de su “osadía” lo transforma en un mártir.
El nombre de los otros es un libro doloroso, donde la memoria golpea fuerte y que nos lleva a preguntarnos, una vez más, sobre la infamia, la impunidad y el daño irreparable que la dictadura produjo en cientos de ciudadanos cuyas existencias anónimas cambiaron para siempre.
Un muerto en el camarín
Juan Cristóbal Guarello. Santiago: Zig-Zag, 2023, 152 páginas.
LVQS, 28 de diciembre2023
Este libro pretendió ser una novela de denuncia sobre el mundo del fútbol nacional, pero de denuncia no tiene nada. Un muerto en el camarín de Juan Cristóbal Guarello no es más que un recuento de chismes de poca monta envueltos en un pseudopolicial que no funciona por ninguna parte.
Denunciar a través de la literatura es legítimo, pero aquí claramente el autor confunde cautela con una actitud timorata. Porque no hay riesgo en su denuncia, a menos que para alguien sea un notición que algunos connotados jugadores son buenos para la parranda y que hay manejos turbios en las altas esferas del fútbol profesional.
El suicidio de un jugador de la Selección Nacional en un camarín de Juan Pinto Durán pareciera ser el eje de este volumen. Un centro falso, porque lo que de verdad le preocupa a la narración es la figura de Ángelo Rebottaro; un argentino que se ha hecho rico manejando el fútbol chileno. Su labor no solo es comprar y vender jugadores, sino que levantar una red de tráfico de influencias de gran altura, que logra tener incluso el control de la asociación nacional de fútbol.
Así, el suceso policial no es nada más que una excusa para desplegar el detalle pormenorizado del lujoso estilo de vida del representante y de un puñado de jugadores, una tropa irredimible de flaites que a duras penas puede hablar. Este aspecto es estrujado con saña por el narrador, quien, obviamente, sí poseería un habla señorial. Acusar los “errores” del habla popular, es decir desajustada a la anacrónica Real Academia de la Lengua Española, es un tema que solo sirve para marcar el desprecio hacia ese sector social.
Todas las individualidades son uniformadas por una mirada reduccionista. Los personajes no son más que meros estereotipos, planos, predecibles, sin posibilidad de matices. El autor posee un insuperable talento para el cliché. Con una naturalidad inigualable, surge una sarta de individuos caricaturescos y genéricos: el empresario argentino versero y corrupto, los futbolistas semianalfabetos y brutos, los trabajadores menores, como el utilero, representados como rotitos simpáticos y serviciales, los barristas animalizados, el policía en baja, pero con olfato.
De todo este circo decadente el único que se salva como personaje es el periodista ético y heroico, acorralado por un entorno infecto. Verdadero faro moral en medio de una tormenta de corrupción, despilfarro y estupidez.
El exceso de lugares comunes le resta cualquier atractivo a esta historia que pretendió mostrarse ruda y que terminó por no ser más que un desabrido charquicán de cahuines, conocidos por cualquiera medianamente informado. De novedad o de desenfado la novela no tiene nada. Es esa precisamente la gran caída de este volumen, que parte como un alarido y termina como un bostezo.
Para qué decir del contexto: nada, ni marco histórico ni problemas sociales ni vínculos con el ambiente político, nada. El fútbol es un territorio autónomo. Un mundo dibujado en base a patrones demasiado estables, que hace gala de machos acompañados de mujeres tontas y superficiales.
Sí, Guarello escribe de manera informada, pero acumula datos de manera compulsiva. Su prosa es recargada y profusa en comparaciones y adjetivaciones, una suerte de parloteo incesante de un narrador omnisciente que no posee ninguna gracia para saltar de una situación a otra. Su mayor despliegue técnico es cortar con un hacha y cambiar de tema. Aunque lejos lo más nefasto es su tono de predicador, implacable para mostrarnos qué es lo correcto y lo justo. Nadie mejor que “Él”, tiene el poder de decirnos la pura y santa verdad sobre el mal que infecta día a día al fútbol nacional.
Un muerto en el camarín es una novela que no funciona por ninguna parte, no está bien escrita ni es entretenida y tiene un tono acobardado a la hora de denunciar. Respecto al caso, el suicidio, hay que aguantar hasta las páginas finales para que el autor se digne retomarlo, lo que después de tanto desperdicio da exactamente lo mismo.
Tierra de campeones.
Diego Zuñiga.
Santiago: Random House, 2023, 276 páginas.
LVQS, 3 de enero2024
Un insaciable deseo de triunfo y la constante frustración ante la derrota se consideran como parte esencial de lo que supuestamente es la identidad chilena. El tema de un pueblo con garra, pero mediocre y habituado a triunfos morales resulta ser el combustible principal de la reciente novela de Diego Zúñiga.
Tierra de campeones se basa en la historia de Raúl Choque, iquiqueño y figura central del Mundial de Caza Submarina realizado en la nortina ciudad en 1971. Raúl Choque es “Chungungo” Martínez en esta novela, mariscador de una caleta quien, a punta de esfuerzo, logró llegar a la cima. Tal como alguna vez ocurriera con sus ídolos del boxeo: Tani Loayza y Arturo Godoy.
La sencillez, la resiliencia del muchacho, sumadas a su tenacidad para sobrevivir se ofrecen como etapas de la formación de un héroe. Chungungo pasa de ser nadie a convertirse en el adalid de su precaria colectividad.
El libro posee dos segmentos: uno dedicado a la niñez y los primeros años de juventud de Martínez y el segundo concentrado en su hazaña deportiva. En el primer nivel asistimos a un relato íntimo del personaje. Un chico abandonado por sus padres con un excepcional talento. Es capaz de sumergirse en el mar y aguantar el aliento como ningún otro pescador, sus pulmones son un prodigio que le traerá frutos inesperados. La segunda sección del volumen se distancia del protagonista y nos lleva a su vida en el equipo de caza submarina. Así llegan las rutinas de entrenamiento, relaciones del equipo de deportistas y también los fracasos, triunfos, viajes y fama.
Es precisamente este segundo segmento el que el que termina por dominar la novela. Lo interesante es que funciona como una crónica deportiva, no solo en cuanto a la amplitud y riqueza del lenguaje periodístico, sino a la plasticidad de la prosa. El problema es que se produce una disociación demasiado fuerte entre ambos segmentos, los que poco logran dialogar.
Más aun, el Zúñiga-cronista se mueve con experticia respecto a su objeto, mientras que Zúñiga-novelista resulta inseguro en su modo de abordar al protagonista y en estructurar la narración. La novela no supo o no pudo establecer un movimiento pendular entre ambos segmentos, derivando en dos partes demasiado autónomas, al extremo que, en la sección de crónica deportiva, Martínez pasa a ser prácticamente un personaje secundario.
El paisaje, reiterado desde hace más de un siglo en la literatura nortina, es uno de los aspectos fundamentales en esta historia. Una vez más, caletas empobrecidas, Iquique y sus otrora construcciones lujosas, las salitreras abandonadas, el desierto abismante y, por supuesto, la fibra de acero del hombre nortino. A esto hay que agregarle las huellas del horror de la dictadura representadas por los cuerpos de los detenidos desaparecidos. Esto último, expuesto como un guiño autoral salvífico, más que un hecho horroroso determinante para el destino del protagonista.
Zúñiga, siguiendo un esquema un tanto básico, elabora una épica y un héroe al cual enfrenta a una cadena de pequeñas batallas hasta arribar al combate final. Su heroísmo, tal como sucede en los cuentos tradicionales, se vuelca a la comunidad a quien restituye su honra. Todo bajo una idealizada mirada donde todos los miembros de las caletas son un pan de dios y donde predomina la elevación de una varonía que funciona como la esencia del sempiterno iquiqueño luchador.
El entusiasmo por el territorio y su gente conduce al narrador a una suerte de exaltación desmesurada, algo así como un almidonado chovinismo iquiqueño que tiene su punto cúlmine en el siguiente segmento: “los espectadores comienzan a entonar el himno de Iquique. Se escucha fuerte: “Cantemos con el alma estremecida/ ¡Iquique, Iquique, Iquique!/ Eres el gran amor de nuestras vidas/ mi viejo y heroico Iquique”./Los viejos lloran, desconsolados. Rossi los enfoca, en primer plano, como si quisiera decirnos que ahí, en esa euforia, se esconde la historia íntima de una eterna derrota, el relato oculto de años y años de momentos en que alcanzar la gloria estuvo ahí, a sólo unos cuantos metros o segundos, el casi casi, el fin de una serie de triunfos morales”.
La derrota pareciera reafirmar la ligazón de los habitantes con su ciudad y su territorio, una derrota que recrudecerá con la llegada de la dictadura. Todo muy emocionante, pero desgraciadamente el libro se vuelca a un discurso identitario limitado a la heroicidad y el arraigo, lo cual provoca un adelgazamiento potente no solo de la historia personal de Martínez, sino de toda la novela, convertida en un homenaje tierno y piadoso, a la fuerza y el empuje de la ciudadanía.
Así las cosas, Tierra de campeones termina siendo solo una puesta en escena de un sentimentalismo estándar que no logra exprimir a su protagonista ni al espectacular mito que lo ronda. Zúñiga es un buen cronista, como lo demuestra en esta narración, la cual se merecía mayor ímpetu, resentimiento, dobleces y contrapuntos dramáticos que fortalecieran la trama; logrando con ello, escapar de una modulación literaria cómoda y poco arriesgada.
Oink.
Paul Seaquist. Santiago: Zuramérica 2023, 172 páginas.
LVQS, 11 de enero2024
Ocurre con este libro que no tiene contrapesos, posiciones enfrentadas o algo parecido a una palanca de cambios, nada. Solo un tono, una actitud, una velocidad, todo conducente a un único propósito: golpear al lector por medio de la violencia. Paul Seaquist (chileno, radicado en España) es el autor de Oink, un volumen que pretende ser ácido y obsceno, pero que no es más que la acumulación facilista de situaciones de ensañamiento hacia seres desarmados.
No hay aquí el más mínimo intento de ahondar en las causales del comportamiento de los personajes, porque solo son meros títeres de un juego mayor, que no es otra cosa que la apología de la violencia. Oink machaca con un tipo de sujeto: un hombre cis heteropatriarcal, concentrado en el ejercicio de la violencia como un acto triunfal. Los protagonistas de estas narraciones son dignos representantes de un poder que actúa precisamente porque tiene pleno derecho al abuso.
Seaquist escribe relatos breves, la única excepción el segmento final que es casi una novela corta, sobre un hombre que acosa a una pequeña. En general, utiliza una estrategia efectista más antigua que el hilo negro en la que se pretende sacudir la moral burguesa mediante una denuncia del pútrido mundo en que vivimos. Gran objetivo, pero hipócrita, porque como no hay contrastes todo se resume en un grupo de individuos que se solazan en su derecho de violar niños, quemar homosexuales, abusar sexualmente de mujeres, empalar, castrar, asesinar madres. Es decir, todo lo que pueda satisfacer la imaginación de un macho dominante, representado casi siempre por un señor de clase media, solitario, abandonado por su mujer, con un pequeño grupo de conocidos, también varones. Ellos forman una pequeña comunidad que comparte el gusto por la violencia, los cuales se ayudan e intercambian víctimas.
Los cuerpos como mercancías y la fetichización de mujeres, niños y minorías proliferan en estas historias donde extrañamente opera una prosa castrada a la hora del minimalismo sexual. Solo está el relato bastante poco detallado de los hechos violentos. Salvo algunas excepciones, todo es descrito a trazos gruesos. La escritura de Seaquist no llega a ser nunca pornográfica, ni menos libidinosa o erótica. Esto implica una suerte de embozamiento narrativo, que puede significar subir un escaño en configurar un mundo perverso. Un límite que el libro no está dispuesto a cruzar y que desinfla toda la exploración del mal que se podría haber conseguido.
El autor escribe para golpear a cada paso, siguiendo esa ya gastadísima estrategia de ir contra lo “políticamente correcto”. Quizás por eso se manda estas joyitas: “Acabo de matar a mi madre. La maté por puta. No fue difícil. Lo hice como se mata a los perros. Con los ojos abiertos y el pulso estable. A palos. Lo demás no se cuenta. Se calla”, “Solo se calló cuando le metí una de las peras en la boca y la rocié con el combustible. Me parece que en ese preciso momento se dio cuenta que las explicaciones ya de nada valían. Tal vez incluso menos que las excusas. Encendí un fósforo y ella ardió, por fin, en silencio”.
Todos estos actos de violencia tienen como denominador común la idea de construir narraciones de alguna forma indiferentes a los actos de los protagonistas. Esa indiferencia o distancia se resuelve en muchos casos en una actitud irónica, que claramente es propia y natural en un sujeto que mata a su madre sin que se le altere el pulso. Por ese filtro pasan escenas donde se relata abuso infantil, odio a las feministas y minorías de todo tipo.
Este es un libro que hace trabajar poco a la imaginación, porque todo se entrega ultraprocesado, lo que genera es que a pesar de lo denso del tema, termine siendo transparente. Un mismo personaje, un tipo solo, violento, pero a la vez pasivo, que programa sus acciones y bla, bla, bla. Por cómo está escrito Oink daría para ser definido como una pataleta, un berrinche, el problema es que detrás de todas sus imperfecciones se despliega un imaginario supremacista, misógino y pedófilo.
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Crítica Literaria Efectos secundarios,
Larissa Contreras; “El nombre de los otros”,
Verónica Jiménez; Un muerto en el camarín,
Juan Cristóbal Guarello; Tierra de campeones,
Diego Zuñiga; Oink,
Paul Seaquist.
Por Patricia Espinosa.
Publicado en La voz de los que sobran, del 14 de diciembre 2023 al 11 de enero 2024