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Crítica Literaria

Por Patricia Espinosa
Publicados en Las Últimas Noticias, del 15 de marzo al 12 de abril de 2019



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Población flotante
Carlos Araya. Emecé, 2018, 194 páginas.
LUN, 15 de marzo de 2019

La proximidad, la cercanía, muchas veces vuelve imperceptibles ciertas zonas de la realidad, llevándonos a ignorar qué hay más allá de la capa exterior de un oficio, un individuo o un modo de actuar o decir. Carlos Araya sabe cómo ingresar a estos sitios invisibles; así lo ha demostrado en sus dos anteriores publicaciones y ahora lo confirma con Población flotante, una novela oscura, compleja, aguda al momento de plantear una crítica social y poner en primera línea una estructura, un armazón fusionado con el sentido de la escritura.

¿Hay algo más naturalizado que un viaje en bus interprovincial? Aun así, como temática literaria resulta tremendamente original. Milton Trejo, el conductor, y Enzo Aguirre, el auxiliar, trabajan para una empresa de transportes famosa por su alta tasa de accidentalidad. Sin embargo, esto parece no importar a los sesenta pasajeros que seguirán la ruta Santiago-Arica.

El viaje y la máquina son delineados como una entidad infernal que se desplaza en lo que parece ser un tiempo paralelo donde se congregan seres angustiados y expectantes ante una nueva vida. La violencia toma el control de los hechos, se vuelve incontrolable, y la posibilidad de experimentar una golpiza o accidente es constante. El viaje es de noche y hay un frente de mal tiempo que bloquea la ruta habitual que debe seguir el conductor.

El índice de este volumen expone de manera fraccionada las voces de los viajeros, sin nombres, y de los dos trabajadores de la empresa de buses. Ocho veces aparece Trejo y nueve Aguirre. Los pasajeros, por su parte, aparecen solo en algunas ocasiones exponiendo su testimonio más de una vez. El destinatario de estos relatos es el lector, ya que no hay un personaje que pida, impulse o coaccione a los emisores-viajeros a contar tramos importantes de su vida que justifiquen el viaje que están realizando.

El mayor logro de esta narración es el tratamiento estructural. En esta ocasión las múltiples voces mantienen su diversidad a pesar de la dispersión, ya que bien pudieron igualarse los discursos y derivar en estilos de habla y perspectivas indiferenciadas. Además, existe una diversificación de los centros narrativos, pues pueden ser el viaje, la noción de traslado o la esperanza de un futuro mejor. Esto indica una concepción del texto donde forma y fondo se manifiestan como una unidad férrea, indivisible, permitiendo que escritura y disposición se retroalimenten. Un recurso muy bien asumido por este volumen es ir más allá de la polifonía, insertando excepcionalmente al autor textual, no biográfico, en la elaboración del índice, la selección de voces, el orden de las narraciones, el uso de cursivas, el color de la tipografía, la presencia de las fotos antiguas.

El libro se sustenta en una escritura donde se aproximan los límites entre realidad y ficción, pero sin aspavientos, creando una historia despojada de toda hipérbole, afincada en pequeños relatos siempre funcionales a la construcción de las identidades de quienes hablan. La sequedad y la austeridad de la prosa conviven con diálogos rápidos, un habla directa donde lo común está siempre atravesado por una mirada que convoca lo espeluznante con apacibilidad. Además, Población flotante evidencia, con una seguridad formidable, la crítica reciprocidad entre una naturaleza violenta y la manipulación ambiental a la que estamos sometidos. Carlos Araya es hoy uno de nuestros más acuciosos narradores y esta novela constituye definitivamente un acierto.

 

 

 


Yo soy un pájaro ahora
Vladimir Rivera. Montacerdos, 2018, 108 páginas.
LUN, 22 de marzo de 2019

La catástrofe está acá. El horror se despliega y ataca a partir de un virus que altera todas las formas de vida. En este conjunto de relatos de Vladimir Rivera, los humanos intentan soportar la acometida siguiendo a duras penas con sus existencias. Yo soy un pájaro ahora narra con una enorme naturalidad la mezcla de temor y resignación que impone la devastación postapocalíptica. Rivera tiene la capacidad de construir historias macabras donde siempre queda lugar para destacar lo entrañable de sus protagonistas, individuos solitarios, aislados, conscientes de que no hay ninguna posibilidad de ir más allá de los fracasos afectivos y la amenaza de la muerte.

Las narraciones se sitúan en un momento particular. Se ha iniciado el Holodomor, palabra que apela a un hecho histórico real: la gran hambruna, provocada según muchos por Stalin, que asoló Ucrania en la década de 1930. Ahora la tragedia se inicia en Chiloé y se expande por Chile, pero ya no por razones políticas, sino bajo la forma de una infección que destruye a los habitantes del país. El mundo se cae a pedazos, mientras los personajes tratan de obedecer las normas sanitarias y vivir a nivel íntimo, simulando cierta normalidad.

"Yo soy un pájaro ahora" es el relato que abre el libro con exactitud y precisión en la dosificación de la tragedia. El inicio resulta ejemplar. En apenas cinco párrafos accedemos al monólogo de un hombre que narra el quiebre de su matrimonio y recuerda el cumpleaños de su hijo, un chico solitario, con comportamientos mínimamente extraños. Un momento grandioso sucede cuando el narrador dice: "Nunca pensé que se mataría a los siete años". Esta frase golpea, y duro, porque hasta entonces la historia había abordado la rutina doméstica, el fracaso, la infelicidad, sin mayor emoción, incluso con cierta lejanía. Sin embargo, al señalar el suicidio infantil, se produce un quiebre impresionante y ya nada de lo que sigue será lo mismo.

Otro de los relatos sobresalientes donde se reitera el suicidio es "Pinochet love song", centrado en un grupo de jóvenes de pueblo: "Éramos [...] listos, guapos, inmunes a todas las enfermedades, listos para enfrentar el Holodomor. Inocentemente despectivos con el resto, pero sobre todo carentes de emoción real. Éramos los dueños del mundo. Aunque el mundo entonces era un par de cuadras de tierra, en una oscura ciudad como Parral". La atmósfera opresiva no es un obstáculo para estos personajes con ganas de pelearle a la hecatombe mientras aman, odian y toman decisiones atroces.

El volumen posee un estilo limpio, calmo, cargado de símbolos oscuros que dan cuenta del estado de conmoción individual y colectivo que experimentan los personajes. La frase corta, los diálogos secos, los monólogos, mayoritarios en estas narraciones, y por sobre todo la configuración de las intimidades permiten afirmar que se trata de un conjunto de cuentos no solo bien facturados, sino complejos en su sentido último. Aquí no hay piezas sueltas en el transcurso narrativo ni discursos moralistas sobre el origen o responsabilidades sobre este fin de los tiempos.

La imposibilidad de escabullir la muerte, la soledad, el desamor y el apocalipsis, o sea, la secreta conciencia de participar en una batalla final, impregna cada línea de estos relatos. Vladimir Rivera ha logrado elaborar una escritura sin alardes, que irradia una tristeza y desesperanza imbatibles, abriéndose con ello un lugar destacado en la narrativa chilena, específicamente en el género cuento.

 

 

 


Los días de Moreau
Nicolás González. Oxímoron, 2018, 150 páginas.
LUN, 29 de marzo de 2019

Si alguien buscara derrochar su tiempo, la lectura de esta novela de Nicolás González resultaría precisa: el relato se queda siempre a medio camino, desdibujando la razón de ser de su protagonista, perdido en desvíos irrelevantes, farreándose el carácter enigmático de todo aquello que lo rodea.

Manuel Moreau es el protagonista de Los días de Moreau. Sus datos biográficos son mínimos: de edad indefinida, hijo único y ex estudiante de arquitectura. Tras cinco años y debido a un fracaso que la narración oculta, vuelve al departamento donde vive Blanca, su madre, y la abuela Violeta. Manuel es un tipo carente de proyectos, despreocupado y que no demuestra emociones. Lo único que alguna vez lo ha entusiasmado ha sido la búsqueda de su supuesto padre.

La narración sitúa a Moreau en una familia de clase media orgullosa de sus apellidos extranjeros, lo cual sería un aliciente para encontrar al progenitor. La novela plantea esta necesidad, para luego eliminarla sin hacerse mayor problema, dejando al protagonista entregado a la indiferencia ante su futuro y reinserción familiar. Si bien podría entenderse la opción de desligar al personaje de grandes reflexiones, no resulta comprensible la ausencia de profundidad en abordar hechos menores. Esta descompensación es la que impone al volumen el carácter de intrascendente.

De este modo, la personalidad introvertida de Moreau y el enfoque al que es sometido llevan a que el personaje resulte completamente externalizado, permitiendo que toda la historia se convierta sólo en un repaso de situaciones y anécdotas inconducentes. Es llamativo, por decir lo menos, que una novela de carácter realista no dé señales sobre el regreso del protagonista al hogar familiar ni sobre qué lo llevó a retirarse de esa vida; en algún momento reaparece, y ya está: tanto Moreau como quienes lo rodean actúan como si no hubiera un hecho o acto anterior trascendente.

Por cierto se podría decir que estamos frente a un intento de deconstruir el formato novela sacándole los centros posibles y eliminando toda tensión dramática. Sin embargo, si ese fue el intento, haber incluido una línea humorística fue un desacierto mayor. Porque si hay un recurso malgastado en este libro es el humor. Quizás esto se deba a la carencia absoluta de ironía, lo que conduce a que aquello que pretende mostrarse como extravagante resulte derechamente ridículo.

El volumen tiene un modo de narrar blando, sin soportes temáticos claros; además es tremendamente aburridor, incapaz de delinear personajes con convicciones y dudas, y de generar un conflicto que sostenga al protagonista. La prosa se desgasta en descripciones inconducentes, carentes de simbolismo, vaciadas de indicios. Además, la tendencia al recargamiento de las frases las dispara hacia zonas inútiles, alejadas de lo que pudo ser el eje de esta novela. No está de más señalar que hasta las subtramas ligadas a la madre, abuela y novia del protagonista son inútiles, ya que no intervienen un ápice en la existencia de Manuel Moreau.

Las debilidades técnicas y la incapacidad de proponer una historia mínimamente atractiva convierte a Los días de Moreau en un total desperdicio.

 

 


El cielo rojo del norte
Patricio Jara. Alfaguara, 2018, 122 páginas.
LUN, 5 de abril de 2019

Con más de doce libros, entre los de ficción y los de no ficción, Patricio Jara no solo ha demostrado ser prolífico, sino también un escritor con oficio, es decir, con voz propia, creatividad y una recurrente y bien lograda preocupación por el norte chileno, su gran tema.

El cielo rojo del norte, libro de relatos, se enfoca en combatientes de la Guerra del Pacífico, tanto anónimos como distinguidos con la inmortalidad. También se incluyen civiles y extranjeros que, sin buscarlo, prestaron servicios de ayuda al país que los acogió.

En términos generales, este conjunto de historias es, por desgracia, un muy mal paréntesis dentro de la producción de Jara. Lo que primero salta a la vista es su extrema cercanía con el estilo narrativo de Hernán Rivera Letelier, lo cual no pasa simplemente por situar las historias en el norte. Jara, tal como Rivera, asume la frase recargada y el género cuento como un resorte para desplegar un tono de cuenta-cuentos. Esto implica que, de manera literal, se utilicen recursos para mantener al lector entretenido. Por tanto, las narraciones se ciñen al viejo esquema aristotélico, en función de un conflicto y un clímax evidente, donde se vuelve imposible extraviarse y dejar de estar expectante.

Otros puntos de encuentro entre estos dos autores son el contexto como determinante radical en el actuar de los personajes. En ellos se da la reiteración de algo así como una forma de actuar "propia" del nortino o del que vive en el norte, cuya expresión mayor será la valentía para superar la derrota o enfrentar la muerte. Finalmente, el gran punto de cruce entre Jara y Rivera es el tratamiento del realismo, siempre veteado por acciones, comportamientos o situaciones inusuales, con un fuerte componente estrambótico. Jara acude al tono gore para liberar su fascinación por el dolor físico, amputaciones, cuerpos baleados o reventados en mil pedazos. Lo anterior no significa un mal uso del recurso, pero sí permite consignar el despojo de la carga pavorosa que entraña un cuerpo violentado por las armas o, al fin y al cabo, por la guerra.

Así, se conforma una estética exaltadora de la violencia. Al glorificar la guerra, Jara logra dejar atrás su relación con Rivera Letelier, pero termina transitando el facilista camino de realzar la gallardía, el coraje y el nacionalismo del que lucha por la patria. No hay un relato en este volumen donde se juzgue la guerra o se reflexione sobre el sentido del conflicto, la función de los poderes involucrados o las consecuencias que trajo.

Esta visión alucinante de la guerra, que atraviesa todo el volumen, incentiva un discurso chovinista que mitifica la muerte en combate. Jara parece estar guiado por la sentencia militar que dictamina como lo más sagrado dar la vida por la patria y derrotar, a costa de lo que sea, al enemigo. Quizás por eso para el autor la guerra sea capaz de despertar lo más noble de la virilidad.

Irreconocible resulta el estilo de Patricio Jara en este libro, que pese a tener un tema definido resulta desmembrado, como si su factura fuera el resultado de restos, sobrantes de relatos o crónicas que no coagularon. Lo más impresionante, en cualquier caso, es la dependencia y hasta similitud entre la escritura de Jara y Rivera Letelier, elevado aquí a la altura de maestro. Quién lo diría.

 

 


La estación de las mujeres
Carla Guelfenbein. Alfaguara, 2019, 136 páginas.
LUN, 12 de abril de 2019

Hay escritores que ejercitan y aprenden a escribir antes de publicar un libro; otros publican sin más, exponiendo sus desaciertos con un desparpajo impresionante. En el segundo apartado ha vivido cómodamente instalada Carla Guelfenbein, autora que con media docena de novelas ha conseguido un alto impacto mediático, pero siempre con un mínimo valor literario. Ahora, sin embargo, tras quince años de esfuerzos, por fin ha publicado algo parecido a una aceptable novela de escritora debutante.

La estación de las mujeres está conformada por cinco voces de mujeres en diversas temporalidades, abordadas individualmente en capítulos breves que van permitiendo vincularlas. La voz que se reitera y sirve de eje es la de Margarita, quien narra desde el año 2016. Ella vive en Nueva York, es chilena, con hijos y nietos en su país de origen, y está casada con un profesor universitario que la ignora. La segunda voz que predomina es la de Doris Dana, secretaria y pareja de Gabriela Mistral. Esta narración se ubica en el tramo 1946-1948 y presenta fragmentos de la biografía de Dana, sus crisis amorosas con Mistral y su vida en Nueva York, intentando recuperar su independencia.

Un lugar levemente menor, pero no por ello menos importante, es el de Elizabeth y Juliana. La primera es una joven poeta que durante 1946 tiene un intenso amorío con un profesor de literatura. Juliana, por su parte, es pastelera y amiga de Margarita. Ella es abordada durante su infancia en 1946, y luego, ya anciana, el año 2016. Finalmente está el relato de la peluquera Lucy, conserje del domicilio de Margarita, y su hija Anne, que si bien ocupan un lugar subsidiario en el libro resultan centrales en la vida de Margarita.

Esta estructuración permite que se genere una red de voces y espejeos entre los personajes; es decir, de un modo u otro, ellas se conectarán. Sin embargo, lo que pudo ser una idea interesante se anula porque el libro se encarga de explicar y cerrar todas y cada una de las líneas narrativas abiertas, apretando en exceso el entramado argumental. Esto da cuenta de una visión de la novela como artefacto al que es necesario rematar constantemente, por lo que barre con todo lo que fue sugerencia, insinuación, derivando en una historia sin aperturas posibles y casi sin ambigüedades.

La presencia de Doris Dana y sus relaciones lésbicas parecen una pátina forzada de liberalismo o de interés por sacar el volumen de su centelleo heterosexual; no obstante, termina reproduciendo en Mistral al macho posesivo, igual al resto de los hombres del libro. Las citas literarias a "Canción de amor de J. Alfred Prufrock", poema de T. S. Elliot, y al diario de Virginia Woolf se perciben como un exceso, un intento del todo infructuoso de agregarle espesor a la narración; ningún libro sube o baja por la calidad o cantidad de citas que contenga, y menos cuando cumplen funciones decorativas.

Algo de oportunismo feminista se filtra en esta novela, sobre todo porque se constata la presencia de un discurso emancipador donde los mayores triunfos serían caminar sola de noche por una ciudad peligrosa o emborracharse entre mujeres. Pese a los desniveles mencionados, Guelfenbein ha logrado escribir una novela que va más allá de la superficialidad y banalidad a la que nos tiene acostumbrados.



 

 

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Población flotante, Carlos Araya; Yo soy un pájaro ahora, Vladimir Rivera; Los días de Moreau, Nicolás González; El cielo rojo del norte, Patricio Jara; La estación de las mujeres, Carla Guelfenbein.
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Por Patricia Espinosa