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Crítica literaria

Patricia Espinosa
Las Últimas Noticias, 29 de Marzo, al 12 de Abril de 2013

 

 

 

 

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El mal de Hugo
Gonzalo Hernández. Tajamar, 2012, 312 páginas.
LUN, 29 de Marzo de 2013

Largas jornadas laborales que inciden en la falta de tiempo para leer, el rechazo a la épica e incluso la falta de talento han impuesto en el mercado la novela exprés, breve, apenas unas cuantas pinceladas, fácilmente abordable. Es así como el proyecto de novela de largo aliento tiende a desaparecer o a cultivarse en exclusiva en los llamados best-sellers, una categoría en la que pretende insertarse Gonzalo Hernández con ésta, su segunda publicación. Por desgracia, lo que pudo ser un llamativo proyecto, fracasa en su intento. El mal de Hugo es una novela efectista, desnivelada, que pierde su foco y que termina autodestruyéndose.

El libro establece un contrapunto entre dos relatos, protagonizados y narrados por Hugo Galindo en torno a su adolescencia y luego su adultez. Matemáticamente se van intercalando dos líneas narrativas, una enfocada en dar luces sobre el origen de Galindo y luego otra, orientada a configurar su decadente adultez. Ambas secciones dan cuenta de un ser degradado que va deslizándose cada vez más hacia una vida viciosa. Al respecto, la novela no duda en saturar al personaje de todo aquello que contribuya a catalogarlo de basura humana. El Galindo adolescente se vuelve drogadicto, alcohólico, adicto al sexo, violento con sus padres y golpeador de Daniela, su novia. Todas estas características se intensificarán en su adultez, llevándolo a un grado superior de bestialidad.

La narración construye una familia que incide en la forma de ser del protagonista, por lo que hay una causalidad evidente en su actuar. El construir a un individuo maleado por el contexto, a lo cual deben sumarse características negativas heredadas de sus padres, inscriben El mal de Hugo en la corriente naturalista. Anulando cualquier inquietud lectora respecto a la posible reivindicación del personaje, la historia sólo intensifica lo que en sus primeras páginas hemos conocido.

Así, mientras el autor se detiene con gran detallismo en anécdotas centradas en la adolescencia de Galindo, cuando se refiere a su adultez el relato se adelgaza, corre con mayor velocidad y de modo superficial. Galindo se convierte en un psicópata plano, predecible y desprolijo, el que jamás aclara el móvil de sus crímenes: un error grave en cuanto al género de historias de psicópatas, teniendo que compensar su falta de rigor criminal con un cierto grado de inverosimilitud que en nada ayuda al desarrollo del libro. Y si bien el discurso del protagonista parece cercano al de un neonazi, tampoco se profundiza en ello.

Lo anterior contribuye a un enorme desequilibrio entre los dos relatos que articulan el volumen. Más aun, de manera esquemática y simplista, Galindo sólo transita en frentes claramente antagónicos: el contexto de clase alta, que permanece impoluto, y el territorio popular, al poniente de Plaza Italia, donde él puede actuar liberado de reglas y donde habitan sus víctimas.

El apuro marca el capítulo final y el epílogo de la novela. Borrando toda incertidumbre, el protagonista pierde peso dramático, convirtiéndose en una caricatura tan frágil como la totalidad de la novela.

 

 

En mi lugar
Federico Gana Johnson. Maval, 2012, 107 páginas.
LUN, 5 de Abril de 2013

Según Pierre Bourdieu, las clasificaciones por edad, al igual que las de sexo y clase, son imposiciones de límites que producen un orden en el que cada uno ha de mantenerse en su lugar. En nuestras sociedades, el significado de la vejez como un estado degradado va de la mano con la fetichización de la juventud y la productividad. Además, casi tan grave como el empobrecimiento casi automático producto de la jubilación, está el expandido discurso que tiende a infantilizar a los viejos: frente a la nobleza del concepto “anciano” o “anciana” se privilegia el de “abuelito” o “abuelita”, siempre tiernos, pero inútiles.

Mínima es la narrativa sobre la vejez es nuestro país, un caso totalmente opuesto al de la poesía. Una de las razones por las que este libro es importante es que se centra en diversos matices de la vejez. En mi lugar. Catorce cuentos confesados, escrito por Federico Gana, es un volumen que desarrolla, además, una línea de remembranza en torno a la infancia y juventud como un terreno atravesado por algo más que la alienación del juego y la magia.

Son catorce relatos que arrastran al lector hacia el registro de la intimidad de un sujeto que podría ser el mismo en diversas etapas de la vida. Mediante un estilo llano, aunque cuidado en su expresión emotiva, estas narraciones construyen historias pequeñas, escenas donde los afectos están siempre presentes, al igual que la necesidad de armar una historia amorosa.

El énfasis en la psicología de los protagonistas de estas narraciones no evita la materialidad y violencia de los desniveles económicos que permiten vivir una vida digna o miserable; pero hay algo más. Se trata de la enorme indiferencia a la que se ven sometidos los personajes, invisibilizados, entregados a su suerte, a la vez que ávidos de establecer algún contacto verbal en una sociedad que los ignora y desprecia sin misericordia.

Cada protagonista convoca un desacomodo con la vida, quedando atrapados en el silencio y la inhibición. Esto determina la presencia de mujeres como figuras seductoras, pero también esquivas, que se acercan para luego desaparecer, ya sea por la timidez o la falta de arrojo de los personajes masculinos. La soledad parece ser el destino inevitable.

En el prólogo, casi a modo de excusa, el autor acusa “delgadez de mente” y alude a su edad, como si fuera el fin de un ciclo o el cierre de su existencia, porque, al parecer, ha internalizado el discurso de un sistema que se empeña en desechar a los sujetos. Sin embargo, en sus relatos nada hay de esa templanza o quietud supuestamente propia de la “tercera edad”. Por el contrario, su escritura contiene múltiples y diversas formulaciones en torno a la sobrevivencia, entre ellas el erotismo, y una tensión permanente con el mundo. Federico Gana debuta a los setenta años con un interesante y valioso libro donde la presencia del deseo es permanente, poniendo con ello en escena una arista diferente de lo que se llama comúnmente ancianidad.

 

 

A cada rato el fin del mundo
Galo Ghigliotto. Emergencia Narrativa, 2013, 89 páginas.
LUN, 12 de Abril de 2013

Después de haber publicado tres libros de poesía, Galo Ghigliotto decide incurrir en la narrativa. Desgraciadamente, desde el comienzo surgen los problemas. En la primera página de A cada rato el fin del mundo se lee: “Si esto fuera un relato, tendría un comienzo, un desarrollo, un desenlace definido, además de un personaje principal y quizás, al final, un aprendizaje o moraleja. Pero no he querido escribir relatos”. El autor se equivoca más de una vez con ese párrafo introductorio. De partida, homologa la categoría macroestructural “relato” con la definición específica de cuento clásico y, luego, lo que es peor, se autoimpone una exigencia que más tarde no cumple, ya que se dedica a facturar justamente cuentos clásicos, aquellos con un tema o motivo a modo de eje y con un clímax, desenlace manifiesto y hasta una moraleja.

En los ocho cuentos que conforman el volumen predomina el narrador omnisciente, a veces en tercera persona y, en varias oportunidades, una agotadora segunda persona (“Llevas titulado algunos meses, pero te resistes”); además, se reitera la configuración del personaje protagónico y el desarrollo clásico de la anécdota (comienzo, desarrollo, final y una moraleja). Es decir, las historias están realizadas de un modo totalmente convencional y hasta básico.

La ingenuidad campea en estas páginas claras, transparentes, cercanas a una mala copia de Cortázar o a un cándido Kureishi, en su intento por captar la magia de lo cotidiano y abordar parejas en proceso de descomposición. El relato que abre el volumen se podría convertir fácilmente en un ícono naif. El protagonista unifica recuerdos de conversaciones donde se habla de los mayas, astronautas, el fin del mundo, jaguares, la muralla china, Egipto, Francia y el barrio Bellavista. El delirio forzado del personaje deriva en una serie de penosas reflexiones del tipo “el pasado es un gran collage”, “el arte es la única forma de detener el tiempo” o bien “La vida es de quien lee, no de quien escribe”.

Sin embargo, es el segundo relato el que ratifica el estilo infantiloide de esta escritura y particularmente de sus protagonistas, cercanos a la sensitiva heroína cinematográfica Amélie. “Cuatro pájaros” es un texto acerca de los encuentros alternados del narrador con cuatro pájaros en diversos países del mundo. Sin hacerse mayores problemas, el autor construye un paralelismo entre las aves y el narrador: los une el pertenecer a una misma estirpe, la de los seres frágiles, imbuidos de un cándido y transparente deseo: “ambos queríamos volar”. Una tristísima frase cierra esta narración: “caminé al avión, sintiéndome culpable por ser el único de ellos que volaría a su casa esa noche”. Estamos frente a una escritura que pareciera no hacer el más mínimo intento por eludir la obviedad.

La crisis de pareja es el eje de las narraciones restantes, donde predomina un protagonista aburrido, sin el más mínimo brillo intelectual, al que no le alcanza para cínico ni para desencantado. Ghigliotto debiera probar otras fórmulas, porque estas narraciones no funcionan.



 


 

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Crítica literaria. "El mal de Hugo", de Gonzalo Hernández; "En mi lugar", de Federico Gana Johnson; "A cada rato el fin del mundo" de Galo Ghigliotto.
Por Patricia Espinosa
Las Últimas Noticias, 29 de Marzo, al 12 de Abril de 2013