Hay que reconocer que se esforzó y esto le permitió pasar del simple garabateo al que nos tenía acostumbrados en sus anteriores entregas a algo que se puede llamar novela. Así que ¡felicitaciones! Después de más de diez años del inicio de su carrera literaria, por fin publica un volumen que pueda ser considerado más que un simple borrador que no debió llegar nunca a las librerías. Los parientes pobres, el último libro de Rafael Gumucio, está muy mal escrito y pésimamente estructurado, pero es un avance, muy pequeño, pero avance a fin de cuentas.
La novela de la clase alta nacional ha manifestado desde sus inicios gran fascinación por la figura del patriarca, casi siempre hombres terribles que generan tanta admiración como repulsión. Los parientes pobres tiene como centro a un autoritario y ególatra anciano con demencia. Este patriarca posee varias medallas a su haber: un potente reproductor (engendró nada menos que once hijxs), “mujeriego”, padre ausente y derrochador como pocos.
En cuatro segmentos o formatos se divide el volumen: el chat donde participan los hijos e hijas, una conversación telefónica entre dos hermanos, los fragmentos de ejercicios de un taller de autobiografía cursado por una de las hijas y el monólogo de Emilia, nieta del patriarca.
El relato se inicia con el nonagenario internado en una casa de reposo junto a su también anciana y trastornada hermana. En su desvarío no se reconocen como hermanos lo cual ha llevado a que se conviertan en pareja amorosa. Sus hijos se encuentran aterrados por el posible incesto, ya que entienden que están en camino a convertirse en amantes de tomo y lomo. Este suceso da lugar a la deliberación de los vástagos respecto a cómo separar a la pareja y buscar un lugar donde instalar al patriarca.
Narrar una historia utilizando múltiples voces debería permitirle al lector o lectora enterarse de puntos de vista distintos entre sí. De esta forma se dispersa el poder de una voz única y se suman perspectivas que complejizan lo que se sabe sobre lo narrado. Si se hace bien, es decir, si hay muchas perspectivas, la narración pasa a ser dialógica y se contrapone a una narración monológica, donde prima solo un punto de vista. Demás está decir que puede haber novelas estructuradas en torno a una sola voz que a pesar de ello son también dialógicas. No se trata entonces de la cantidad de voces, sino de cómo se trabajan los puntos de vista y, claro, esta distinción no hace referencia a la calidad de una ficción.
El problema con Gumucio es que agrega y agrega voces, pero con tan mala ejecución que podría poner otras cien y la perspectiva seguiría siendo la misma. Es decir, estamos ante un caso grave de incapacidad para comprender algo más allá de la forma externa. Esta novela manifiesta un monologismo profundo sostenido por una figura autoral que opera como un director que solo fragmenta la información, pero que no entrega puntos de vista diferentes, contradictorios o que actúen como puntos de fuga. Nada de nada. Así las voces resultan ser solo modulaciones de un poder omnímodo, incapaz de ir más allá de un marco ideológico, de clase y filiación: la elite y la entronización paternal. En esta narración no hay dialogismo porque las voces se anudan en una misma y exclusiva preocupación, el destino del padre, uniformando todos sus discursos.
Por eso de poco sirve el formato chat de WhatsApp. Pareciera ser que esta sección está escrita por alguien que nunca ha estado en un grupo de WhatsApp, una suerte de boomer que llega con la última novedad y que no cacha nada. Todo muy ordenadito, muy redactadito, no hay emojis, ni stickers, ni palabras sueltas o con faltas de ortografía. Más bien esto es una especie de coro donde todas las voces siguen un guion muy claro y nadie se lo salta. De espontaneidad ni sombra, para Gumucio la rigidez de la prosa es el único camino a seguir.
Los descendientes del anciano, exponen y reiteran temáticas, descripciones de afectos, sucesos, decisiones, responsabilidades. Un ir y venir discursivo cerrado sobre sí mismo, donde el patriarca jamás tiene voz, aunque hay que decir que sale bien parado, porque la admiración es lo que funde todas las miradas. Pese a los mil defectos, el padre es una figura digna de orgullo porque la varonía se comprende como un don al cual solo queda rendir pleitesía. Un modo de ver que la narración no otorga a las madres, quienes comparten dos potentes rasgos: infieles y/o buenas para abandonar a su prole.
Sin embargo, esta conformación de lo “femenino” no es suficiente, así que la novela se atreve a definir a las mujeres de la siguiente manera: “Una mujer es todos sus cajones, todas sus puertas escondidas sobre estanques cerrados que tiene dentro, protegidos por más y más esclusas, toda la mecánica de los secretos que ya una olvida por qué eran secretos, todos los golpes encajados también dentro de la matriz de tu útero protector donde queda guardado el secreto de los secretos, que es justamente el de poder guardar dentro de ti una vida (y varias muertes, muchas muertes también). Crisálida terrible en que, para no seguir doliéndote de ti misma, te transformas de gusano en marquesa y te vas a donde nadie se acuerda de que fuiste otra cosa que mariposa, para no molestar a nadie con tu metamorfosis”. Hay que reconocer que juntar tanta tontera y cursilería en tan poco espacio es un gran trabajo. Mujer crisálida, mariposa, útero, cajonera, sencillamente un punto alto en la historia de la infamia escritural.
De esta forma, la novela fracasa en su intención polifónica (es monofónica), reitera un tema manido (la familia), entroniza al padre terrible (salvaguardando el orden patriarcal), subalterniza a la mujer (nuevamente salvando al patriarcado) y sostiene la solidez del orden de clase elitista.
Lo peor es la ausencia de tensión dramática y de fortaleza discursiva. Los hijos e hijas, carecen de pasión o algún tipo de afecto/estado emocional que logre expresarse de manera verosímil. Los parientes pobres fluye de forma lánguida entre la cursilería y el convencionalismo encarnizado. Gumucio va progresando, pero a un ritmo tan lento que quizás de aquí a diez años publique algo medianamente interesante.
Quién sino Jorge Marchant Lazcano puede escribir una novela clásica de tomo y lomo sin resultar anacrónico. Incluso se da el lujo de insistir con un tema recurrente en la narrativa chilena y aun así resultar osado y original. Asuntos mal tratados se centra en las mujeres de una familia chilena de la elite y su tenebroso patriarca, un hombre vil que ha marcado a fuego las vidas de cada uno de los miembros del clan.
Mediante una estructuración coral el autor diversifica las voces y privilegia a las mujeres. Un importante riesgo, prácticamente inexistente en sus anteriores obras. Asumir voces de mujer implica elaborar perfiles, modos de habla, formas de enfrentar la realidad que en este caso resultan verosímiles.
El volumen enfatiza la crítica a la fronda nacional que resguarda su posición mediante el silenciamiento de las tropelías realizadas por sus propios miembros. Esto implica una vida donde los delitos se guardan entre cuatro paredes, donde los rencores y sospechas se clausuran en virtud de una convivencia “educada” y una economía saludable.
Tres mujeres se disputan el protagonismo. Ellas forman parte de una familia recluida en su casa por la pandemia. La figura central de este grupo es el anciano Gustavo Llona, un prestigioso arquitecto que vive junto a su hijo Horacio, también arquitecto, y la esposa de este Carolina Urzúa, periodista. Los acompaña Elisa, una cineasta hija menor de Horacio y Carolina. Mariana, la primogénita tiene su propio hogar, el que comparte con su esposa, una destacada médica.
Marchant Lazcano se enfoca principalmente en Carolina y Elisa, ellas están obsesionadas por obtener información sobre el pasado del anciano, especialmente qué ocurrió con su esposa Julia Oportot, desaparecida hace décadas. Madre e hija sospechan que algo no calza en la versión que Gustavo Llona ha dado sobre su exesposa. Por tanto, no dudan en presionar al vejete. Carolina así dice sobre su suegro: “Desde que a Gustavo Llona, mi suegro, le falló seriamente el corazón hace alrededor de cuatro meses, comete el error de vivir con nosotros. O más bien yo cometí el error de recibirlo. Si me presionan un poco, diría que los restantes miembros de la casa también están incómodos con él. No somos muchos: su hijo, su nieta, una empleada. Y yo que lo evito. Su presencia es inquietante, casi peligrosa, tal si portara un arma desconocida –por qué no un revólver escondido–, un poco como lo vi a él desde el día en que Horacio me lo presentó”.
Pero no solo la desaparición de Oportot moviliza a esta novela, las terribles infancias de Mariana y Elisa van apareciendo cada vez con más fuerza. De esta forma, toda la trama se tensiona bajo la pregunta de qué pasó realmente. Las sospechas de variadas formas de violencia de género son cada vez más evidentes y crecen a cada instante. Todo gira, de tal manera, en torno a un pasado que une a estos personajes y que tras décadas de silencio ha llegado el momento de confrontar.
Entre los mayores aciertos de este texto está la diversidad de voces, muy diferenciadas, nítidas, demostrando con ello una variedad de personalidades. Mediante un estilo directo, con monólogos intervenidos por diálogos fluidos y preciso en su extensión, el relato no duda en destazar a sus personajes, exponiendo sus fallos: el anciano vil, su pusilánime hijo, su esposa, una progre que a fin de cuentas guarda silencio y “no ve” las atrocidades que se cometen en su entorno. Sus hijas son una fracasada cineasta y, la otra, una mujer emocionalmente frágil y dependiente de su pareja.
Este barrido implacable intensifica culpas, pero no aminora los dolores experimentados. Todos cargan con zonas grises o derechamente oscuras. Pese a ello, el relato consigue levantar un mito a través de un personaje que, a pesar de su ausencia, está siempre presente. Se trata de la esposa del viejo Llona, de quien solo se conserva una antigua fotografía. El seguimiento a Oportot no ceja en toda la narración. Su figura se construye a retazos y desde diversos focos que contribuyen a humanizarla, y fundamentalmente, insisto, a convertirla en víctima de la voluntad patriarcal, sin dejar de responsabilizarla por su posible narcisismo.
Los dobleces de personalidad se manifiestan también en la voz principal de esta narración: Carolina. Fundadora en la década de los 70 de una exitosa revista femenina, quien aplica una fuerte carga crítica a su desempeño profesional pasado y su falta de preocupación por sus hijas; sin embargo, también da relevancia a su posición antidictadura, en especial, viniendo de una familia pinochetista.
Este personaje consigue representar a una figura con mínima presencia en la literatura chilena: una mujer de clase alta con valores progresistas, que si bien logra tomar consciencia de sus privilegios y errores, jamás deja de ser conservadora. A pesar de su enorme capacidad de adaptación, no puede ir más allá de su condicionamientos de clase, por el contrario usufructúa de ella, accediendo a trabajos dirigenciales sirviéndose de una enorme red social.
Elisa, por su parte, se encuentra separada, tiene una hija adulta y con dureza habla así sobre su vida: “tengo cuarenta y tres años y me convertí en mujer en medio de tanta mediocridad como fue la época de la dictadura, hay que aprender a ser honestas con lo que somos. Por eso, quizás, no me la pude después con la crianza en soledad de mi hija, no me la pude con la arquitectura, estoy fracasando en el intento de hacer cine. ¡Ah, me revienta oírme! ¡Siempre buscando un responsable! Si solo dependiera de nosotras, estoy segura de que las cosas no irían tan mal”.
Mientras los hombres son aplanados en su intimidad, el volumen explora las rutas más profundas de la emocionalidad y discursividad de sus mujeres. Los monólogos de cada una de ellas, representan su incomunicación y la violencia que han sufrido. Así, cada personaje se va construyendo a partir de la soledad y experiencias de dolor. La falta de expectativas carcome sus existencias; sin embargo, la búsqueda de la verdad las une y distancia aún más de las masculinidades, atrapadas en el éxito laboral, la compostura pública y el ejercicio del poder sobre las mujeres de su familia.
La perfecta elección y elaboración de los personajes consigue que en su conjunto el libro proyecte con fuerza su crítica hacia toda una clase social, en cuyo interior una estirpe masculina brega por mantener sus privilegios y donde las mujeres se someten a un plan de vida diseñado siempre por ellos.
Y dentro de todo esto dos mujeres, Carolina y Elisa, comienzan a resquebrajar el silencio, tratando de entrar en la memoria maldita del anciano patriarca. Sin embargo, Marchant Lazcano no toma el camino fácil, no da respuestas, lo que busca más bien es abrir las heridas. ¿Para qué conocer la verdad sobre el pasado? ¿Se busca justicia o simplemente encarar a los hechores? ¿Hay compensación posible para quien ha sido víctima?
Asuntos mal tratados es una narración que no solo conmueve, sino que permite atisbar el tramado de inmoral de un segmento social que oculta sus perversiones y que privilegia el silencio como autoprotección de una estructura familiar corrupta. La literatura, como siempre, se adelanta a la “realidad”. Pienso en ello, mientras leo la prensa y el caso de pedofilia que sacude a la elite chilena. Marchant Lazcano, como siempre, no defrauda.
Jocelyn, una de mis alumnas, mencionó esta novela en clases y planteó una duda razonable: ciertas formas ficcionales de aproximarse al mal desde un punto de vista extremadamente realista podrían generar el efecto simultáneo de denunciarlo y a la vez recrearlo y promoverlo. Esta valiosa interrogante fue lo que detonó mi interés primario por A esta misma hora de Maivo Suárez.
Suárez elabora una novela situada en un pueblo argentino, una suerte de oscuro policial rural, donde el papel de investigadora lo asume Ana, una joven universitaria chilena. Ella busca información sobre las razones que llevaron al suicidio a su hermana mayor. Ana pasará una temporada en casa de su prima Rosa y su pequeña hija Belén, donde conocerá a dos personajes centrales para el desarrollo narrativo: Miguel, un joven entusiasta en busca de éxito y dinero, y Severino, un enigmático hombre mayor, a quien Rosa arrienda parte de su propiedad.
La voz omnisciente se enfoca en cada uno de los personajes, hurgando en sus consciencias de manera tan profunda que, por momentos, se confunde con un monólogo interior. Una pregunta que surge en instancias como esta es por qué optar por tal tipo de narrante y no por diversas voces en primera persona. Mi respuesta es que en esta ocasión la tercera persona implica asumir un punto de vista coherente con el carácter investigativo de la historia: por muy cercano que llegue a estar, la tercera persona impone una distancia que aunque llegue a parecer nula está allí para no permitirnos caer de lleno en el horror.
Ana que entabla una relación de amistad con Miguel, amigo de Rosa, quien a su vez trabaja para Bertoni, candidato a intendente. Esta apertura hacia la política partidista le permite a la novela dibujar un mundo donde la corrupción está tan naturalizada que prácticamente nadie piensa que las cosas podrían ser distintas. Aunque sus intereses son diversos, aun así se vinculan. Mientras Ana es emotiva, cautelosa y analítica, siempre atenta a sospechar de aquellos que la rodean, Miguel es un tipo externalizado, ambicioso, socialmente exitoso y frío. El único punto que los vincula es su doble faz: Ana pasa por ingenua y Miguel por simplón.
Todo parece indicar que esa forma de enfrentar el mundo es necesaria para sobrevivir en un paisaje provinciano claustrofóbico, donde cualquiera puede optar por el crimen. Atrapados en una oscura nebulosa, los personajes solo pueden velar por su interés personal.
Suárez construye de manera contundente una comunidad maldita, perfectamente adecuada para el beneficio de una pequeña cofradía de políticos y empresarios que neutraliza cualquier resistencia de la población. Su escritura es serena, sin excesos, pero fuerte, decidida a la hora de presentar personajes viscosos, atractivos en su condición degradada.
Sin embargo, el nivel de degradación llega a su punto más bajo con Miguel y Bertoni. Ambos comparten sus deseos depravados por las niñas. La novela se adentra en ellos y logra reproducir el escalofriante discurso de los depredadores. Entrar en una temática tan monstruosa suele acarrear problemas a los/as autores/as. En particular, porque podría ocurrir que la ficción terminara comprendiendo y hasta justificando la figura del pedófilo.
Suárez se arriesga y no solo expone su modo de actuar, sino que el detalle de las escenas de abuso y, en especial, los cuerpos de las víctimas. Así obliga a mirar de frente el horror, para que duela, escandalice y avergüence, para que marque de manera profunda la conciencia de los lectores y lectoras, obligándolos a ir más allá de la olvidable nota policial en la prensa.
Por lo mismo, un volumen que se hace cargo del horror que implica la pedofilia, cumple con visibilizar una zona inexplorada, pero necesaria: la mente del criminal. En esta historia, la exposición del deseo pederasta busca exponer la intimidad del sujeto y configurar las rutas mentales que lo llevan a cometer sus delitos: no es un monstruo, es un ser humano cualquiera capaz de las peores aberraciones.
Maivo Suárez escribe con precisión, demuestra oficio y una robustez estilística importante. Imposible no señalar que se trata una novela fuerte, que consigue remecer y con ello promover discusiones que salen de la literatura. Con ello la autora retoma una de las funciones esenciales del realismo literario, mostrar y reflexionar sobre aquello que la sociedad no quiere ver, aunque escandalice.
www.letras.mysite.com: Página chilena al servicio de la cultura
dirigida por Luis Martinez Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com
Crítica Literaria Los parientes pobres, Rafael Gumucio; Asuntos mal tratados, Jorge Marchant Lazcano; A esta misma hora, Maivo Suárez.
Por Patricia Espinosa
Del 25 de julio al 27 de septiembre 2024