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Crítica Literaria

Por Patricia Espinosa
Publicado en Las Últimas Noticias. 3 de Noviembre al 1 de Diciembre de 2017


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Dios nos odia a todos
Patricio Jara. Planeta, 2017, 117 páginas.
LUN, 3 de Noviembre de 2017

El norte chileno se ha convertido en un escenario inagotable para las novelas de Patricio Jara. Su nueva narración gira en torno a una catástrofe ocurrida a mediados del siglo XIX en Antofagasta. Con acierto, Jara propone una ficción que lleva a reflexionar sobre el mal como un exceso, jamás satisfecho en su afán devastador. Por lo mismo, pone en tensión la realidad y los frágiles límites entre lo desconocido y lo amenazante.

Dios nos odia a todos se enfoca en una precaria y aislada ciudad de Antofagasta, asolada por la llegada de una epidemia que corroe los cuerpos de sus habitantes, saturándolos de bubas, llagas pestilentes y fiebres que acaban provocándoles la muerte. Mediante un narrador omnisciente, surge una crónica trágica y grotesca que perfectamente podría equipararse con una pintura de Brueghel sobre pueblos infectados y montañas de cadáveres.

El eficaz cálculo narrativo permite que, pese a la hecatombe tratada, la extensa descripción del contexto conlleve con extremo equilibrio elementos realistas y de carnavalización. Luego surgirán los protagonistas: Lucio Carbonera y Elena Cubito, emigrantes italianos, trabajadores incansables, siempre dispuestos a no llamar la atención ni meterse en problemas. Ambos personajes resultan inmunes a la peste, por lo que la población los sindica como sospechosos de un pacto demoniaco, ya que tampoco han sido vistos participando en los ritos religiosos destinados a detener el mal.

Resulta destacable el modo en que el autor filtra en esta imaginativa novela el problema de la xenofobia. A este tema le sigue el cuestionamiento a la religión y la ciencia. Ambas creencias son expuestas como artilugios ineficaces para contrarrestar la pandemia. De igual modo, se problematiza al gobierno central y su torpe accionar ante la catástrofe al proponer una salida tan desastrosa como la propia epidemia. Estos frentes operan de manera calibrada, al modo de un subtexto crítico que no entorpece la atmósfera sobrenatural ni la tensión permanente que atraviesa la historia.

La prosa de Jara, como se advierte en esta y sus anteriores obras, es precisa en su composición y estilo; impone la frase breve, un gran control en las descripciones, un lenguaje amplio pero sin estridencias, capaz de colorear con rapidez los escenarios y dotarlos de un sentido oscuro. Además, encuadra constantemente la visión del narrador en el detalle repugnante o gozoso, o la mezcla de ambos, lo que llena de matices al volumen. El autor, además, unifica sujeto y paisaje, estableciendo retroalimentaciones y, por sobre todo, demostrando que lo real no es unívoco ni menos comprensible desde lo que podría llamarse sentido común.

Dios nos odia a todos elude el fácil camino de la fábula, integrándose en cambio al registro de las novelas sobre catástrofes alegóricas donde subyace una reflexión filosófica, que en este caso no cede en su afán de entretener.

Estamos frente a un libro donde ficción y cálculo operan en conjunto, eludiendo la psicología y la intimidad de sus personajes, en virtud de privilegiar una historia en torno al mal y la desestabilización de todo aquello que define la vida del ser humano, convertido, ante el temor a lo desconocido, en una entidad microscópica y limitada en su accionar.

 

 


Desconfianza
Jorge Marchant Lazcano. Tajamar, 2017, 202 páginas.
LUN, 10 de Noviembre de 2017

Un grupo de actrices, de avanzada edad, apasionadas y llenas de recovecos, llegan a una casa donde —se supone—podrán vivir su vejez en calma. Desconfianza, de Jorge Marchant Lazcano, es una intensa y dramática novela que expone el peso de una chilenidad tradicionalista, que vive de las apariencias y castiga con la marginación a todo aquello que se desvíe de lo establecido.

El libro arranca presentando una a una a estas viejas glorias del teatro chileno. La bella Sarita Montes, quien inauguró el hogar, y Ofelia Alarcón, la única con claro deterioro mental. Luego, Rosario Huidobro (¿Silvia Piñeiro?), la representante de la clase alta del grupo, y, fmalmente, Marta Bernales (¿Ana González?), la diva, cuyos máximos orgullos eran haber representado a Isabel I de Inglaterra en la obra María Estuardo y modelado para el famoso pintor Tobías Villalba.

La deslealtad y la vanidad caracterizan a los personajes de esta narración, que arrastran, además, cierta responsabilidad por haber dedicado más tiempo al oficio teatral que a labores como la maternidad. En todos los casos, el autor aleja a sus personajes de la victimización, volviéndolos verosímiles en sus conflictos y rebeldes respecto a las normas que rigen lo femenino. Es importante recalcar que el oficio actoral, favorablemente, es consignado al modo de un trabajo, desprendido de magia o autonomía estética. La perspectiva concreta sobre el oficio de actor implica, de tal manera, que las actrices sean expuestas, más que como artistas, como trabajadoras.

Durante un extenso tramo, el volumen presenta a un coro de mujeres, igualadas en términos de peso dramático; éstas interactúan con equilibrio, escabullendo establecer jerarquías. Sin embargo, con mesura y flexibilidad la narración se abre hacia Marta Bernales, quien pasa de ser una pieza más del coro a figura central de la novela. Uno de los grandes aciertos de este autor, respecto a su protagonista, es evitar el lugar común del divismo. Marta es una mujer severa, consciente de su trayectoria profesional y de su desgraciado presente. Como personaje, es profunda, compleja, cautelosa con su biografía. Sólo mediante pequeños indicios es posible acceder a su lesbianismo y a la fría vinculación con Sammy, su hijo ya mayor de edad con el que se distanció hace muchísimos años. Bernales es una diva, claro que sí, pero desgastada, aunque, como corresponde, siempre digna, ya que pese a todo aprende con facilidad a interactuar con su odiosa antagonista, Rosario, quien no da tregua en su intención de expulsarla de la casa de acogida y destruir su pasado glorioso mediante groseras habladurías.

Sin efectismos ni indagaciones sentimentales gratuitas, la historia avanza en un interesante juego de tensiones y distensiones que deja al lector la función de completar la intimidad de estos oscuros personajes. Vale destacar, además, la ruptura de la linealidad en la composición del relato y el lugar, en apariencia secundarios, de lo masculino. Ubicados en un pasado que mezcla la tragedia con el goce, los hombres instrumentalizan a las mujeres y terminan potenciando los ejes dramáticos.

"La vejez era una derrota" es una frase expresada al iniciarse este profundo relato que constata y resume la condición de todas las mujeres que circulan por esta novela de matices. Marchant Lazcano, como ha sido usual en sus últimas producciones, acierta en la conformación de una novela clásica pero no convencional, al intercambiar la morbosidad por una templada y bien resuelta aproximación psicológica a sus vehementes personajes.

 

 

 

No me vayas a soltar
Daniel Campusano. La Pollera, 2017, 103 páginas.
LUN, 17 de Noviembre de 2017

La irregularidad era el rasgo que más destacaba en la primera novela de Daniel Campusano, La incapacidad. Ahora, en su segunda incursión en ese formato, logra superar ampliamente ese problema. No me vayas a soltar es un libro equilibrado en la construcción de personajes, atento en el manejo de una temporalidad rauda, siempre en sintonía con un protagonista inserto en una crisis punzante, que se niega a entregarse a la pérdida del sentido.

Lo cotidiano es uno de los niveles mejor explorados en esta narración en primera persona, breve, concisa, centrada en Antonio, un joven profesor de lenguaje atrapado por un desánimo permanente. Lo fundamental, entonces, es el modo en que el personaje se distancia de la inmovilidad, al principio de manera impulsiva y, después, consciente del lugar que ocupa. El resurgimiento del protagonista, quien percibía su vida como un camino ciego, es mediado por el diálogo que entabla con aquellos a quienes en principio teme: la comunidad escolar, la institución escolar.

De buenas a primeras, la historia manifiesta un rechazo del narrador hacia los otros, para luego comenzar, sin racionalizar la decisión, a involucrarse con sus alumnos y colegas. Antonio señala en las primeras páginas que él "era apenas un snob que cambiaba el mundo tomando vodka". Una vez que constata su apatía, sintiéndose incluso culpable de ello, está en capacidad de acceder a un nuevo estado. Tanto así, que todo aquello que despreciaba termina por alterar su enfoque de la vida. Este cambio paulatino y sectorizado convierte en centro de la novela el proceso que experimenta el personaje respecto a los otros y, por supuesto, consigo mismo.

Campusano escribe sin ostentación intelectual y elude todo artificio estilístico. Su prosa, sin resultar transparente, despeja el camino de suspicacias en torno al protagonista, quien se encarga, con naturalidad, de poner casi todas sus cartas sobre la mesa. En el terreno de lo resguardado por Antonio está la reflexión moral que ayuda a tensionar las acciones y a justificar las decisiones que va tomando.

Dentro de las particularidades de esta narración, se encuentra, en primer lugar, un pequeño roce con el testimonio y el relato policial. La novela convierte al profesor en una suerte de detective que intenta, con mínimas herramientas, desentrañar una oscura historia de abusos. En segundo lugar está la denuncia al sistema educacional sustentado en el lucro y el abandono de los sectores populares. Finalmente surge su visión de la infancia, aterradora pero verosímil, sometida a constantes negligencias y, lo peor, a un proteccionismo convertido en burocracia, que ve casos y no formas de vida.

Después de tantas malas novelas nacionales sobre profesores, que tenían al subgénero hecho una miseria, Campusano encuentra un buen camino para internarse en ese territorio. Sin carnavalizar a las patadas, sin someter a los personajes al chiste fácil o alegorizar con una intención paternalista, el autor se desentiende de la norma: radiografiar a partir de una concepción binaria del profesor, angelical o perverso, por cierto, siempre martirizado por sus luciferinos alumnos. Por el contrario, se adentra con acierto en varios tipos de opresión y en los signos de una realidad dura, pero desligando a su protagonista del enjuiciamiento obvio. Esto permite que el personaje reformule su egocentrismo y reconstruya su conciencia social, dejando instaladas una serie de interrogantes que van más allá de la novela.

 

 



Cuaderno de Guayaquil
Ricardo Vivallo. Saposcat, 2017, 113 páginas.
LUN, 24 de Noviembre de 2017

Seis meses en la vida de un hombre cubre este primer libro escrito por Ricardo Vivallo, que conjuga dos objetivos: plantear una poética y narrar un tramo de la descompuesta existencia de un individuo. Sin embargo, Cuaderno de Guayaquil termina siendo sólo una ficción más sobre un tipo perdido entre el alcohol, los tranquilizantes, la resaca, las masturbaciones, los padres lateros, unos personajes llamados K, R o Z, las citas citables y la pedantería intelectual.

Diseñado a la manera de pequeñas entradas de un diario de vida, en este volumen se dan cita la escritura e imágenes en modo collage. Ambos recursos dan cuenta de una realidad bifocal centrada en el protagonista, un tipo que no hace tanto entró a la adultez, que vive solo, tiene pocos amigos y un trabajo de oficina y, por supuesto, es escritor inédito y gran lector. Además, tiene una relación distante con sus padres y una pareja sexual, K, tan extraviada como él mismo.

Ambos personajes son construidos de forma fragmentaria, conectados por una crisis que se mantiene siempre en reserva, con un origen y unos límites difusos, una actualización en el siglo XXI del decimonónico spleen. Los encuentros de la pareja se limitan al sexo y a conversaciones mínimas, donde expresan síntomas y efectos del mal que los aqueja. El malestar existencial es constatado de manera recurrente en la narración, por ejemplo describiendo estados anímicos oscuros y ansiedades constantes que van debilitando progresivamente sus cuerpos y conciencias.

Durante un largo periodo, Vivallo parece tener claro su proyecto. En este sentido, conduce la historia del personaje principal a partir de la exposición abierta de sus niveles de angustia; sin embargo, termina resguardando en exceso la o las razones más profundas de su malestar. Esto incide en restarle proyecciones al protagonista y en volver reiterativo su pequeño periplo narrativo. Pese a esta descompensación, como puntos a favor en el volumen está el carácter lírico de la escritura, las frecuentes imágenes sombrías y el reciclaje de tópicos literarios como el artista maldito o el yuppie noventero funcional pero en franco proceso de hundimiento.

Respecto a la propuesta poética en torno al collage, es bastante explícita la justificación de su presencia. Realizados por el mismo Vivallo, en los collages confluyen retazos antiguos de periódicos, revistas del corazón, fotonovelas, cómics, en los cuales destacan las imágenes femeninas que siempre ocultan su mirada. Se vuelve demasiado simple, entonces, comprender que la poética de este libro asocia el collage con la deconstrucción de la realidad, en especial la figura de la mujer, el reciclaje o la imposibilidad de crear una forma que resuene a novedosa tanto en sus materiales como en su disposición.

Cuaderno de Guayaquil realiza un ejercicio experimental cuyo antecedente tiene ya más de un siglo, lo cual no niega la posibilidad de reiterarlo como gesto de rearticulación del género novelesco; no obstante, en esta ocasión el gesto se agota. Los postulados estéticos aparecen vaciados de contenido tanto por evidentes como por el destino que la narración traza a su protagonista. Hacia el fmal, la pérdida de consistencia es catastrófica. Lo ganado se pierde en virtud de un desenlace que reduce todo a una moralizante y nada experimental historia de vida.

 

 


Juegos Florales
Vladimir Rivera. Emecé, 2017, 194 páginas.
LUN, 1 de Diciembre de 2017

Niños que escriben poesía y quieren ser poetas podría resultar un tema agotado. Sin embargo, Vladimir Rivera demuestra que la reiteración siempre puede ser novedosa en tanto se reformule el punto de vista, se desmonten los tópicos y se asuman el desgaste y el reciclaje, pero, por sobre todo, mientras confluya en una escritura crítica en constante sintonía con aquello que se problematiza.

Juegos florales es, en general, una novela cuidada en su lenguaje, incluso hasta exquisita en la conformación de una escritura pulcra, limpia, marcadamente lírica, pero con elegancia y sin imposturas perturbadoras. Rivera se aproxima a la provincia, imbuida en una atmósfera al borde de lo fantástico, oscura, arruinada, donde los personajes centrales son niños cercanos a la adolescencia, alumnos de la Escuela República de Cracovia de Parral.

Entre los niños poetas destaca Vladimir, el protagonista de esta narración, de trece años, hijo de Vicente, también poeta, y Mercedes, temporera. Vladimir no disocia entre el oficio y la escritura: la poesía "no se analiza, sino que se siente, y él la sentía en la sangre, en cada centímetro de piel, como un animal que siente el frío de la madrugada".

Vladimir pasa la semana en el internado contiguo al colegio y el resto del tiempo en la biblioteca del pueblo; lleva una vida aislada porque tiene dificultades para hablar, ya que desconoce el nombre de las cosas, pero es capaz de explayarse en caracterizaciones, descripciones y definiciones múltiples. Escribe poesía con entusiasmo y participa casi forzosamente en "Los viernes literarios", concurso organizado por su profesora, con sus poemas estilo "dadá gótico", como los cataloga el narrador, o "realistas góticos", de acuerdo a la calificación del padre del chico.

Rivera, con enorme plasticidad y profundidad, se concentra en su protagonista, un personaje extraño, perdido, solitario, dueño de una visión romántica, tremendista e ingenua sobre ser poeta y la poesía. Él es un ser frágil, mágico, atravesado por un encanto que sólo el lector es capaz de avizorar, incluso en sus arranques, en apariencia no justificados, de rabia o indiferencia.

Las cofradías intelectuales de pueblo, los concursos literarios, los actos de premiación gubernamentales, los primeros amoríos, las lecturas cliché, los autores predilectos, los enemigos, el proceso creativo, el acercamiento a los poderosos, el fracaso conforman el pequeño y enorme mundo de Vladimir, quien en términos simbólicos representa al poeta marginal por esencia, especie en franca extinción, totalmente alejado de la figura del poeta cortesano que en la actualidad la lleva.

Las reiteraciones, los paralelismos, los espejeos y hasta la figura del doble son recursos técnicos importantes en la conformación de esta novela, donde sucede algo muy particular. En el penúltimo capítulo ocurre un enorme desnivel. Hay información de relleno, como la extensa perorata sobre el origen del nombre del protagonista o las menciones a poetas chilenos generacionalmente cercanos al autor, todo en un tonillo de parodia o burla que desentona con el conjunto del libro.

Dejando entre paréntesis lo anterior, Juegos florales confirma a Rivera como un autor con una propuesta ficcional bastante sólida y bien encauzada en su particular estética sobre la extrañeza de la provincia, enclaustrada en mitos y márgenes que exceden el tiempo y la historia.



 

 

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Crítica Literaria
Dios nos odia a todos, Patricio Jara; Desconfianza, Jorge Marchant Lazcano; No me vayas a soltar, Daniel Campusano; Cuaderno de Guayaquil, Ricardo Vivallo; Juegos Florales, Vladimir Rivera.
Por Patricia Espinosa
Publicado en Las Últimas Noticias. 3 de Noviembre al 1 de Diciembre de 2017