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Crítica Literaria
Por Patricia Espinosa
Las Últimas Noticias, 17 de Octubre al 14 de Noviembre de 2014
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Humillaciones
Marcelo Mellado. Hueders, 2014, 120 páginas.
LUN, 17 de Octubre de 2014
Leer uno de los libros de Marcelo Mellado es lo mismo que leerlos todos de una vez, ya que desde hace varios años el autor aplica una fórmula de autoplagio, repitiendo un estilo, una estructura, un discurso y un protagonista. Por tanto, de novedad tiene bastante poco este nuevo volumen de relatos: Humillaciones reitera especialmente a ese narrador pontificante y mesiánico, dueño de la verdad absoluta, el gran ojo censor capaz de ver, desde una posición de autoridad descomunal, la decadencia de un orden, mediante un lenguaje barroco y una añeja retórica postestructuralista.
Tal como ha ocurrido en las anteriores producciones de este autor, aparece aquí la provincia chilena como un lugar infecto, fermentado por la corrupción política. El protagonista de cada uno de estos relatos es siempre el mismo, un tipo que fue adolescente para el golpe militar y que hoy, entrado ya en años e imposibilitado de revertir su fracaso, se ve entrampado en la exasperación, el delirio y la incapacidad de contener la monserga sobre la ruina individual y colectiva.
Aun así, aparece en este libro un matiz interesante: el personaje manifiesta un enorme deseo de inclusión, el cual resulta ser la clave para desentrañar su rabia. No aguanta quedar fuera, lloriquea porque no ha logrado siquiera una pequeña tajada de la torta maloliente. Es entonces cuando todo su discurso valórico se va de bruces. De ese modo, lo que en un momento fue una violenta crítica cultural contra un mundo dominado por sucios intereses se convierte ahora en un exagerado berrinche motivado por la exclusión de la que es víctima.
De esta forma presenciamos el amansamiento del protagonista. En las otras obras de Mellado se presentaba a un individuo duro y digno en su fracaso; sin embargo, ahora el personaje aparece desgastado, agotado, diagnosticado como enfermo mental, consciente de parecer un “viejo culiao”, lleno de esa amargura del que es autoconsciente de que “aprieta play y hace el mismo relato latero de hace veinte años”. En todo caso, la autocrítica con la que el personaje se agrede sin piedad es lo mejor del libro, al igual que su humanización.
El protagonista de estas narraciones no teme parecer un pelotudo, un fracasado, un idiota quejumbroso que sólo pide unas migajas, un pobre tipo que no deja de gemir porque el país no le ha retribuido lo que se merecía, pero que aún es capaz de emocionarse ante un viejo comunista o al recordar amores fallidos. Una secuencia interesante respecto a la humanización del personaje es su encuentro con el alcalde de la comarca. Ante una ofensa del poderoso, el tipo se vuelve un cordero, baja la cabeza, se disculpa y pierde toda dignidad. Esta representación del sujeto muestra el quiebre que opera en él, toda su potencia discursiva se doblega y flexibiliza ante el enfrentamiento material con la autoridad.
Humillaciones radicaliza una tendencia de la narrativa de Mellado, que no es otra cosa que el empobrecemiento de las ficciones al restarles valor a las anécdotas, a la acción, a los personajes, porque en definitiva lo único que parece importar es exponer el discurso del protagonista. Por supuesto que hay vehemencia y desesperanza, pero también unas enormes ganas de acomodo en estos cansinos y monótonos relatos en torno a un personaje simbólico, vociferante y nervioso, ahora un poco más humanizado por efecto de una degradación cada vez más evidente.
El caso P.
José Gai. Tajamar, 2014, 200 páginas.
LUN, 24 de Octubre de 2014
El auge de las series televisivas ha permitido un nuevo desarrollo del relato policial, con el agregado de presentar nuevos tipos femeninos. Se muestran, en varios casos, mujeres que se alejan de los modelos de belleza convencional, con vidas torturadas, transgresoras de las normas laborales y que, particularmente, se enfrentan al crimen desde su intimidad, biografía o vida doméstica.
Es en esta línea donde se inscribe José Gai con su novela El caso P. , un atractivo relato policial, exacto en la puesta en escena de las claves para llevar a cabo una historia cargada de incertidumbres, provocando expectación y al mismo tiempo entregando una mirada crítica sobre los organismos policiales y el país durante la década del noventa. El relato presenta a dos personajes ocupando posiciones centrales: Abel Ayala, subcomisario de la Policía de Investigaciones, y la psíquica Pandora Dupuy. El protagonismo es compartido por ambos personajes, lo que da flexibilidad a la trama, generando, además, perspectivas individuales y complementarias para seguir los hechos criminales.
El eje de este policial es la búsqueda de un asesino serial, que contacta a la policía, para anunciarle sus secuestros y futuros asesinatos de mujeres con un perfil particular: jóvenes, solteras, sin pareja, dispuestas a ligar con un desconocido que las contacta por redes sociales. El denominado Sicópata del Alfabeto, debido a que marca a sus víctimas con una letra, es rastreado tanto por el detective como por la vidente, quien entrega información que será fundamental para el caso. Pandora posee dotes que utiliza con cautela, incluso con algo de desconfianza, ya que ésta es la primera vez que se ve involucrada en un hecho criminal. La mujer tiene un hijo y se encuentra separada, se gana la vida enseñando técnicas de videncia y arrienda habitaciones de su casa ubicada en un barrio de clase media de Santiago Centro.
Con exactitud, la novela dosifica la información sobre el sicópata. De igual modo opera con los protagonistas: ambos personajes son configurados con austeridad en lo que se refiere a sus historias pasadas y su presente de solitarios. Gai utiliza una prosa veloz, construye diálogos precisos, quiebra la temporalidad y luego la retoma proponiendo líneas en paralelo y en sincronía. Es así como el relato presenta dos modos de investigar o abordar un mismo hecho; desde dos flancos descriptivos, un mismo suceso es configurado por la vidente y por el detective o por el detective y el sicópata.
La construcción de la mujer resulta fundamental en esta narrativa. Ella convoca un tipo de derrota y un modo de sobrevivencia particulares, donde conviven la prudencia racionalista con la extrañeza y la contención de su don. Esta mixtura de mujer temeraria que arrastra timidez e inhibiciones resulta muy bien articulada por el autor, otorgándole, a esta especie de Maga cortazariana, un valor central en el desarrollo del género policial, ya que ella actúa como una detective autodidacta que aplica un método, que arma un caso y que se inmiscuye en los hechos sin miramiento alguno.
José Gai, como pocos, conoce a fondo el género policial, y lo maneja con certidumbre al conjugar con precisión dramatismo con visualidad. Es imposible no ver a sus personajes materializados, deambulando desesperados por esta ciudad donde se oculta el mal. El caso P. es una novela intensa, sobria y cautivante en su corrosiva exposición del país y de las motivaciones de un asesino serial.
Racimo
Diego Zúñiga. Random House, 2014, 242 páginas.
LUN, 31 de Octubre de 2015
En la narrativa de los últimos años, el norte chileno se ha ido consolidando como un territorio maldito, claustrofóbico, irreversiblemente dañado y pervertido. Configurar una geografía de la ruina, cartografiar los puntos nodales de un proceso de descomposición, constituye parte de la propuesta escritural que vienen desarrollando Daniel Rojas Pachas, Patricio Jara, Rodrigo Ramos Bañados, José Miguel Martínez y Diego Zúñiga. Se trata de autores que no sólo han conseguido sortear esa estampa del norte pueril elaborada por Rivera Letelier, sino que en lo central están logrando configurar una literatura sobre el mal experimentado por ciudades y pueblos que evidencian todas las contradicciones de nuestra modernidad.
Racimo, de Diego Zúñiga –quien ya había transitado por el norte en su anterior libro, Camanchaca –, es una novela donde se cruzan vectores del policial con la crónica, el relato intimista y la crítica social, para generar un cuestionamiento a una serie de prácticas hegemónicas que distorsionan la realidad de la violencia y la miseria. Porque es, precisamente, la diseminación de la violencia el núcleo de esta historia construida a través de tres niveles narrativos: una voz omnisciente, mesurada en su presencia, que da lugar a la figura protagónica, el fotógrafo Torres Leiva, y a su compañero de trabajo, el periodista García.
Torres Leiva es un personaje atrapado en su silencio, en la prudencia, en un temor innominado, que migra desde Santiago, donde trabajaba como fotógrafo de matrimonios y bautizos, a Iquique, donde desempeñará su oficio en un diario local. Allí conoce a García. En uno de sus viajes de trabajo, ambos se topan en la carretera con una adolescente ensangrentada en estado de shock. A partir de entonces se inmiscuyen en las desapariciones de múltiples muchachas de Alto Hospicio, que vienen ocurriendo desde hace años y que han sido ignoradas por la policía.
La novela expone la indiferencia social y política ante la desaparición de estas adolescentes provenientes de un territorio precarizado al máximo. El relato multiplica las versiones sobre los hechos y ambivaliza el caso, lo que potencia la posibilidad de una dispersión del mal. Es en este contexto donde cualquier versión oficial respecto a los sucesos se evidencia como artificiosa e hiriente. El crimen, la corrupción política, policial, de la prensa y de los poderes económicos genera un estado claustrofóbico para Torres Leiva, García, las víctimas y sus familias.
Zúñiga elabora una escritura alejada de cualquier purismo o engolamiento. Su prosa comprime el lenguaje y la anécdota, se enfoca en espacios y perfiles, espesando el tiempo, intensificando sensaciones, para luego abrir grietas que neutralizan los clímax y bajan la tensión. Racimo confirma a este autor como un narrador riguroso, que no teme entrometerse en hechos policiales aparentemente agotados, ni ser incluido en el casillero de las escrituras regionales.
Un desierto que oculta cadáveres, que rodea a una ciudad siempre amenazada por la devastación de la naturaleza y que arrastra a sus pobres a la nada es el contexto donde el llamado psicópata de Alto Hospicio resulta ser sólo un dato más de la convulsión comunitaria. Zúñiga, sin ostentaciones intelectuales ni moralinas, ficciona una teoría sobre la violencia, a la vez que impugna las prácticas de invisibilización de la miseria y la injusticia.
Ejercicios de encuadre
Carlos Araya Díaz. Cuneta, 2014, 139 páginas.
LUN, 7 de Noviembre de 2014
Es recurrente en la narrativa chilena de autor masculino la exposición de violencia hacia los personajes femeninos. Generalmente esta violencia es el resultado de algún acto de la mujer considerado negativo, como infidelidad o desamor, con lo cual el acto se justifica y la culpa se aliviana e incluso anula. El agresor, entonces, pasa a ser víctima. A Carlos Araya, en su primera novela, esa ambigüedad melodramática, que intenta resguardar la agresividad masculina, parece no interesarle, porque radicaliza el gesto del agresor mediante la exhibición de una víctima que en nada justifica el acoso, para introducirse en la enmarañada estructura mental de un pervertido, donde la violencia se mezcla con el concepto de arte.
Ejercicios de encuadre ingresa con acierto en el terreno de las fijaciones que torturan al personaje: un hombre que estuvo encarcelado y que ahora, tras algunos meses en libertad, está logrando armarse una vida, ya que ha encontrado un trabajo de guardia en una galería comercial del centro de la ciudad. Sin embargo, le resulta imposible alcanzar algo de paz, porque su obsesión no lo abandona. Este hombre no deja de pensar en Marcia, una trabajadora de un local del centro, a la cual violó hace algunos años.
La narración, similar a una sucesión de notas biográficas no datadas, dispersas, es llevada mayoritariamente por este hombre, aunque también hay múltiples segmentos firmados por Marcia, pequeñas anotaciones domésticas, retazos de un diario de vida, común, trivial, pero con ciertas sutilezas respecto a su estado emocional. Es así como la novela se orienta a construir dos personajes, angustiados, solitarios, unidos en su condición de víctima y victimario. Este marco pasa a ser una pieza fundamental para la configuración de ambos y, en especial, del protagonista. El relato jamás intenta fracturar la estructura básica de lo que los une, él es el agresor y ella la víctima, lo cual opera como un juzgamiento implícito al acto delictual cometido por el sujeto, además de generar esa atmósfera agobiante que recorre todo el volumen.
“Se me paga por mirar a través de una cámara de seguridad por ocho horas al día”, señala el guardia, quien en variadas ocasiones agrega: “Lo que viene fue regrabado por mi mente”. Es el cuerpo de este hombre el que se asimila a una cámara, cuyo lente es el ojo, que le permite elaborar una narrativa fílmica, una autoficción a través de imágenes segmentadas donde puede poner en práctica la técnica cinematográfica para encontrar “alguna zona de ruido casi imperceptible”.
Ejercicios de encuadre es una magnífica primera novela, muy bien articulada incluso en su lirismo, donde la violencia gana cada vez más espacio y donde el placer no tiene lugar. Plagada de claves inciertas, signos opacos, la narración fluye y se detiene en un personaje que naturaliza el mal, que carece de culpa, que sigue una ruta agobiante en pos de reencontrar a esa mujer, ingresar a su casa, atisbar sus objetos, tocar ese cuerpo, dirigirle la palabra, completar la historia maldita que alguna vez iniciara. Araya construye una historia pavorosa, con morosidad, descomponiendo la realidad y generando una duda permanente sobre la posible función autorial de ambos personajes: ¿es ella quien escribe la totalidad de este relato o es él? Interrogante perfectamente tramada que le otorga aun mayor relevancia a la perspectiva narrativa.
Taxidermia
Álvaro Bisama. Alquimia, 2014, 239 páginas.
LUN, 14 de Noviembre de 2014
El artista ignorado, envejecido, desgastado, con rasgos de adolescente maldito, recargado de rarezas, es una de las figuras centrales de la mitología de Álvaro Bisama. Otra es el cómic; la mitificación de este formato pasa por considerarlo el símbolo del arte despreciado por la alta cultura, asociado a la manualidad profética, capaz de ver las distorsiones de la realidad desde un enfoque delirante. La tercera de sus constantes es la noción territorial, una provincia pesadillesca, cerrada sobre sí misma, imposible de conciliarse en el más mínimo aspecto y que resume lo que es, en definitiva, el país.
Estas tres fijaciones de Bisama se conjugan en su último trabajo, Taxidermia. Una novela que intenta amputar la noción de totalidad y linealidad, optando por el fragmento reducido, escueto, aunque aglomerado en su discurso, desbordante en sus imágenes e historizaciones. La prosa de este volumen es matizada en su barroquismo mediante una tonalidad lírica que otorga un carácter sacro a los protagonistas que se retroalimentan en su carácter angélico y maldito, mientras se someten o son sometidos a un proceso de putrefacción.
El cineasta y protagonista de este volumen posee sólo fragmentos de su historia familiar. Uno de los más llamativos es el video de un cumpleaños infantil, capturado poco antes de que sus padres fueran atrapados por la violencia dictatorial. Las imágenes constituyen su narrativa de origen, instalan un orden filial y un marco histórico que sustentan una periodicidad temporal y la descomposición del presente del personaje.
La novela comienza con la voz del narrador, quien, desde un matiz ingenuo y hasta candoroso, expone el fundamento de los hechos: “A veces, recuerdo la enfermedad así: un gusano se fue a vivir a mi cabeza y yo caí inconsciente y también me fui a vivir ahí; luego el gusano se comió algunos de mis recuerdos y mataron al gusano y yo salí de mi cabeza y lo que él devoró se perdió para siempre. Lo que quedó fue esto”. La memoria corroída por una entidad extraña, que se introduce en el cerebro para intervenir en los recuerdos, constituye el origen de lo que se narrará, confirmando, además, la ambivalización del realismo y de la experiencia sólo comunicable a través de ficciones.
Ficciones encadenadas, autónomas, espacios de horror y experiencias de tormento son generadas tanto por el cineasta como por el escritor-dibujante de cómics. Ambos son artistas atrapados por el terror, a los que sólo queda vomitar estas ficciones, como única acción de sobrevivencia. El tópico del arte ligado a la vida, donde la obra de arte es el resultado de la experiencia o permanece ligada al acto de vida, se reafirma en esta narración, donde además se levanta el viejo mito del artista maldito. Todo esto, formando parte de una intensa alegoría sobre la ruina de la cultura y del individuo.
Bisama insiste y experimenta con su obsesión por los marginales de la provincia, viejos, dedicados al arte, que jamás dejaron de parecer jóvenes dañados, exasperados por encontrar algún sentido para salvar el día y quizás la vida. Taxidermia es un libro arrebatado, donde la memoria se disemina en una multiplicidad de ficciones zigzagueantes, oscuras, impregnadas de una enardecida profundidad lírica.