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Crítica Literaria
Por Patricia Espinosa
Publicada en Las Últimas Noticias, del 26 de Agosto al 23 de Septiembre de 2016
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Las olas son las mismas
Juan José Richards. Los Libros de la Mujer Rota, 2016, 107 páginas.
LUN, 26 de Agosto de 2016
Si me remitiera sólo a las primeras páginas de esta novela, diría que el relato entero no tiene vuelta posible. Tres epígrafes saturan el ingreso a la historia de un escritor torturado por sus demonios internos que observa una bandada de estorninos, mientras, confundido con los tonos del atardecer, recuerda cuando conoció a su pareja. Hay una escena urbano-sensual, un flirteo que se inicia en el metro y que continúa con una conversación insulsa a más no poder al borde de un río, nada menos que el Sena. Esta entrada catastrófica, sin embargo, no hunde al libro. Sin perder la actitud emotiva, el autor consigue lo que pocos: dar vuelta casi todo aquello que en principio arruinaba el volumen. Es ésta una novela que explora con ahínco en la sensibilidad de su protagonista, convirtiendo lo cursi en representaciones sobre la vida y la literatura, que arrojan una interesante propuesta estético-cultural.
Richards manifiesta una preocupación apasionada por la estructura, lo que implica que las interrogantes metaliterarias se ubiquen en la superficie de la obra, adosadas al contrapunto entre la historia de Juan, el protagonista, y la de dos chicos franceses, Maxime y Aurelien. Juan es chileno y estudia literatura en una universidad estadounidense. Sus inquietudes no son precisamente de orden material y por eso se enfoca en la reflexión existencial, detonada por un ejercicio de crítica que le ordena su profesor y el hallazgo casual de una bitácora en la biblioteca de su universidad.
El libro encontrado por azar es narrado por la pareja de franceses, que despliega su historia de amor y desamor en Valparaíso el último día de 1999. Este relato se espejea con la crisis de Juan, quien hace diez años vivió un fracaso amoroso que aún le resuena y con su necesidad de escritura, ya que se transforma en coautor de la bitácora, que carece de final, completando, rearmando y apropiándose de las voces ajenas.
La narración presenta a tres personajes que simbolizan el tránsito hacia el fracaso y la soledad absoluta. Por eso, el viaje se transforma en la última utopía antes de asumir la derrota. Respecto a los sitios por donde se mueven los personajes, lo que pudo ser el exhibicionismo gratuito del sujeto globalizado o simplemente el tour de un burgués con spleen tiene aquí un sentido particular y necesario para el libro: los lugares recorridos aparecen siempre filtrados por el arte, al modo de, por ejemplo, Jarmusch y su mirada sobre Nueva York, o del fotógrafo Larraín sobre Valparaíso, e incluso de Cortázar sobre París.
En definitiva, el autor trabaja en el interior de los clichés, revitalizados en cuanto ingresan a nuevas ficciones que, a su vez, corren el peligro de ser nuevamente clichés. Lo anterior implica la reformulación del concepto de originalidad, tan ansiado por artistas y críticos, en un mundo sin novedad posible. Richards, así, reconvierte el lugar común, mediante la exacerbación de su desgaste, de su agotamiento, al situarlo en una práctica artística, sustentada en la reiteración.
Las olas son las mismas es una primera novela bien resuelta y promisoria, que suele rozar preocupaciones típicas de taller literario, pero que son superadas por un estilo minimalista, desprovisto de artificios. Richards se arriesga a juguetear con la metaliteratura, potenciando una voz propia en su sensibilidad, similar a la de un hablante lírico que se aproxima a la realidad a partir de pequeños indicios, mediante un fraseo corto, siempre encabalgado y preciso en el ritmo.
Niños héroes
Diego Zúñiga. Random House, 2016, 187 páginas.
LUN, 2 de Septiembre de 2016
Generalmente, una primera obra narrativa es el indicio de lo que vendrá en la trayectoria de un autor. La novela Camanchaca (2009) fue el anuncio de un esplendoroso futuro para Diego Zúñiga. Luego llegaría Racimo (2014), un volumen asentado en la medianía del género, pero que aún mantuvo vivas las esperanzas en algunos de sus lectores. Ese ciclo inicial es coronado ahora por un conjunto de relatos que empujan la obra del escritor hacia un preocupante abismo, porque Niños héroes no es más que un compendio de historias ingenuas, predecibles y mal facturadas, donde sobresale el quebranto lacrimoso, el sentimentalismo fácil.
Dos matrices organizan estos diez cuentos, cuyo eje es el fracaso. En un bando están las mujeres, amargas, ensimismadas, ridículas, ansiosas de afecto; mientras que en el otro aparecen los niños, adolescentes, jóvenes que quisieron ser héroes. Todos victimizados por igual, desde la madre hospitalizada por la falta de un riñón hasta el escolar resentido por ser hijo de una empleada doméstica o el niño pobre que le roba un lujoso reloj al abuelo.
Sin duda, hay material para buenos boleros en estas páginas, pero los quebradizos protagonistas están siempre mediados por un narrador que bloquea sus enunciaciones directas y sus emociones, aplastándolos bajo el simbolismo de la derrota. Así ocurre en “Tierra de campeones”, donde desde el comienzo se advierte que Freddy, el chico de Iquique que quiere ser estrella del fútbol, acabará perdiéndolo todo. Igual sucede en “La tierra baldía”, de pomposo título, que ya en su inicio se carga a la protagonista con un destino de soledad que no podrá revertir.
En términos de prosa, se impone un tono informativo y, por ende, descriptivo, disciplinado y lejano a una conformación estética. Se trata, de tal modo, de una escritura apagada, grisácea, carente de fuerza y también de morosidad. Zúñiga narra adherido a lo literal, eliminando cualquier doble lectura y, lo que es aun peor, desprovisto de agudeza en el preciso instante en que se necesitaba una mirada menos complaciente.
En cada relato, además, hay un personaje que recuerda y presenta al verdadero protagonista. Este narrador aparece siempre dispuesto a explicar que los díscolos protagonistas son producto de familias mal avenidas, para luego incrustar un proyecto que implica alguna salida al destino marcado, el que obviamente falla para confirmar la imposibilidad de toda subversión. El uso intensivo de tal estructura encierra a las historias en una maqueta, asfixia las posibilidades de ramificación de las acciones y anquilosa los discursos, los cuales confirman el esquema más que afianzan los hechos o los personajes.
Dejando a un lado la grosera y constante cita a Zambra y Bolaño, el mayor error que arrastra el libro es la presencia de un plan escritural sustentado en la autocitación. Entonces, no sólo se reitera un tema, la derrota irremediable, sino que se reproduce en todos los cuentos un modelo narrativo, un mismo perfil e iguales tensiones, líneas ficcionales y funciones nucleares.
Zúñiga no traspasa el nivel del balbuceo, la inseguridad de estilo, la redacción resbaladiza, elaborando a porrazos una poética de la derrota. Si a esto le sumamos la falta de imaginación, da como resultado un libro que no sólo habla de la derrota, sino que es en sí mismo un fracaso.
Historial de navegación
Carlos Araya. Alquimia, 2016, 128 páginas.
LUN, 9 de Septiembre de 2016
Dos libros exhibe hasta el momento el currículum de Carlos Araya: una producción escueta pero valiosa. Historial de navegación, el segundo de ellos, reafirma lo que ya estaba en el anterior, Ejercicios de encuadre. Ambas obras comparten un mismo procedimiento de escritura, basado en la aplicación precisa del freno narrativo y un diseño de cuadros desenfocados, donde el contraste temporal permite que el presente esté siempre en caída libre.
Doce breves autobiografías conforman la extensa primera parte de este volumen, donde el detalle psicológico, el gesto menor, bascula entre iluminar y oscurecer a los personajes. Cada relato expone la densa intimidad de sus protagonistas, atentos a rastrear una parte de su pasado, dispuestos a emprender una travesía que busca confrontar con violencia a sus padres, hijos, amores, y en particular a sí mismos. Los monólogos de cada personaje constituyen desplazamientos por una memoria en crisis, que choca con el presente, dando lugar a la negación de toda consecuencia. Este movimiento a secas impulsa a rastrear una identidad y a emprender una búsqueda que postergue la muerte.
El segundo y breve segmento del libro, “El año más caluroso de la historia”, corresponde a un diario de apuntes biográficos conformado por pequeños fragmentos no numerados, pero datados en su origen y cierre, 1 de enero y 6 de diciembre del 2014. Esta secuencia de veinticuatro párrafos, desplazados al lugar de una nota al pie de página, expone a retazos la perspectiva de un narrador que entrega mínimas pistas personales y amplias referencias de perspectiva. Más que un individuo, lo que hay es una mirada, una voz, que recorre lugares, aguzando la observación, enfocándose en los márgenes, los contornos de la ciudad y sus habitantes.
Araya construye personajes espectrales, situados entre la vida y la muerte, que tienen como correlato el paisaje. Calama o Santiago son los símbolos del infierno, al cual se accede en un estilo narrativo similar al de una cámara lenta que se desplaza por texturas u obsesiones visuales, como la luz, siempre presente, permitiendo que se detenga, por un pequeño margen de tiempo, la tragedia o el anuncio del fin.
Ubicados en lugares negados al recogimiento, los personajes ingresan en un estado de contemplación. Recordar es una acción fuera de lugar que les permite recuperar sensaciones de un extraño bienestar en medio de situaciones prácticas como visitar a un amigo de la infancia (“lanzábamos papeles con babas desde un tubo de lápiz tinta”); hay contextos incómodos, un viaje en un “bus que no deja de tiritar”, e incluso corrientes donde un narrador casi inmovilizado advierte la coloración que proyecta la cordillera, el movimiento sutil de un rama, “el retumbar de una maratón”, mientras “un adolescente solitario se sienta sobre una de las paredes del mirador”, ignorando la proximidad de la catástrofe.
Historial de navegación bien puede leerse como novela o como conjunto de relatos, debido a la autonomía y dependencia de sus historias en torno a personajes sombríos, incomunicados, expuestos a recibir constantes machetazos, condenados a bucear en su memoria, sin ningún tipo de resguardo ante la violencia y la sordidez. Sin embargo, en estos desamparados sujetos aún queda sitio para la delicadeza de las sensaciones en medio de un remolino de deseos contrapuestos. Araya sabe conjugar exaltación con reposo en unas perturbadoras narraciones que confirman una escritura convincente y bastante segura en su ruta.
Un mundo perfecto
Andrés Olave. Abducción, 2016, 165 páginas.
LUN, 16 de septiembre de 2016
Jeremías Negri es un caminante que por azar llega hasta una capilla, donde roba la identidad de un sacerdote. El impostor, familiarizado con una secta apocalíptica y que irá dejando en su recorrido un reguero de víctimas, es el protagonista de Un mundo perfecto, novela episódica, cercana al folletín picaresco, que pretende abordar el tema del mal, pero que termina atrapada en simbolismos de poca monta.
Borracheras, golpizas y cuadros sexuales soft del protagonista se reiteran en esta narración, donde los únicos eventos rupturistas, aunque esperables, son los diálogos de Negri con el líder de la secta, quien lo reconoce como cómplice. A pesar de la presión que implicaría un encuentro de tal envergadura, Jeremías se mantiene siempre distanciado y abúlico. En realidad, todo en este personaje tiende a la falta de proyección, incluso su disfraz de religioso, ya que bien podría vivir falseando cualquier otro oficio.
Andrés Olave sostiene su narración en una visión binaria y homogénea; por ello, sus personajes y todo lo que se refiere a la anécdota resultan planos y sin matices. Esto redunda en una falta de expectativas, ya que los hechos no logran jamás sobrepasar sus márgenes. La novela se revela como un ejercicio reflexivo geométrico y ajeno a todo desborde, como correspondería a una narración que se pretende gótica. A esto hay que sumar un esquema progresivo, que subordina toda la historia a un clímax en extremo controlado y restrictivo. De hecho, el libro termina confirmando la imposibilidad de cualquier apertura o insinuación de ambigüedad.
Negri es un personaje predecible en sus pequeñas indolencias, que reitera en cada aventura un modus operandi. Más que perverso, es un vividor, un granuja que aprovecha cada oportunidad al máximo, sin preguntarse jamás las razones profundas que motivan su actuar. Esto no quita que experimente cierta culpa, pero superficial, debido a la falta de vuelo imaginativo. En general, sus cavilaciones carecen de bagaje teológico, esotérico o filosófico; por lo mismo, resulta incapaz de exponer el conflicto moral, otorgando a la identidad usurpada el carácter de mero artificio.
El deslavado personaje central, la torpe necesidad de explicar los sucesos al final del relato y la composición simétrica general inscriben esta escritura en una evidente zona de precariedad. La secuencia donde el relato es llevado en paralelo por Julieta, la doncella sacrificial, y por el protagonista es un buen ejemplo de impericia técnica. Ante la imposibilidad de entrecruzar las voces, se disponen en un orden almidonado, sin mezclarse, sin romper el orden estricto de aparición de cada personaje. Esta rigidez se consolida en el cursi desenlace de la novela, donde tardíamente surge en plenitud el recurso fantástico.
En contraste con la sencilla conformación estructural y genérica, el estilo de la prosa es afectado, engolado, de monólogo extenso, al igual que los diálogos, siempre instrumentales, orientados más a describir que a desarrollar una propuesta que sume a la tensión dramática de la historia. Estropeados resultan también los coprotagonistas, en particular aquel que representa el mal absoluto, quien apenas balbucea su doctrina. Este desacierto implica quitar todo piso a Un mundo perfecto, donde jamás se logra construir un contrapunto sólido entre el bien y el mal.
La experiencia formativa
Antonio Díaz Oliva. Neón, 2016, 108 páginas.
LUN, 23 de Septiembre de 2016
En este pequeño conjunto de relatos, el lado racional convive con la pulsión autodestructiva de los personajes, chicos huraños, cuestionadores, iniciados en el arte de la queja inmovilizadora, gratuita, aquella que jamás pondrá en riesgo una posición ni menos un estilo de vida.
La experiencia formativa, de Antonio Díaz Oliva, quien se hace llamar ADO en los apuntes biográficos de la solapa del libro (al más puro estilo de DFW, David Foster Wallace, o JCO, Joyce Carol Oates), comprende sólo cuatro desvalidas e irregulares narraciones donde las preocupaciones centrales son Nueva York y una escuela universitaria de escritura creativa, realidades supervigiladas por una mirada de turista estafado, enfrentado a verificar que el mito no era tal y que debe esforzarse en demostrarlo.
Cines, estaciones de metro, paseos por Union Square, Brooklyn, Harlem, Coney Island, se constituyen en un conjunto de georreferencias, al modo de una aplicación de guía turística, destinadas a encuadrar los ansiosos desplazamientos de los personajes y confirmar un conocimiento “real” del territorio. Este intento de fotografiar Nueva York y sus rarezas, poco y nada de atractivo, es un tópico con un desfase de por lo menos cien años que el volumen no consigue actualizar ni menos reproducir en su desgaste.
En la mayor parte de estos relatos, el protagonismo lo tiene un universitario migrante, desencantado, que busca en las calles alguna experiencia capaz de enlodar, aunque sea un poco, su recatada y aséptica vida. “Prefiero a mi mami” y “La ciudad ya escrita” se internan en las experiencias de dos estudiantes de escritura creativa de la Universidad de Nueva York, obsesión biográfica del autor, que se burlan de sus maestros y congéneres, a los que identifican como una manga de fracasados. “Animalitos que fumé para salir de la depresión”, en tanto, aborda la vida de un tipo que elabora historias por encargo sobre jóvenes suicidas, obviamente universitarios. El único segmento que se escapa de la escritura primeriza es “La experiencia formativa”, donde el autor logra salir del asunto universitario e ingresar, con una modulación pausada, a la intimidad de un trío de adolescentes.
Los relatos asumen técnicas narrativas básicas, enunciaciones evidentes, sin sugerencias, donde se privilegian perfiles decadentistas en los roles secundarios y protagonistas en descomposición cautelada, que jamás exageran en su dramatismo; seres solitarios, de palabra comprimida y escasa interacción social. Los personajes centrales, pese a ser descreídos, profesan una fe inquebrantable en la libertad de movimiento. Esta perspectiva influye con fuerza en las cuatro narraciones, sustentadas en la ingenua creencia de la ciudad-mito, libre, acogedora y dispuesta para todo aquel que la desee.
Un punto de vista siempre resguardado en la melancolía y la languidez, el constante titubeo entre asumir el fraseo breve o el extenso y un atolondrado tratamiento del tiempo entorpecen aun más este volumen que trasnochadamente viene a revelar la putrefacción académica o lo estrambótico que puede ser Nueva York. La pregunta final sería: ¿para quién escribe ADO? Bueno, para la pequeña comunidad de ex alumnos de la universidad tantas veces mencionada en los relatos, que acaso se emocionen o se maten de la risa con los guiños a su alma mater . Por lo mismo, habría sido mejor publicarlos en alguna página web interna de la facultad.