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Crítica Literaria

Por Patricia Espinosa
Las Últimas Noticias, 21 de Noviembre al 19 de Diciembre de 2014



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El sabor de la errancia
Miriam Loebell. La Calabaza del Diablo, 2014, 124 p áginas.
LUN, 21 de Noviembre de 2014

El año 2009, se publicó Niña errante, un volumen de cartas entre Gabriela Mistral y Doris Dana. El prólogo a este libro, de Pedro Pablo Zegers, constituye una cumbre en la negación del lesbianismo de la poeta. El aterrado prologuista buscaba convencernos de que la relación entre ambas mujeres se basaba en la ternura, y que en ella Mistral ocuparía una “posición de maestra”, mientras Doris Dana sería la discípula; agregaba, además, que, cuando Mistral firmaba las cartas a su amada con el masculino “tuyo”, “podría leerse como un ascendente de carácter paternal y protector”. El gesto desesperado por anular a la Mistral lesbiana ha primado en la crítica nacional, temerosa de romper con el mito de la pobre maestra rural, que proyectaba su frustrada maternidad en rondas infantiles.

Un giro a estas lecturas castradoras la efectúa ahora Miriam Loebell en su novela El sabor de la errancia, que trata sobre la figura de Mistral y su relación amorosa con Doris Dana durante los años en que la poeta, habiendo recibido ya el Premio Nobel, vivió en México e Italia. Loebell recoge episodios de Niña errante y los reformula a partir de un narrador que enfatiza la intimidad de la protagonista, Luciana, y Dora, su pareja.

La narración construye una Mistral particularmente seductora. Luciana se comporta como un fauno o un don Juan, que no desperdicia el tiempo a la hora de cortejar a las jóvenes que conoce. Es interesante que este personaje se presente como un sujeto que toma la iniciativa, obligándonos incluso a usar términos propios de la masculinidad para intentar definirla, porque se escapa de los marcos que tienden a precisar el eterno femenino a partir de la pasividad. Luciana es una mujer mayor, de buen pasar económico, atenta a satisfacer a sus parejas y dispuesta al placer. Bebe, baila, ríe, consume drogas y busca constantemente aventuras sexuales. Esta configuración  del personaje permite al lector ingresar a zonas que entran en conflicto con la imagen que se ha construido de la poeta real. Mistral aparece acá como una mujer que disfruta y que limita su sufrimiento a los momentos en que se distancia de su amada.

Loebell da eficaz carne a su personaje, de eso no cabe duda. Sin embargo, hay un gran costo en este procedimiento: lo reduce en su condición intelectual. El discurrir de la protagonista es simple, cansino, a ratos hasta cursi. El centro de su existencia lo constituyen las problemáticas amorosas. La literatura ocupa un lugar menor en su vida, al igual que sus relaciones sociales, aspectos centrales en la consolidación de su obra en los círculos más influyentes de la época. Esta licencia que se da Loebell adelgaza a la poeta y potencia a la amante, a la mujer enamoradiza; así, pareciera ser que, en el intento por desmontar la versión oficial sobre Gabriela Mistral, esa arista se lleva la mayor parte de las energías del libro, vaciando por desgracia algunos aspectos fundamentales.

El sabor de la errancia es un libro sencillo, acotado a conflictos amorosos, que se disocia de la grandeza creativa de la poeta y de su obsesión por la literatura. Poco y nada sabemos sobre su postura estética, política o ideológica. Con todo, ello se compensa con la humanización del personaje protagónico, una mujer apasionada, para quien la vida es un goce permanente, imagen que se estrella con esa postal amarga y austera que se ha construido de Mistral.

 

 

 

Jardín
Pablo Simonetti. Alfaguara 2014, 109 páginas.
LUN, 28 de Noviembre de 2014

La primera novela de Pablo Simonetti, Madre que estás en los cielos, aparecida el año 2004, se centra en una anciana en vísperas de su muerte. Han pasado diez años y Simonetti arremete con una nueva publicación con la que se devuelve a sus orígenes, porque Jardín es, en última instancia, una novela que continúa, reproduce, incluso calca, tanto a los personajes como las temáticas y los conflictos de su opera prima. Si bien el autoplagio puede considerarse un diálogo legítimo entre las obras de un autor, también puede ser indicio de falta de ideas, una desesperada forma de mantenerse vigente, repitiendo las claves de lo que alguna vez fue exitoso.

Esta vez, Simonetti aguza nuevamente su mirada en torno a Luisa, una anciana próxima a la muerte, viuda, casi octogenaria, quien se ve enfrentada a dejar la casa que ha habitado la mayor parte de su vida. Franco y Fabiola, sus hijos mayores, se muestran entusiasmados con la posibilidad de vender la propiedad a una inmobiliaria que construye modernos edificios en el barrio alto. Sin embargo, convencer a la anciana no les resultará fácil, debido a la relación que Luisa tiene con su jardín, su lugar predilecto.

Claramente lo que pretende exponerse en este libro es que el jardín alimenta de vitalidad a la mujer y que si lo abandona los efectos serán catastróficos. Así de simple es el conflicto expuesto, sobre todo considerando que desde la primera página el narrador informa: “Ayer comenzó la demolición de la casa de mi infancia”.

Jardín tiene como narrador a Juan, hijo menor de Luisa Barbaglia, quien se dedica a repasar a cada miembro de la familia desde una perspectiva apurada, reduccionista, estilo que predomina en todo lo que acontece en este pequeño libro que destila afectación. El autor pone en escena una coreografía ultraemotiva actuada por personajes reblandecidos y decolorados por cierta liviandad y pragmatismo que restan verosimilitud a la experiencia dolorosa por la que transitan.

Simonetti no le teme a la cursilería, en eso estamos más que claros, y por lo mismo reitera su marca de fábrica: espolvorear sensiblería, forzar el sentimentalismo mediante lastimeros cuadros centrados en la viejecita enferma, con sus huesos deformados, apresada en la decisión de sus hijos que pretenden quitarle el jardín, donde cada planta ha sido cuidada, tiernamente, por sus delicadas manos. Para completar esta pintura de mater dolorosa, al comienzo de cada capítulo se incluye la ilustración de una flor ocupando la totalidad de la página. Kitsch es lo menos que puede decirse de esta secuencia de imágenes floridas, que sólo contribuyen a remarcar el carácter lacrimoso del volumen.

Lo que sí queda bien elaborado en esta historia es el orgullo de clase, la necesidad de afirmación de una estirpe, cuyo centro es la anciana, configurada como distinguida, elegante, de gustos sofisticados, y cuyos vástagos se disputan sus bienes incluso con violencia, por supuesto verbal, ya que la fineza jamás se pierde. Si bien la novela acusa a la modernización urbana de haber expulsado de sus barrios a las familias bien, como suele decirse ridículamente en nuestro país, esta crítica no logra consolidarse debido a la falta de profundidad de los personajes, imbuidos en una sarta de maledicencias dignas de una teleserie turca llena de repliegues dispuestos para el lloriqueo del espectador o del lector, que para el caso da lo mismo.

 

 

 

La ciudad de los hoteles vacíos
Gonzalo Baeza. Narrativa Punto Aparte, 2014, 167 páginas.
LUN, 5 de Diciembre de 2014

La ciudad de los hoteles vacíos, primer libro de Gonzalo Baeza, es un conjunto de catorce relatos cuyos personajes transitan por ciudades y poblados del Medio Oeste estadounidense buscando trabajo y recalando en hoteles y bares de mala muerte, cines porno, comederos baratos, granjas en decadencia, periódicos amarillistas. Mediante una prosa áspera, nudosa y compacta, surge un mismo protagonista, un tipo sin lugar, arisco, ensimismado, en permanente deriva por un territorio representado como un corredor o laberinto sin salida, donde solo le queda concentrase en pasar el día.

La escritura de Baeza confronta el desarraigo, la falta de expectativas y una aparente resignación con un desprecio larvado, una odiosidad contenida y desafiante para enfrentarse a los extraños. El autor otorga, además, gran relevancia al contexto en que transcurren sus historias, una zona semirrural, semiindustrial, en el centro de Estados Unidos, con un pasado económico glorioso, hoy en baja, pero que aún ofrece trabajos temporales a una enorme masa de individuos anómalos para el sistema. Es la anomalía de los sujetos, su desviación, el ámbito que mejor cubren estos relatos seguros, directos, sin desbordes emocionales: personajes contenidos, con aguante, pero que de improviso pueden desprenderse de todo aquello que imponga seguridad y dejarlo todo para comenzar de nuevo.

El autor privilegia un realismo enrarecido, orientado a capturar los gestos de los personajes, sus cuerpos, sus sensaciones, el espacio en que habitan y, por sobre todo, a la construcción de perfiles. Con apenas unas cuantas frases, surgen caracteres profundos, intimidades torturadas y tensionadas ante el fracaso, dando lugar a una particular tipología, la del trabajador migrante, lejano, austero en sus discursividad, indócil, meditabundo, obcecado en mantener su independencia.

En el último relato de los catorce que contiene el volumen, el narrador señala: “No sé qué esperaba encontrar cuando hui de Chile, pero me encontré con este mundo de maizales interminables donde cada noche se instala una quietud rígida y el frío invernal te embrutece. Un país de gente viviendo a la sombra de fábricas abandonadas en un mar de maleza, acereras, papeleras, plantas automotrices y todos esos edificios desocupados hace apenas unas décadas, pero que hoy parecen construcciones de una civilización perdida”. Más allá de la marca de nacionalidad, resulta importante en este segmento la idea de huida del origen y la constatación de un presente desafortunado, donde resalta una realidad casi postapocalíptica que lo va consumiendo todo. El desencanto por ambos lugares, Chile y el Medio Oeste, y la necesidad de sobrevivir constituyen las únicas banderas de lucha que le quedan a este personaje que acumula derrotas, que se desgasta, que se destruye poco a poco.

La ciudad de los hoteles vacíos es un libro cuidado en su escritura y exacto en su propuesta sobre la desolación, que consigue instalar dos importantes reflexiones: la inexistencia del mito referido al planeta yanqui y el concepto de un orden global donde el individuo no es más que mano de obra barata que, pese a todo, no ceja en mirar al mundo desde un memorable resentimiento que pareciera esperar el momento perfecto para atacar.

 

 

 

Facsímil
Alejandro Zambra. Hueders, 2014, 104 páginas.
LUN, 12 de Diciembre de 2014

No es tema frecuente en la literatura chilena tematizar la educación y menos los procedimientos para entrar a la universidad. Esta ausencia, en principio, vuelve atractivo Facsímil, el nuevo e inclasificable libro de Alejandro Zambra. Sin embargo, hay una segunda razón para considerar interesante el volumen, su estructura, ya que el marco es la vieja Prueba de Aptitud Académica, específicamente la Prueba de Aptitud Verbal: el libro reproduce el formato de la prueba, al modo de un facsímil, con sus secciones, preguntas y alternativas correspondientes.

Facsímil se somete a un formato rígido que pretende subvertir, tensionando los vínculos entre contenido y forma. En esta fricción, Zambra logra, hasta cierto punto, patentizar sus temáticas recurrentes: la atmósfera ochentera, la familia en crisis, los años en un colegio de alto rendimiento, las relaciones de pareja fallidas y las tiranteces entre padres e hijos, donde las madres no existen más que como una pequeña y pasajera referencia.

Pero el intento resulta fallido, dando por resultado un tratamiento no sólo convencional de la escritura, sino rígido, básico en su ludismo y reiterado en lugares comunes. El volumen fracasa en su facturación escritural, permitiendo que emerja únicamente una suerte de boceto salpicado con las temáticas y obsesiones del autor, comprimidas con tosquedad, mediante una prosa carente de ritmo y profundidad. Si hay algo que ha caracterizado a este autor es su preocupación por la forma, el rigor al construir la frase, seleccionar la palabra, marcar el ritmo: no por nada Zambra es también poeta. Facsímil, por el contrario, presenta una prosa liberada de preciosismo, descuidada, alejándose de las cualidades que han llevado al autor a ocupar un lugar relevante dentro de las producciones post 2000.

Los cuatro primeros segmentos del libro –término excluido, plan de redacción, uso de ilativos y eliminación de oraciones– develan la incapacidad de transgredir la arquitectura autoimpuesta, la cual termina contaminando con su esquematismo a la prosa y al proyecto en su conjunto. Nada aquí se deconstruye o se hace estallar desde dentro, sino que sólo se exagera o se distorsiona un poco, al modo de apurado ejercicio escolar. Zambra parece no tener la energía necesaria para destruir una estructura a la que respeta mucho más de lo aparenta, y por eso termina seducido por ella, engolosinado por una transgresión que casi se vuelve un homenaje.

Todo esto, en concordancia con el afán del libro de convertirse en un texto generacional. La diversidad de textualidades de Facsímil promueve un pacto con el lector que jamás decae. La pretendida interactividad del volumen convoca recuerdos que estandarizan el pasado y la nostalgia. La memoria se convierte en un cliché, desasido de intimismo, desbordante de exterioridad y transparencia. Todo sea para que el gesto generacional resulte intacto, sosteniéndose en una “política de los acuerdos” de la memoria. Así como los noventa se viven sumisamente bajo la sombra del dictador, esta escritura lo hace al amparo de la PAA, con los mismos miedos, odios contenidos y vergonzantes dobles vínculos que hablan de desprecio y respeto a la vez, pero sin capacidad de rebeldía.

Facsímil prueba que no basta forzar una forma para desafiar a un género y menos a una época. Débil, desorientado en su prosa desgastada, asfixiado por su formato, este volumen no es ni la sombra de todo aquello que ha llevado a valorar el minucioso e intimista estilo Zambra.

 

 

 

Eslovenia
Esteban Catalán. Montacerdos, 2014, 120 páginas.
LUN, 19 de Diciembre de 2014

El tono ingenuo-perverso y la negativa permanente a todo aquello que resulte terminal y catastrófico son los dos aspectos más meritorios de Eslovenia, relatos de Esteban Catalán que, eludiendo la mirada complaciente, la reflexividad inútil, la actitud victimizante, demuestran que siempre es posible intensificar el fracaso, el sinsentido, la abulia eterna.

Catalán elabora un conjunto de nueve cuentos donde predomina un tipo particular de personaje: joven, de pocas palabras, solitario, ensimismado, rasgos que insinúan, al mismo tiempo, desacomodo y sumisión a la derrota. Sin un antes ni un después, las narraciones se afirman en un permanente presente, donde los personajes parecen incapaces de emitir signos que convoquen literalmente su condición de pérdida total.

“Te gustan las rubias” y “Podrías escribir un cuento sobre música” son dos relatos sobre relaciones familiares fracturadas, carentes de cualquier atisbo de felicidad, entregadas a la rutina y los diálogos escuetos. Padre y madre cumplen su rol con flojera, siempre lejanos, ausentes y distantes en el trato con sus hijos. Los hijos, en todo caso, no se escapan de esta configuración negativa, al constituirse como seres apáticos y lejanos.

En “Libro de ilustraciones”, por su parte, la madre no es más que una ausencia, pero que prefigura el comportamiento del hijo, el protagonista, cercano a los treinta, que realiza ilustraciones, sueña con su niñez y sospecha ser observado mientras toma fotografías a mujeres por las calles del centro. La madre es el símbolo del poder absoluto, sostiene la casa, disfruta la vida y se muestra sensual, mientras su hijo se vuelve un pervertido que afirma “no hay mala intención ni maldad”; y así es: desde su perspectiva ingenua e infantil, en definitiva lo mejor del relato, sostiene que está libre de culpa, que no hay nada sucio en su pequeño secreto.

La soledad es una presencia constante en estos relatos, donde se insiste en el aislamiento; a pesar ello, los personajes parecen disponibles para el otro, siempre casual, siempre reemplazable. Ya sean adolescentes u hombres de mediana edad, en ocasiones entablan relaciones con mujeres jóvenes, cuyo único sostén será el encuentro sexual, carente de promesas y declaraciones afectivas. La falta de desbordes emocionales se patentiza en detalles de la convivencia diaria, lo que no implica la pérdida de tensión en el deambular de los personajes. El estado anterior podría calificarse de postdramático, en el sentido de enfrentarnos a una naturalización de los quiebres, como si el individuo hubiese experimentado una gran tragedia, que se oculta al lector y cuyo momento posterior fuera la redundancia silenciosa de las huellas de la derrota.

Más allá de la mirada encajonada al configurar el habla popular y algunos desenlaces abruptos, Eslovenia es un libro para considerar, porque nos remite a un modo de enfrentar la vacuidad del presente, la clausura de toda expectativa, sin estridencias, mediante un estilo cercano al minimalismo y con una sugerente parquedad en la exposición de su sentimentalismo, que está, por ahí, profundamente oculto.



 



 

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Crítica literaria
"El sabor de la errancia", de Miriam Loebell; "Jardín" de Pablo Simonetti; "La ciudad de los hoteles vacíos", de Gonzalo Baeza; "Facsímil" de Alejandro Zambra; "Eslovenia", de Esteban Catalán.
Por Patricia Espinosa
Las Últimas Noticias, 21 de Noviembre al 19 de Diciembre de 2014