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Crítica Literaria

Por Patricia Espinosa
Publicada en Las Últimas Noticias. 31 de Marzo al 28 de Abril de 2018



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Hogar
Fernando Mena. Kindberg, 2016, 108 páginas.
LUN, 31 de Marzo de 2017

La crisis de la treintena es el foco principal de Hogar, primera novela de Fernando Mena. Una narración sencilla con ínfulas de filosófico manifiesto generacional, centrada en un profesor confundido que bucea en sí mismo con ahínco, mientras intenta encontrar el sentido total de su ser y sus circunstancias.

Dos tercios del volumen exponen al personaje perdido sin poder dar con su trascendental objetivo, quedando el tramo final para la ansiada hierofanía: el extenso camino de la oscuridad hacia la luz permite que la narración adquiera un sentido ejemplar y que Manuel, el protagonista, encuentre por fin su centro y equilibrio.

Manuel es un profesor adscrito al estereotipo tradicional con que la narrativa chilena suele describir a los docentes, es decir, un mediocre, sin vocación, con ganas de nada, que mira con desprecio todo aquello ligado a su oficio. Un segundo nivel de relevancia para el personaje es el lugar donde vive: el cerro Alegre de Valparaíso. Sin embargo, no se trata del puerto nauseabundo y decadente construido tan tenazmente por los narradores de las últimas décadas: más allá del abandono político, posee acá una estampa agradable, acogedora y comunitaria. Esta atípica mirada sobre el puerto es probablemente el único aporte de Mena, porque lo demás se concentra en la búsqueda del sentido vital acumulando amoríos y desengaños. Tal como en una olvidable novela rosa, el personaje sufre y se lamenta con saña por sus infortunios sentimentales. Su configuración mental, del tipo adolescente tardío, Peter Pan, chileno medio, buena gente, deriva en reflexiones primarias sobre el distanciamiento con sus padres y su condición de soltería a los treinta años.

Mena escribe con una simpleza de marca mayor. Su estilo cursi, básico y carente de cualquier tratamiento estético, se entrega a sentimentalismos desatados cuando la madre lee a Bolaño o le sirve una cazuela, o cuando él ve fútbol junto a su padre. El mayor riesgo que el autor toma es el uso de la segunda persona en la totalidad de la novela, lo que llega a resultar monótono y agobiante. Mena hace gala, además, del efecto saturación. Como si de rellenar se tratara, incluye letras completas de canciones de Cerati y Javier Barría y un test, también completo, sobre depresión a los treinta, lo que le sirve para insistir en que se le cae el pelo, tiene guata con celulitis y que está viejo. El profesor está a punto de convertirse en el consumidor perfecto de tinturas, máquinas de ejercicio, suplementos alimenticios y vitaminas que ofrece esa publicidad que insiste en que cumplir años es lo peor que te puede pasar.

Como coronación, el libro incurre en duplicaciones que nada aportan al desarrollo del relato, como el encuentro sexual con la chica de pueblo y más tarde con una santiaguina de clase alta, o la asistencia a un show de Gepe y luego a un bingo. Instancias en que el personaje canta a todo pulmón, logrando por un rato alivianar su abatida existencia.

Hogar es una narración donde la construcción de la historia es un pelo de la cola, ya que sólo constituye una excusa para presentarnos un perfil marcado por los consumos culturales. La novela-perfil es una degradación de la ficción autobiográfica. Más cercana a una extendida biografía de red social que a la novela, se está convirtiendo en una tendencia por estos lares, porque su fórmula es fácil. Por cierto, Mena sigue las reglas, pero no logra ir más allá de la receta.


 


Ártico
Mike Wilson. Fiordo, 2017, 83 páginas.
LUN, 7 de Abril de 2017

El púgil (2008), Zombie (2009) y Rockabilly (2011) conforman la primera etapa de la producción narrativa de Mike Wilson. Esas novelas se aproximaban a una propuesta donde convivían la cultura pop, los elementos fantásticos, el retrofuturismo, la ruina urbana, el pastiche y el fracaso, mucho fracaso. Sin embargo, hubo un quiebre importante con la publicación de Leñador (2013), donde no sólo se cuestiona el género novela, sino también el enciclopedismo, el desarraigo y los estados extáticos.

Ártico, el nuevo libro de Wilson, confirma el giro estético del autor, ahora con una apuesta tan radical como la de Leñador, tanto en la escritura como en el formato elegido, sin dejar por ello de explorar en las mixturas genéricas, los modos de habitar la derrota y el misticismo, esta vez urbano, con huellas postcataclismo. Se trata así de una apertura o experimento donde se pone en crisis el género narrativo, al presentarlo con la forma de un poema que también podría ser un poema incrustado de narrativa.

El esfuerzo da buenos resultados, produciéndose un equilibrio entre la economía del lenguaje lírico y la amplitud de la enunciación narrativa. Así se desarrolla un monólogo o flujo de la conciencia, marcado por la ausencia de todo signo de puntación y pausas, donde cada enunciado es un breve verso libre, amarrado a otros versos sólo por algunas anáforas, rimas internas y encabalgamientos.

Uno de los aspectos centrales en Ártico es la propuesta de una voz que opera como protagonista y punto de vista único. El hombre, apenas descrito en su exterioridad, merodea por una ciudad invernal en ruinas, hambriento, solo, vestido con un roñoso disfraz de Santa Claus, encontrado casualmente en los vestigios de un zoológico. En su deambular y tras años de olvido, recupera el recuerdo de una mujer importante que le impone un segundo aire al texto; el protagonista iniciará ahora un recorrido con un objetivo explícito hacia el otro lado de la ciudad, al vecindario de su infancia, a su propio origen.

Wilson construye una voz definida, un personaje material, al cual es posible reconocer, sentir; esta suerte de caminante, inserto en una deriva pausada, no exaltada, se desplaza constantemente por múltiples zonas de ambigüedad, experimentando una libertad triste, precaria, que le pasará la cuenta en el desenlace del volumen. El personaje apenas intenta exponer razones o motivos que justifiquen su condición y su desplazamiento, ya que su accionar se limita a un discurrir, en un tiempo propio, proliferante en imágenes, sensaciones, unidas únicamente por chispazos reflexivos. La falta de expectativas es uno de los grandes aciertos en esta escritura en que no hay nada que esperar, porque el relato consigue adentrarnos en un ritmo reiterativo, moroso, donde los hechos no requieren justificación y todo parece remitirse al transcurso de una vida que se desmorona en cámara lenta.

La aparente simpleza del texto es otro de sus grandes méritos y, a la vez, el gran engaño, la trampa impuesta por este relato-poema sustentado en a lo menos cuatro núcleos de sentido: el etiológico, donde se acude al pasado como falso origen, sumado a los estados emocionales del sujeto, la descripción de sus acciones y las constataciones de lo real (frágiles listas), que imponen un diálogo entre la materialidad y las palabras. Un conjunto de núcleos que da como resultado este arriesgadísimo libro postelegiaco, donde Wilson despliega un conformismo cauteloso, una inmersión apacible y mansa en la derrota.

 

 


No leas a los hermanos Grimm
Iván Maureira. Edicola, 2016, 136 páginas.
LUN, 14 de Abril de 2017

La formación de un asesino serial es un tema inagotable, aunque no por ello atractivo por naturaleza; siendo una figura tan recurrente, la posibilidad de cometer errores es alta y este libro acumula muchos. La principal falla de esta primera novela de Iván Maureira es que tiende a perder el foco, es decir, el asesino es dejado de lado, a lo que hay que agregar las ganas de amarrar la historia a la entrega de una enseñanza. Esa intención ejemplarizadora conduce a una escritura de trazos gruesos que se esfuerza poco por ingresar en la intimidad de victimarios y víctimas.

El volumen propone una cadena narrativa centrada en una familia compuesta por un emigrante italiano, Pietro Cambiasso, dueño de varios cines en Valparaíso, Giorgio, su hijo, adicto al cine de animación, y su nieto, Gabriel Cambiasso, un eximio dibujante. Este último es el protagonista de la novela, pero aparece con demasiada lentitud, demorado por relatos intercalados que, en términos globales, pudieron tratarse con mayor concisión y celeridad.

Como máximo ejemplo de la tendencia a la distracción del narrador, está la exagerada atención que presta a un personaje secundario, el profesor Ovidio, un pervertido, que tiene como objetivo abusar de la mejor amiga de Gabriel Cambiasso, en sus primeros años escolares. En este segmento la novela no sólo privilegia al profesor, sino que hay un cambio en el modo de narrar, girando hacia una escritura un poco más profunda, más detallista. La autonomía de la historia del profesor es tal, que incluso el relato se da el tiempo de desligarse de la familia italiana; en realidad, el profesor ni sabe de su existencia. La exploración en la vida completa del docente y su batalla contra sus malsanos instintos son descritas paso a paso, hasta llegar a un momento central, desperdiciado en su condición trágica, basado en la gran novela de D’Halmar Pasión y muerte del cura Deusto (1924).

Al volver de este enorme intermedio, la historia, que había desestimado al verdadero protagonista, recobra el foco y dirige su mirada nuevamente a Gabriel, ahora convertido en adolescente, educado por una empleada doméstica perturbada, que pretende transformar al muchacho en el doble de su admirado Émile Dubois, el famoso asesino de comienzos de siglo XX. La estrategia da resultado y Gabriel se convierte en homicida. Pero es un criminal atrapado por un modus operandi extremadamente infantil, lo que le resta todo interés a su mediocre vida delictual. A esta altura, una gran cantidad de hechos han perdido sentido, contribuyendo a hinchar páginas más que a potenciar la anécdota; así ocurre con el abuelo Cambiasso y sus emprendimientos cinematográficos o la dificultosa relación entre el padre de Gabriel y una gringa, Walt Disney de por medio.

Maureira exagera con los paralelismos, y por tanto la narración se vuelve rígida; además, se pierde en múltiples historias recargadas, contextualizaciones inútiles, múltiples y enormes expansiones, repletas de redundantes descripciones. Todo esto incide en que la prosa consolide su condición rimbombante y declamatoria. Hacia el final, la empecinada intención por convencer de que se trata de una obra con carácter didáctico resulta no sólo innecesaria, sino que más bien parece ser un intento por justificar la falta de claridad del proyecto narrativo.

 

 

 

La dimensión desconocida
Nona Fernández. Random House, 2016, 233 páginas.
LUN, 21 de Abril de 2017

Un fin de ciclo se deja ver en esta quinta novela de Nona Fernández, autora reconocida por su prolífico quehacer literario, que comprende también la dramaturgia, el guión y el cuento, y por su profundo trabajo en torno a la memoria. La dimensión desconocida no sólo es su libro más débil, sino también un impensable retroceso, apenas la sombra de lo que ha sido la sólida escritura de Fernández.

La narración plantea un contrapunto entre la voz de la narradora y Andrés Antonio Valenzuela Morales, soldado 1°, ex miembro del Comando Conjunto, organismo represor de la década de los 70, quien en 1984 fuera el primer militar en entregar información sobre torturas y crímenes de la dictadura a la prensa y a la Vicaría de la Solidaridad. La narradora tiene un poco más de 40 años, pareja y un hijo adolescente, y se desempeña como guionista. Es precisamente su trabajo el que la lleva a este oscuro personaje, a quien denomina “el hombre que torturaba”. La figura del asesino fascina a la narradora y entre ambos se establece un diferido diálogo, que sirve de entrada a un repaso por el devenir de la memoria de las víctimas del horror durante varias décadas.

Sobre esta base, ya habitual en la obra de Fernández, la autora opera varios cambios fundamentales, el principal de los cuales es un giro en el modo cómo se concibe la historia. Si en los otros libros la historia era una maquinaria de demolición de los individuos y de la memoria, ahora la narradora ostenta una capacidad de soportarla, comprenderla y hasta de intervenirla mucho mayor. Su lugar es menos precario que cualquiera de sus otros personajes principales. La narradora ha decidido posicionarse en un espacio de mayor centralidad, marcando reiteradamente que tiene el control, aunque nada haya cambiado en la historia y en la maquinaria del olvido.

Así como la atención se desplaza hacia la narradora, “el hombre que torturaba” tiende a diluirse; de alguna manera, al exhibirlo sentimentalizado y comprenderlo, ella lo va anulando y lo pone a salvo del escrutinio colectivo. Pero convertirse en centro tiene un costo y en este caso aquello pasa por asumir las mismas estructuras del orden represor, es decir, control, raciocinio, poder absoluto para castigar, perdonar o interpretar el pasado y construir una ficción, que es “su” ficción. Todo esto se traduce en un relato falto de matices, donde finalmente la memoria es clausurada cuando la protagonista expone su presente.

Desde este sitio, ella se asume envejecida, agotada e incluso “aburrida” de conmemoraciones y ritos fúnebres cargados de un pasado de violencia. Fernández configura personajes autocomplacientes, victimizados y hasta melodramatizados, bajando las cortinas a la memoria mediante un elemento tan humano como el tedio.

A nivel de escritura, el volumen nuestra falta de cohesión y de progresión narrativa, reitera sucesos sin agregar nada nuevo, incluye expansiones innecesarias, ingenuas, forzadas, como la superficial cita al pop retro o la bibliografía infantil que presagió el presente de la narradora. Sin embargo, el gran fallo de la novela es restar lugar a los anónimos, apostando por la construcción de procesos sociales que siempre pasan por individualidades, con nombre y apellido, ya sean militantes, funcionarios del aparato de control o intelectuales burgueses, y nunca por lo colectivo. Aquí la lucha ideológica ha dejado lugar a la biografía emotiva. Esperemos que solo sea un traspié y no una derrota.

 

 

 

El ciego al que le cantaba Gardel
Antonio Rojas Gómez. Etnika, 2016, 160 páginas.
LUN, 28 de Abril de 2017

La presencia constante de lo extraño, en estas narraciones, permite que el trauma no pueda ser aplacado, desestabilizando continuamente el presente. El ciego al que le cantaba Gardel es un conjunto de relatos donde el deseo de memoria batalla contra el impulso de muerte, lucha que no deja de renovar la realidad. Antonio Rojas Gómez consigue desarrollar estas historias con una destreza técnica clásica, eliminando cualquier afectación y remarcando la vehemencia interna de sus personajes obcecados y siempre esperanzados.

Rojas posee el ingenio suficiente como para construir relatos en apariencia sencillos, pero que se trasforman con rapidez en tramas complejas, donde los protagonistas se ven enfrentados a cambios radicales en sus formas de vivir. Estas mutaciones los forzarán a tomar decisiones valóricas y asumir compromisos que arrastrarán consecuencias fatales respecto a lo que ha sido hasta entonces su estilo de vida.

Aun cuando resulta dominante la perspectiva realista, en estos seis cuentos la imaginación, las premoniciones y un aire de extrañeza envuelven a los protagonistas, que se ven obligados a ignorar su natural racionalismo, entrometiéndose en un nuevo sistema de reglas. Este cambio de perspectiva será constreñido al terreno de lo íntimo, porque el mundo se encuentra regido por pautas que asocian lo insólito con la pérdida de cordura. Limitación que confirma una manera singular de experimentar la existencia en estos sujetos, que conviven cotidianamente con los signos de lo excepcional.

Así se advierte en “El ciego al que le cantaba Gardel”, relato centrado en un artista callejero ciego, dedicado a tocar la guitarra, quien ve interrumpida su falta de entusiasmo con la presencia de un desconocido cantante, con el cual jamás el invidente intercambia una palabra. A pesar de que la anécdota pueda presentar cierto matiz fabulesco, consigue remontar tal categoría debido a la conformación peculiar del protagonista, un personaje que carga una diversidad de anomalías conductuales que lo transforman en un ser repulsivo.

“Cierta mañana de abril” es otro de los relatos donde el personaje central se ve inserto en un hecho rarísimo que no le interesa cuestionar, sino asumir con premura y desenvolvimiento. El individuo en cuestión descubre durante uno de sus diarios viajes en metro que puede adivinar los nombres de los pasajeros y ordenar sus comportamientos. Anomalía que se extiende a “La gran ignorada”, relato de filiaciones donde los hijos heredan la capacidad de predecir la muerte de sus padres, conformando una cadena infinita. Si bien esta última narración resulta en exceso comprimida y debilitada en su contexto, no se desvía del tono del general del libro ni de las temáticas dominantes.

Como contraparte a los relatos de extrañeza psicológica, figura un conjunto de narraciones, más extensas incluso, que dan cuenta de experiencias individuales de la dictadura y que constituyen lo mejor de este volumen. “Gerardo y Antonio van a Gath y Chaves”, “La máquina” y “La larga noche de Maese Pedro” conforman una trilogía impecable, como bien lo advierte el agudo prólogo de Cristián Montes, donde se escenifica la conmoción por la pérdida y la memoria, y donde diversas que van haciendo frente al pesimismo, la violencia y la historia.



 

 

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Hogar, de Fernando Mena; Ártico, Mike Wilson; No leas a los hermanos Grimm, de Iván Maureira; La dimensión desconocida, Nona Fernández; El ciego al que le cantaba Gardel, Antonio Rojas Gómez.
Por Patricia Espinosa
Publicado en Las Últimas Noticias, del 31 de Marzo al 28 de Abril de 2017