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Crítica Literaria

Por Patricia Espinosa
Publicado en Las Últimas Noticias. 27 de Abril al 25 de Mayo de 2018


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Fugitiva
Carmen Gloria López. Alfaguara, 20I7, 230 páginas.
LUN, 27 de Abril de 2018

La adolescencia, los procesos de crecimiento y, por supuesto, las familias son temas recurrentes en nuestra literatura. De ese modo, la denominación narrativa de los hijos puede ampliarse y cubrir no sólo a las escrituras relacionadas con la dictadura. Así ocurre con Fugitiva, de Carmen Gloria López, novela que consigue abrir una nueva veta en el género, al proponer una visión no despreciable de su familia y un personaje protagónico femenino, centrado en la recomposición de sí mismo.

Camila Valderrama Varela tiene quince años y es hija de un progenitor ausente y huérfana de madre. Al carecer de familia y de tutor, la chica iniciará un viaje en busca de su padre, a quien le solicitará la emancipación legal, evitando así su terror a ser derivada a un organismo estatal de menores. Si bien la novela no especifica una época en la que transcurran los hechos, el lenguaje juvenil y la mención al Sename la vinculan con un contexto cercano a la actualidad.

De esta forma, una chica común, que se ha movido sólo entre su casa y el colegio, en un ambiente protegido y acomodado en el barrio alto santiaguino, se ve enfrentada a un mundo desconocido. Jamás se ha movilizado sola y su concepción de la existencia se basa en los juicios heredados por la conservadora abuela que la crio. Lo importante en este personaje es su autoconciencia. Se reconoce "cuica", buena para "rotear", prejuiciosa con todo aquello que le resulta extraño. Su cabeza, además, está llena de mitos urbanos y estereotipos criminales aprendidos del cine y la televisión.

A pesar de sus limitaciones, la joven se atreve a explorar, a traspasar sus temores y enfrentarse a lo desconocido. Estas dos características —es frágil pero resistente— enriquecen al personaje y lo sitúan en un plano de reivindicación femenina particular. Resulta importante que el personaje no esté atado al discurso romántico y que tampoco pretenda ser la chica dispuesta a experimentar con todo aquello que los marcos de su clase le tenían prohibido. Además, es una adolescente que carece de todo rasgo "mágico" y que se encuentra lejana al arte, lo cual le permite al libro evadir el registro metaliterario y estético-intertextual que suele ser frecuente en este tipo de novelas.

Su gran meta es escapar de un destino funesto. En el camino para lograrlo se encuentra con diversas mujeres que le prestan ayuda. Desde la ex compañera de colegio hasta el afecto maternal de una dueña de casa a quien conoce en un bus interprovincial o una alemana dueña de un hostal en Frutillar. Esta comunidad de mujeres no sólo la cobija temporalmente, sino que además le entrega pequeñas claves de sobrevivencia, sirviendo como ejemplo de vidas capturadas por las normas impuestas por sus familias y el mundo.

López entrega una historia que corre de forma acertada, con un fraseo corto y un estilo directo, sin rodeos, metáforas ni alegorías en torno a los símbolos del bien y el mal. De igual manera, resulta destacable el manejo de la fuerte ansiedad de la protagonista, que permite sostener, hasta el final del volumen, las expectativas respecto a su destino, combinando en su justa medida dramatismo y un poco de humor negro.

Por suerte, Fugitiva no pretende convertirse en una novela icónica, ni menos ser un panegírico sobre la buena vida. Más allá del desenlace, donde se amarran demasiados cabos, lo cual encierra al personaje protagónico, Carmen Gloria López escribe una ficción cercana, simple, verosímil y atenta a los tiempos que corren.


 

 

¿Cuánto tiempo viven los perros?
Amanda Teillery. Emecé, 2017, 146 páginas.
LUN, 4 de Mayo de 2018

La primera impresión al comenzar este libro es que se trata de un volumen centrado en preocupaciones infantiles de menor calibre; sin embargo, poco a poco estas inquietudes van dejando su lugar a dramas encriptados. Así, van apareciendo dolorosos secretos que se han apoderado de niñas y adolescentes, que viven en un estado de conmoción constante. Es éste un conjunto de relatos sobre el abuso de poder y la violencia.

Nueve relatos conforman el libro, donde destacan los protagonismos femeninos dañados, solitarios, recluidos en su interioridad y condenados a seguir las directrices impuestas por figuras de poder; todos quienes las rodean parecen propiciar el silencio. La obediencia o la sumisión es la base del comportamiento de estas chicas que han aprendido a vivir ocultando el daño producido por el abuso afectivo y sexual. La indiferencia familiar es el precio que deben pagar para llevar una vida públicamente estandarizada, que beneficia más a sus padres que a las víctimas.

La actitud narrativa, que deja fluir sutilmente cierta actitud moralista, resulta quizás inevitable, porque se trata de exponer el daño psicológico y sexual a menores; a pesar de esto, las historias trascienden la finalidad ejemplar por la profundidad de los personajes, el modo de aproximación a sus conflictos y la insistencia en una inocencia perturbadora que los convierte en presa fácil de la violencia sistémica. Porque claramente lo que se configura es un orden de estirpe, movido por reglas tácitas de lo que se considera el correcto modo de vivir desde una posición de superioridad.

Amanda Teillery se centra en sujetos que han tenido el privilegio de pertenecer a una clase favorecida. Es al interior de este sitio de iguales donde surge y opera el terror. Los relatos exponen sin misericordia la endogamia de clase, el arribismo, la ostentación de lujos y el constante silencio ante la agresión provocada por agentes pertenecientes al mismo segmento social que las víctimas. El volumen, por tanto, cumple además con la función de denunciar un modo de vida, el de la élite autoprotegida, que, por sobre todo, resguarda su posición.

Los diálogos constantes son un recurso siempre presente en estas narraciones, lo que permite que las protagonistas expongan sus tácticas de interacción y autoprotección, pero también evidencien el sistema de reglas, la manera en que sus existencias van siendo modeladas por pautas, muchas veces tácitas, de silenciamiento. Otro recurso destacable es la delimitación informativa que auspicia aproximaciones y distanciamientos a zonas de intimidad, mediante una voz en tercera persona que utiliza un modo enunciativo, relajado, flexible, verosímil y común al tipo adolescente. Además, la acumulación de causas que desatan el mal muestra que la violencia tiene más de una procedencia.

¿Cuánto tiempo viven los perros? es un libro que si bien tiene pequeños desequilibrios, como la inclusión de un par de protagonistas masculinos no del todo desarrollados, la ausencia de figuras paternas o cierta tendencia a enmarcarse en la literatura didáctica, consigue dar cuenta de una escritura bien encaminada, capaz, por lo pronto, de sustentarse con bastante aplomo en el complejo terreno del abuso infantil y la depravación de una clase.


 


Indios Verdes
Emilio Gordillo. Narrativa Punto Aparte, 2018, 141 páginas.
LUN, 11 de Mayo de 2018

La alternancia entre montar y desmontar la anécdota para diluir la unidad es una característica fundamental de la anterior y excelente novela de Emilio Gordillo, Croma (2013). Ahora, con Indios Verdes, el autor continúa en esa línea, dando cuenta de un hacer complejo -pero no experimental- que pone énfasis en la crisis que se desata al contraponer dos historias con múltiples implicancias literarias, culturales y políticas. Con pulcritud y una inquietante tonalidad lírica, Gordillo entrega un relato que busca sobrepasar los límites del registro histórico y del género novela.

Indios Verdes corresponde a la narración autobiográfica de un chileno de apellido Gordillo, escritor, que migra en 2009 de Chile a Ciudad de México. Claramente, se hace imposible no percibir la sombra bolañesca en el punto de partida del libro; sin embargo, Gordillo logra tomar un rumbo independiente al insertarlo en una trama movediza que pone en conflicto la presencia del protagonista, a lo cual le suma un matiz alegórico que acentúa la violencia, la colonización, las figuras del conquistador y del vasallo, además de interrogarse sobre la dependencia a patrones estéticos primermundistas.

De los cuatro capítulos que componen el volumen, los dos primeros y el final están orientados al protagonista. El capítulo tres, por su parte, sigue una línea diferente al insertar una historia con otra temporalidad, preocupaciones y personaje central. El libro, de esta forma, aparece configurado por dos bucles. El primero remite a un migrante, bullente de sensaciones de conmoción ante lo desconocido, que da a conocer su intimidad a través de su encuentro con un paisaje violento, marcando el desarraigo, la falta de proyectos y el desamparo. El segundo bucle corresponde al penúltimo capítulo, que se aleja drásticamente de lo autobiográfico mediante una ficción situada en el siglo XIX. Aquí el protagonismo es compartido tanto por el maestro-escultor como por su discípulo-vasallo, el "indio". El maestro trabaja en dos esculturas que representarán al país en una exposición en París. Estas monumentales piezas, que reproducen a dos emperadores del pueblo mexica, traen al artista severas complicaciones de facturación.

El hilo conductor entre los dos bucles es el Monumento a los Indios Verdes, ubicado en Ciudad de México, pero cuyo emplazamiento ha sido cambiado múltiples veces debido a su supuesta categoría antiestética. El relato explora cómo esa itinerancia representa el desprecio por el origen étnico y la adscripción a un arte hegemonizado por modelos europeizantes.

Sin ser una novela de tesis, Indios Verdes bien puede leerse como una poética que intenta redefmir al texto narrativo como crítica a los modos de pensar la historia y la literatura desde el desarraigo y la subordinación. Mediante el asedio a la memoria colectiva y a la exigencia de olvidar y rechazar la diferencia, este libro escarba en el conflicto para raspar y desmantelar las capas sobre las que está construido nuestro presente latinoamericano.

Gordillo se apodera del tiempo y elabora una prosa cuidada, rítmica, por instantes abisal, insinuante en sus deseos y aversiones y, por lo mismo, distintiva en su proceder. Identificar un proyecto literario sólido pasa, entre otras cosas, por reconocer un estilo, que en esta ocasión resulta no sólo particular, sino que además sobresaliente dentro de las últimas producciones narrativas nacionales.

 

 


Estampas de niña
Camila Couve. Alfaguara, 2018, 67 páginas.
LUN, 18 de Mayo de 2018

Aun cuando lo sabemos desde hace mucho tiempo, el género literario como régimen móvil no deja de constituir un problema para el análisis crítico. Este libro de Camila Couve es considerado en su contratapa, de manera categórica, una novela. Tal identificación merece algunas reflexiones, ya que el libro perfectamente podría ser leído como una autobiografia ficcionada e incluso como un relato de vida desprovisto de carácter ficcional. Por cierto, al inclinarlo hacia el lado de la novela se podría estar intentando proteger la intimidad e identidad filial, pese a que el volumen no se esfuerza demasiado en ese sentido: nada cuesta comprender que el padre de la autora es el escritor y pintor Adolfo Couve.

Estampas de niña es una narración en primera persona; desde una mirada retrospectiva surge una secuencia de episodios contenidos en sus recovecos e insinuaciones. En este sentido, podría identificarse esta escritura como sinuosa y delicada, rebosante de espacios en blanco, indeterminaciones que reclaman la complicidad lectora para ser integrados a una macroimagen cuyo signo siempre es la violencia.

El tono de inocencia que cruza esta escritura, elaborada desde la adultez, incide en la presencia de un matiz lírico capaz de iluminar apenas la decadencia cotidiana. Camila Couve pone en escena una voz retenida, que se niega a incurrir en miradas totalizantes y juicios destructivos; en otras palabras, una voz de alguna manera cautiva, que acusa un constante temor a excederse en el ingreso a su intimidad. La narradora, para evitar la condena, utiliza entonces una serie de recursos elusivos, imágenes ambiguas, descripciones limitadas en su sentido literal y oscuros símbolos de angustia que, sin embargo, logran transmitir la fuerte descomposición doméstica en que vivió.

Cada uno de los miembros de esta pequeña familia resulta despojado de un habla y confinado a sus propios tormentos. La narradora, en todo caso, sigue un camino diferente, va que a partir de su voz es posible distinguir posiciones y actitudes propias y de sus progenitores. Un sitio central ocupa el padre irascible, actuando siempre de forma agresiva, especialmente con su esposa, también artista. Si bien la figura paterna, denominada en el volumen como AC, se reduce a un único significado —la violencia—, su imagen no está acompañada de un juicio condenatorio. La madre, en cambio, es desmenuzada hasta en su aspecto fisico.

Las crisis de los padres, que marcan el transcurso del tiempo, redundan en una niña pasiva, estática en su accionar, que incluso en sus cavilaciones más profundas se vuelve reiterativa. Quietud que la aproxima, la mayor parte del tiempo, a la condición de testigo, adherida siempre al acto de mirar. Pese a que esto implica el registro de escenas perturbadoras, es también su pequeña y única zona de poder.

Estampas de niña no puede o no quiere, más bien, matar al autor y sus circunstancias biográficas. La mala elección del rotulado genérico perjudica en demasía esta escritura. Si fuese un relato de vida, y por ende no ficcional, sería, si no un gran libro, al menos destacable en su emotividad, pues resulta imposible no conmocionarse ante el permanente daño infantil y materno. En tanto novela, el libro decae y muestra sus falencias, debido a la actitud de contención permanente de la voz narrativa, que se vuelve cada vez más quebradiza, otorgando al volumen el carácter de tarea psicoanalítica o apuntes de taller.

 

 

 

 

Yayo
Hugo Forno. Lolita, 2017, 137 páginas.
LUN, 25 de Mayo de 2018

Hay historias familiares que más valdría la pena no publicar bajo el formato de ficción, ya sea porque implican hechos que sólo alcanzan valor dentro de las coordenadas afectivas o porque carecen de recursos literarios capaces de trascender el nivel anecdótico. En sus últimas páginas, este libro se encarga de confirmar que se basa en la realidad. Yayo, primera novela de Hugo Forno, expone el enorme cariño de un nieto hacia su abuelo, desde una mirada elegiaca, ensalzadora, pero con grandes deficiencias en su registro técnico, dando lugar a una historia tediosa y monotemática.

Forno enfatiza en su escritura las descripciones, en un estilo más bien periodístico, enmarcado siempre en el nivel denotativo, ostentando una objetividad sin barnices estéticos. Desde un narrador en primera persona, el nieto, que también es personaje, se orienta a la construcción del excepcional Diego Naranjo, Yayo, su abuelo, un inmigrante español que con esfuerzo y trabajo hace fortuna y arma un familión, quedándose en Chile para siempre. Para el narrador, el abuelo es un ser grandioso, titánico, con una vida de luchador imbatible, cargado con un aura de autoridad y respetabilidad absoluta. Hasta su rudeza de carácter, que genera temor entre los suyos, aparece naturalizada, justificada, dada su condición de patriarca, cabeza de familia con un pasado heroico. Cosa que podría ser no ser tan así, porque el Yayo fue franquista, nazi y pinochetista, pero el relato del nieto no cuestiona este aspecto, no discrepa, no tiene opinión alguna.

Para lo que sí tiene tiempo el narrador es para mostrarnos a un enternecedor anciano llorando con el capítulo final de la serie española Verano azul. La promoción del ángulo tierno del viejito permite que el narrador, en un arranque de gran emotividad, le dedique la canción de Manolo Galván "¿Por qué te marchas, abuelo?". Este desborde del nieto, que podría entenderse debido a la proximidad afectiva, lo reafirma en su condición de relacionador público, un asesor de imagen, afanado en "vendernos" un personaje que de entrañable tiene bastante poco.

En esta historia todo gira en torno a un centro. Por lo mismo, lo fragmentario pierde sentido, reduciéndose a una secuencia quebrada que va y viene temporalmente por diversas etapas en la vida del abuelo y, en menor grado, del narrador. Así, el uso del fragmento no es más que una suma de episodios que se van acumulando hasta alcanzar la unidad, aunque también pudieran ser vistos como el síntoma de problemas graves de ilación. Es decir, las debilidades narrativas intentan subsanarse mediante la presencia de microrrelatos que son obedientes al principio de causalidad, para formar, en definitiva, una novela unitaria, alejada de aquello que Macedonio Fernández llamó literatura salteada, inserta siempre en la discontinuidad, donde el fragmento sí tendría utilidad. Es más, estaría relacionado con la concepción de una realidad compleja y sinuosa en su representación.

Al mundo narrado se lo traga Yayo. Todos a su alrededor son complacientes y hasta parecen mudos, incluida la Yaya, la abuela. La falta de discurso termina por reducir a los personajes, incluido el narrador, a mera comparsa del veterano campeón. Yayo es un libro no sólo monocorde, sino también tan débil en su composición, que no sirve más que para sustentar el orgullo por la estirpe y para reivindicar afectos. Esto último quizás sea su único y pequeño mérito.



 

 

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Por Patricia Espinosa.
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