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Crítica Literaria

Por Patricia Espinosa
Publicados en Las Últimas Noticias, del 30 de Septiembre de 2016, al 4 de Noviembre de 2016


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El brujo.

Álvaro Bisama. Alfaguara, 2016, 223 páginas.
LUN, 30 de Septiembre de 2016

El uso indiscriminado del monólogo caracteriza la producción novelística de Álvaro Bisama. Este recurso, que si bien le permite al autor ingresar a la intimidad enloquecida de sus personajes, termina por clausurar el diálogo y con ello todo contrapunto de voces y perspectivas. En El brujo, la nueva novela de Bisama, el monólogo se muestra como una herramienta tan agotada como su protagonista, estrujado en demasía en su vejez decadente, automarginado del mundo y con una memoria que lo acosa.

La novela exacerba la extrañeza, el carácter retraído y la condición silente del personaje central. Se trata de un ex reportero gráfico, de esos que retrataron la calle durante los años de la dictadura, que logró notoriedad a través de una particular y violenta foto que le trajo como consecuencia ser detenido y torturado. Este hecho detona en el personaje una crisis y la decisión de abandonarlo todo, familia y fotografía incluidas, y marcharse a un territorio “salvaje” a vivir en total anonimato y precariedad. Es entonces cuando la provincia se revela como un espacio tan infernal como la gran ciudad.

El brujo contiene una debilitada cercanía con la posmemoria, porque el hijo que aparece no pincha ni corta en el relato, negándosele la posibilidad de articular una visión propia como víctima secundaria de la dictadura. Por otro lado, la veta policial queda atrapada por un simbolismo insignificante. Así, los oscuros inspectores del SAG, el fotógrafo autoexiliado en Chiloé, el gato Copito y unos pájaros en peligro de extinción conforman una trama a la que se le impone un desenlace tan absurdo como inverosímil. Es acá donde todo se pudre. Los muertos, los culpables, las motivaciones criminales, incluso los monólogos del hijo, del padre y hasta la historia del país, y con ello la posible alegoría que contendría el volumen, pasan a formar parte de un chiste naif.

Bisama manifiesta un grave problema con el montaje de los capítulos. La novela pretende establecer un contrapunto al instalar el monólogo del hijo –capítulos 1 y 2– y luego el monólogo del padre –capítulo 3 y final. Los segmentos del hijo no sirven para configurarlo como entidad independiente; su única utilidad es reforzar el mito paterno y operar como antesala de la voz del padre que surge en plenitud en el tercer tramo del libro. Cada enunciado del hijo está siempre direccionado a exponer las anécdotas del padre, información que será reiterada en el relato ejecutado por el propio fotógrafo.

En realidad, los capítulos 1 y 2 no son más que material sobrante, ya que la novela pudo perfectamente comenzar en el segmento 3 y ahorrarnos la voz del pálido hijo. El único aspecto que justificaría la presencia del hijo es su versión del crimen del joven fotógrafo Rodrigo Rojas Denegri, a quien responsabiliza indirectamente de su propia muerte, hecho que podría implicar un espejeo con la figura paterna, atribuyéndole responsabilidad en su propia degradación, es decir, algo al estilo de “ellos se lo buscaron”.

La frase corta, el impostado tono lírico y la redundante e inconducente rareza de los personajes secundarios resultan tan sobrexplotados como el protagonista. Así, el fotógrafo es el origen y destino de todos los vectores que conforman la trama, lo que contribuye a su excesivo fortalecimiento mítico y trágico. Lo peor es que el autor conduce todo hacia una salida fatal y sorprendente que contamina la totalidad de una novela que ciertamente pudo evitar perder el rumbo de manera tan burda.

 

 


Antedón
Felipe Aichele. La Calabaza del Diablo, 2015, 109 páginas.
LUN, 7 de Octubre de 2016

Lo primero que destaca en Felipe Aichele es su imaginación desbordante, el tono febril y a ratos delirante con que da forma a una alegoría en torno a la modernidad y sus formas de dominación. Antedón, su primera novela, aborda en clave distópica una carnavalesca y degradada sociedad que legaliza la existencia de esclavos y la corrupción cultural.

Aichele levanta una historia claustrofóbica, donde los personajes se ven impedidos de sortear la constante descomposición. Todo el plan narrativo conduce a reafirmar la idea de encierro absoluto, porque no hay forma de permear la derrota o abrir algún flanco que permita variar la condición del dominador, diversificado en múltiples figuras, desde el funcionario policial o municipal atrapado en una absurda aplicación reglamentaria hasta los consumidos habitantes de una población que ha naturalizado su rol subordinado.

En apariencia, Antedón es el protagonista del libro. Un esclavo que sufre por su sometimiento, pero que no se interroga ni cuestiona, actuando disciplinadamente a partir de la función que le ha sido adscrita. El personaje, como un lazarillo, pasa de amo en amo, cumpliendo labores menores de sirviente y acompañante, aunque también es usado en actividades sexuales. Si bien este último aspecto podría resonar a homofobia, la novela esquiva tal connotación al asociar sexo patriarcal con abuso, ya que el sexo no es consentido; Antedón es siempre penetrado por hombres con poder.

Sin embargo, Antedón es un personaje creado por Cristhian Antedón, escritor que construye la historia de acuerdo a las instrucciones de una aplicación llamada ASDFWrite. En último término, el esclavo Antedón es el álter ego de su escritor; por tanto, las peripecias del esclavo permiten al autor exponer su propia vida. Para ello, el esclavo accederá a una red social, donde vivirá diversas aventuras, en las que incluso pondrá en riesgo la vida de su creador.

La presencia del escritor es menor, aunque fundamental para mantener el control de los hechos, porque la narración sufre una serie de desplazamientos. El más significativo de ellos es la salida de escena del esclavo en el momento en que el relato se enfoca en las prácticas corruptas de la provincia, donde todos viven en función de conseguir algún fondo estatal. Siguiendo el estilo impuesto por Marcelo Mellado, la historia explora en detalle y con afán de ridiculizar la cultura regional en Puerto, ciudad similar a Valparaíso, y Tres Esquinas. Así, el libro se detiene en las desastrosas capacitaciones culturales, los grotescos planes de desarrollo vecinal, con Neruda como ícono, pero también en el lado doméstico y fiestero de los personajes asiduos a bailantas y áfter (sic), donde el esclavo se vuelve cada vez más invisible.

Antedón es una narración dinámica e ingeniosa, que desarrolla una veta ci-fi, donde el dramatismo alegórico es tratado con una acertada actitud irónica. El autor elabora una primera novela firme en el planteamiento de la ruina social y la destructiva perfección del sistema, aun a costa de sacrificar en su apuesta al narrador y al esclavo, personajes relevantes que bien pudieron explorarse en sus torcidas intimidades paralelamente a la enorme carga simbólica que arrastran.

 


Happy Birthday
Mauricio Gutiérrez, Mago, 2015, 98 páginas.
LUN, 21 de Octubre de 2016

La infancia despojada de magia –un estado que atrae al peligro, donde el mal rebusca y siempre logra incubarse– conforma la esencia de esta primera novela de Mauricio Gutiérrez, que privilegia el choque inocencia versus perversión, obligando a la mirada a fijarse en una niñez terrible en su accionar transgresor.

Happy Birthday es veloz, directa, con un lenguaje frío, insinuante, cargado de indicios y un manejo acertado de los tiempos para construir una atmósfera trágica, la cual se presenta primero sutil para luego desencadenar una apabullante sucesión de hechos violentos. Sin embargo, el mal estaba allí desde el principio, había contaminado el hogar, el barrio, el colegio, la plazoleta, los amigos, los padres, como una fuerza embozada que atisba y espera el momento preciso para controlar las actuaciones de los personajes. No sólo Vilma, la niña protagonista, consigue enmascararse, sino también todos quienes la rodean. El recurso principal del volumen, y el mejor logrado, es el ocultamiento de la perversión infantil y la liviandad con que estos niños se inmiscuyen en acciones truculentas.

Claramente, las peleas, las golpizas del padre a la madre, la aparente locura materna, operan como elementos que determinan el actuar de la niña; la casa de Vilma es el espacio original de la violencia y ella no sólo es la principal testigo, sino una adelantada aprendiz. Por ello, resultaría natural que la pequeña tuviera que limitarse a reproducir en su conducta la ferocidad paterna; sin embargo, consigue independizarse y actuar con motivaciones propias. Su ingenuidad, su entusiasmo en asistir a un cumpleaños, su actitud respetuosa, la configuran como lo que es, una niña común, pueblerina, hija única, curiosa y pasiva. La falta de dramatismo con que es presentada en la primera parte del libro resulta impecable, hasta que surge la otra Vilma y su plan, gestado en complicidad con un compañero de curso.

Vilma, Juan y Maximiliano realizarán un viaje secreto que dará lugar al segundo tramo de la novela, el más intenso y complejo en sus matrices valóricas. No es fácil armar personajes con dobleces, que disimulan con precisión su lado B; por lo mismo, cuando la niña da curso a su macabro plan resulta sorpresivo, pero también natural. Es mérito del autor lograr que nada presagie la catástrofe, y luego quitarle peso a la misma, para en una arremetida final imponer un castigo a la transgresión.

La mayor parte del tiempo, el relato establece una complicidad extrema con la protagonista, con su psicología, al extremo de justificar y hasta comprender su proceder. Por cierto que podría criticarse cierta falta de riesgo al abandonar hacia el final el compromiso con el personaje central, Vilma, al inmiscuir el concepto de castigo. Aunque también la novela puede interpretarse como la denuncia de la persistencia de la violencia patriarcal que toma posesión de cualquier figura masculina, en una suerte de posta insana para mantener el orden. Con todo, nada parece anular la rebeldía extrema de Vilma.

Más allá del rumbo fabulesco que adquiere la historia y de diálogos un tanto flojos, este primer libro de Gutiérrez da indicios de una propuesta llamativa por el control de la anécdota y el examen de la perturbación infantil y sus causas, donde la violencia de género ocupa un lugar central. Happy Birthday es una interesante propuesta que tiene como base la desidealización de la niñez en medio de un retorcido proceso de aprendizaje.

 


Bulto
Víctor Quezada. Libros del Perro Negro, 2016, 54 páginas.
LUN, 28 de Octubre de 2016

La imagen de portada y el título del libro se alejan de cualquier eufemismo; sin embargo, el relato toma el camino distinto, el de la contención. Víctor Quezada confronta al protagonista y narrador con el desarraigo, la crisis familiar e identidad de género. Bulto, a secas, sin artículo masculino, es la historia de un condenado cuya única y última posesión es su cuerpo amputado.

Es el año 2013 y ha muerto el padre de Víctor, chileno avecindado en Buenos Aires. Este suceso detonará su pronto regreso al país de origen, la confrontación con su familia y lo que denomina “su vergüenza” o su culpa, que condiciona el actuar del personaje. Toda la anécdota transcurrirá en ese tiempo intenso y conflictivo previo a un viaje que podría definir demasiadas cosas.

El libro se abre con este enunciado lapidario: “Llegué a los treinta años sin pene”. Luego prefigura su muerte en un futuro en el que “los espacios públicos estarán completamente vedados a la práctica del amor, el contrabando y la disidencia”. Citas que resumen dos aspectos centrales del volumen. El cuerpo incompleto, mutilado, marca el relato con la anomalía y experiencia de una condición sexual concebida desde la falta, a lo que hay que sumar un presente-futuro sumido en el acoso y la represión.

Aunque parezca extraño, el personaje no manifiesta resentimiento hacia su cuerpo, volcándose hacia el autocuidado y la convivencia afectuosa con él: “quiero este cuerpo que tengo a pesar de sus heridas”. En contrapunto, la relación con el afuera se sostiene en aparentar que no hay falta. Para ello, Víctor ejecuta un ritual, rellena con algodón y sal un preservativo, fabrica su propio bulto, como un aterrador modo de adecuación al mundo.

Por momentos pareciera que Víctor estuviera a punto de sucumbir bajo el peso de lo patriarcal, pero logra sacudirse por medio de un engaño, ficcionando la masculinidad en su cara más superficial. Así, la simulación es la derrota, pero a la vez una posibilidad de un acto creativo, que pueda ser expuesto y legitimado en lo público. Arrinconado, pero intentando autoconstruirse, Víctor transita por la orilla del río para flirtear, desde la timidez, con hombres mayores de apariencia adinerada.

Quezada escenifica un combate irresoluto en el personaje, tensionado por la presión de la ley que lo incita a internalizar la culpa, la duda, la desposesión casi total. Aun así, dice: “mi casa es mi cuerpo; mi cuerpo, mi nave”. Resuena Andrés Caicedo en esta cita y su idea del cuerpo como celda; sin embargo, Víctor avanza hacia su autodeterminación, tomando el camino de identificarse con un colectivo marginalizado: “en la calle nos sentimos seguros, en los callejones, en los puntos ciegos de la ciudad […] en la economía de los basureros levantamos nuestra casa”.

Bulto es un relato compacto y preciso en sus expansiones líricas, con énfasis en el uso de una mirada microscópica, que se acomoda muy bien con la agitada hiperestesia del protagonista; por lo mismo, rechaza las estructuras complejas y los enfoques caóticos. La cercanía permite acortar la distancia lo suficiente como para poder intentar comprender al personaje y sus dolorosos puntos ciegos, donde proliferan las ensoñaciones de carácter místico. Nada sobra en esta brevísima narración, centrada al interior de la comunidad de los mutilados, combatientes derrotados, a los que sólo les queda sobrevivir en un doble y trágico movimiento, cuidando celosamente de sí mismos y disimulando con empeño su diferencia.

 

 


Du Maurier
Cardani Parra. Cuneta, 2016, 144 páginas.
LUN, 4 de Noviembre de 2016

Un hotel de medio pelo, ubicado en el barrio cívico santiaguino, y un recepcionista que deja registro de cada una de sus 76 jornadas laborales dan lugar a una novela cercana a una bitácora, un registro del habitar, atravesado por un conformismo despojado de victimización, quejas o críticas al sistema, riguroso en asumir la sobrevivencia como un estado posdramático, donde sólo queda el desplazamiento permanente y el relato del que estuvo allí para contarlo.

Du Maurier de Cardani Parra sigue el orden de un diario, elaborado por Carlos, un joven trabajador, parco en sus palabras y acciones, que pasa sus horas muertas, que son muchas, leyendo y viendo televisión. Su principal actividad, en todo caso, es mirar y narrar todo lo que sucede en el hotel durante su tiempo laboral. Carlos impone los focos de su relato, ya sea sobre el personal del hotel o los pasajeros, quienes conforman una pequeña e inestable comunidad, sometida a tiempos de extensión relativa, ya que todo va cayendo bajo el peso de lo transitorio. La falta de estabilidad se vincula con la lógica laboral, que remarca su dominio al demostrar que todo trabajador puede ser reemplazado y que sobra mano de obra barata. Así, el protagonista se ve atrapado por la movediza realidad, lo que implica que sus narraciones estén rigurosamente ancladas al presente, sin futuro alguno. Sólo el relato puede abrir una dimensión distinta en una realidad que se consume a sí misma.

El hotel representa el lugar donde todo cambia. En última instancia, no es más que un dispositivo que potencia los desplazamientos; sin embargo, hay un elemento resguardado. Es la voz del propio Carlos, quien se convierte en un centro inmóvil, que observa, verifica, evalúa y define a todo aquel que transita por ese pequeño territorio. En apariencias, poco y nada sabemos del personaje, quien cuida con celo su intimidad; ese vaciamiento biográfico resulta fundamental para resaltar su condición de trabajador alienado que busca una suerte de revancha en su intento por convertirse en autor.

La novela acierta al presentar una vida en un contexto donde todo se sustituye. El recepcionista y su relato conforman una unidad, expuesta a la desaparición, pero también orientada a intervenir lo efímero, a partir de un plan literario que hace de lo fragmentario su presupuesto básico: “Los personajes entran sin previo aviso o se van sin dejar señal de ruta. Entonces no es necesario hacer una trama. Hilvanar cada diálogo o escena con la siguiente es inútil […] Pero al final todos estos trozos de historias se funden bajo la palabra hotel. Este hotel es un crisol”.

Cardani Parra genera un registro anárquico, destinado a cruzar los tráficos de la vida del trabajador subvalorado, la existencia desesperanzada y la escritura como tensión política. Con eficacia, va anulando la trama mediante la convivencia de una prosa hosca, intervenida por una perspectiva apacible, demorada con prolijidad en el detalle que revierte el peso trágico de lo cotidiano. Du Maurier, primera novela de este autor, es un libro reservado, agudo en la ratificación de un desgano permanente y una vivencia atemporal, donde el anonimato y el resguardo del espacio privado y ajeno son las principales leyes de la sobrevivencia.


 

 

 

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Crítica literaria
El brujo, Álvaro Bisama; Antedón, Felipe Aichele; Happy Birthday, Mauricio Gutiérrez; Bulto, Víctor Quezada; Du Maurier, Cardani Parra.
Por Patricia Espinosa
Publicados en Las Últimas Noticias, del 30 de Septiembre de 2016, al 4 de Noviembre de 2016