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Crítica literaria
Patricia Espinosa
Las Últimas Noticias, 19 de Abril , al 10 de Mayo de 2013
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El arrebato
Sebastián Arrau. Planeta, 2013, 183 páginas.
LUN, 19 de Abril de 2013
Tomás y Mariana son una pareja de jóvenes acomodados; se conocen en Santiago e inician una historia de amor. Ellos son el centro de este libro de Sebastián Arrau, El arrebato, una primera novela reiterativa, mal escrita, excesivamente literal, tediosa, cargada de lugares comunes, cuya anécdota es –además– en extremo simple.
Tomás viaja a Barcelona, donde comienza a esperar a Mariana, quien antes de ir a España pasa por Nueva York. Él la espera con ansias, mientras ella decide cortar cualquier modo de contacto. El relato no abandona jamás el tema de la incomunicación, dando lugar a la histeria del hombre, a la par que la mujer se lanza de cabeza a la vida loca, incitada por la cosmopolita ciudad.
En innumerables oportunidades, Nueva York es configurada como un lugar demoniaco, que sólo ama a los ricos, bellos y jóvenes. En realidad, prácticamente todas las características que Arrau entrega respecto a esta ciudad norteamericana pueden ser atribuidas a cualquier otra gran ciudad. Atrapada por descripciones archiconocidas, la novela no construye ninguna reflexión interesante sobre Nueva York en particular.
Esta mirada superficial cubre toda la narración, demostrando una incapacidad absoluta del autor para configurar algo más que la capa exterior de sus dos personajes, quienes no salen de la simple maqueta. Tomás se alcoholiza y no para de enviar emails amorosos a Mariana, a la par que ella se transforma en la reina de la disco, consume drogas y arma una relación con un adinerado cineasta español que la convierte en musa de sus obras de arte.
A pesar de la simpleza, la historia da un giro posmoderno al incluir a un tercer personaje de importancia: un escritor de treinta y tantos años (que podría ser el propio Tomás) que vive en Nueva York, dedicado a escribir o revisar una novela incompleta sobre Tomás y Mariana, realizada hace más de una década. El clímax de este segmento llega cuando el escritor se encuentra con Tomás, el personaje literario, para intentar ingresar en la profundidad de su alma torturada. El escritor treinteañero, con una redacción de terror, expone tonteras de este calibre: “Cuando se es demasiado joven, uno cree podrá abarcar más cosas de las que es posible en una sola vida, y se imagina un futuro mucho más largo de lo que finalmente termina siendo, pero un día sigue a otro y el siguiente llega adelantándose con un cumpleaños y con otro año nuevo que cada vez se demora menos que el anterior”.
La novela se va autodestruyendo con ganas, sin lograr salir de sus vacuas interrogantes: ¿se reencontrarán?, ¿volverán a ser pareja? Pero el tono lánguido de la narración hace que todo pierda peso. Lo anterior pasa fundamentalmente por la debilidad de los personajes y la fragilidad de una anécdota que tal vez pudo haber tenido cierta potencia en forma de cuento.
La fría piel de agosto
Julio Espinosa G. Alfaguara, 2013, 180 páginas.
LUN, 26 de Abril de 2013
El hasta ahora poeta, ganador del premio de la Fundación Neruda el 2011 y del Sor Juana el 2007, Julio Espinosa ha decidido cambiar su rumbo hacia la narrativa con La fría piel de agosto, una novela sobre dos personajes torturados por su pasado que convoca la presencia intermitente de lo lírico, pero que, por sobre todo, posee una gran fuerza dramática.
La novela se divide en dos largos capítulos, el primero dedicado a Olga y el segundo a Andrés. Ambos segmentos, mediados por un narrador en tercera persona, se espejean. Es así como hay bastantes situaciones que conocemos, casi exactas en su médula, primero desde Olga y luego desde la mirada de Andrés.
Olga es una traductora española enclaustrada en su departamento madrileño; víctima de la depresión, se sume en la soledad y el desconsuelo debido a las muertes de su marido y de su hijo en un accidente automovilístico. Andrés, por su parte, es su nuevo vecino; un tipo silencioso, chileno, tímido, diezmado por el hecho de haberse desempeñado como torturador durante la dictadura.
En el segmento dedicado a Olga, se construye al personaje desde un punto de vista extremadamente cercano a su desvarío. El deseo sexual por el vecino, al que apenas conoce, lleva a la mujer a un proceso continuo de masturbación. Reconocimiento del cuerpo que opera como un acto vital para un personaje que ha clausurado todas sus formas de goce. El narrador expone con detallismo la anatomía genital femenina desde la mirada ingenua de una mujer que se descubre en el placer, en medio de la suciedad, la desesperanza y la autodestrucción. Olga es un personaje lleno de matices y recovecos que derivan en un proceso de doble configuración identitaria. Ella es lo que dice y lo que silencia, y son precisamente sus silenciamientos los que el extraño vecino cree interpretar.
Andrés, por su parte, es un tipo quitado de bulla, que en apariencia se mueve sólo por el deseo sexual hacia Olga y su pasión por la pintura. Sin embargo, el libro paulatinamente va torciendo su perfil, profundizando en las imágenes que lo perturban y en su adicción al mal. Son interesantes los lazos entre arte y mal o arte y fascismo que la novela plantea. El arte cumpliría, para el personaje, la función de convocar el pasado y permitirle la expiación; pero este intento por aminorar su culpa opera en conjunto con la reiterada pulsión del personaje hacia la violencia, diluyendo de tal forma el intento de redención.
Mediante el ahondamiento en la psicología de ambos personajes, asistimos a un logrado proceso de destrucción de dos sujetos que comparten un profundo dolor existencial. Julio Espinosa construye una historia donde conjuga detalles de porno, sadomasoquismo, al mismo tiempo que una profunda reflexión sobre el dolor, la responsabilidad y la posible libertad del individuo para desligarse de un mal que parece estar camuflado en la cotidianeidad, atisbando el momento preciso para operar como una fuerza adherida al placer e incluso a la ternura.
Los Emisarios
Verónica Jiménez. Piedra de Sol, 2013, 94 páginas
LUN, 3 de Mayo de 2013
Verónica Jiménez (Santiago, 1964), sin duda una de las mejores voces poéticas de su generación, indaga ahora en la narrativa y sale indemne de la experiencia. Los emisarios es una novela breve, intensa y tortuosa en torno a la condición de existir, amar y escribir, desde la perspectiva de una mujer que merodea el desencanto pero que logra sortearlo mediante una borrachera tan decadente como luminosa.
El relato se centra en un personaje femenino que expone minuciosamente su tormentosa intimidad a través de dos capítulos. El primero, y el más extenso, está narrado por la protagonista al modo de un monólogo interior contextualizado en una fiesta. El segundo es asumido por una tercera persona que se enfoca en la mujer, que ahora realiza un viaje fuera del país. En ambas partes, la protagonista se encuentra sumida en un proceso de reconocimiento de sí misma que la lleva a constatar un doloroso desamparo, el cual sólo logra contrarrestar con la escritura.
La mujer resulta imparable en su deambular mental, en sus palabras cáusticas ya sea sobre quienes la rodean, sobre el amado ausente e incluso sobre ella misma. “El calor, la música, el humo, el sabor ácido en la boca”, reitera en estas páginas la narradora, siempre lejana, aun en medio de la fiesta que ocurre en una noche que se eterniza y que parece repetir otras similares.
Habría que hacer hincapié en que se trata de una mujer escindida: para los otros es sólo silencio e indiferencia, mientras que en su interior proliferan los matices, las hablas múltiples. Sin embargo, hay un rasgo que la particulariza: su estado de permanente borrachera. El alcohol potencia su ensimismamiento y al mismo tiempo la vuelve desafiante para encarar el temor al día a día, porque es a través del alcohol que accede a las zonas profundas de su memoria, su derrota y su esperanza.
Un aspecto fundamental en esta escritura es la presencia del melodrama, que opera como una penitencia autoimpuesta para darle sentido a la realidad. La voz de la mujer así dice: “El melodrama tiene que ver con el amor, con aspirar a él y carecer de él, y tener esperanza. Y no matarse”. El género melodrama, por tanto, posibilita la instalación de una utopía que se niega o que se ofrece. Es el discurso amoroso, en paralelo al acto de escribir, lo único que puede reencantarla o permitirle resistir el día a día.
La escritura de Verónica Jiménez es comprimida, exacta, seca en el fraseo y desbordante de construcciones líricas que consolidan atmósferas de opresión que contribuyen a dar un matiz de extrañeza y tensión dramática a esta tristísima historia de sobrevivencia. Los emisarios nos habla del desgaste, de la derrota y de cómo una ficción puede operar al modo de una prótesis que retarda la caída definitiva.
La luz oscura
Nicolás Vidal. Lom, 2013, 200 páginas
LUN, 10 de Mayo 2013
Reconstruir la historia de su padre mediante fragmentos dispersos de información es la labor que emprende Matías Gutiérrez, protagonista de esta novela centrada en la memoria. La luz oscura, primer libro de Nicolás Vidal, espejea la desintegración del país y de una familia mediante un estilo simple, a ratos desgarbado, pero también directo y apasionado en el planteamiento de una crítica al orden ético-político nacional.
Han pasado algunos años desde que murió su padre. Tras el viaje de su madre a España a iniciar una nueva vida, Matías –joven abogado– decide quedarse en el país, donde tiene novia, un buen trabajo y un grupo de amigos. Sin embargo, todo lo señalado no es más que un equilibrio aparente. El gran remezón vital de Matías ocurre cuando descubre la historia de su padre –un ex preso político que vivió su exilio en Barcelona– a través del viejo recurso de unos papeles escondidos en una buhardilla.
El encuentro casual de estos textos escritos por su padre da lugar a una intensa búsqueda de nuevos datos, lo que llevará a Matías a un proceso gradual de violenta introspección. Los recuerdos de infancia le traen la imagen de un tipo decadente, agresivo y ensimismado. Es precisamente esa representación paterna negativa la que se irá diluyendo al reconstruir la biografía de su progenitor. Mediante el contrapunto entre pasado y presente, el protagonista verá surgir una nueva figura paterna, marcada por el entusiasmo, la juventud y la derrota.
La novela entrega con extrema calma los datos que permitirán un vuelco en la historia. Y aunque si bien logra mantener la expectativa, dilata en demasía el momento climático. Se insiste en la descripción de los amigos de Matías, en el sitio donde viven y en incluir a una ex novia que aporta muy poco a la narración. Más allá de estos excesos, el libro se afirma en una estructura simple que consigue sostener el conflicto hasta el final.
Un aspecto muy bien ejecutado es la configuración del protagonista. Un personaje sencillo, para nada sofisticado, con un sentido del humor ingenuo, apasionado por el fútbol, los asados y las tomateras hasta la madrugada con su pequeño grupo de amigos. Un segundo momento radical en el giro que vive el personaje ocurre cuando da con el paradero del ex torturador de su padre. Es entonces cuando surge, definitivamente, un Matías severo, que se tensiona ante la posibilidad de confrontarlo, que reflexiona sobre la impunidad, la justicia, la culpa y los modos de sobrevivencia al ejercicio de la tortura.
La narración explora, finalmente, las modulaciones que adquiere el mal, alejándose de un punto de vista filosófico. Resulta valiosa esta opción del autor, quien jamás deja de contextualizar la violencia junto con sostener la necesidad de dar un sentido a su vida, reconstruyendo el pasado que les fue despojado tanto a él como a su padre.