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La localización contrarromántica en el poemario Mella de Priscilla Cajales
Santiago, Editorial Overol, 2019, 41 páginas

Por Patricia Espinosa H.

Publicado en Palabra Pública, 3 de noviembre de 2020



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Ya han pasado once años desde que Priscilla Cajales publicara  Termitas, y a pesar de esa distancia temporal la poeta mantiene presente una escritura anclada en lo social, narrativa, de verso breve y con permanentes imágenes espaciales.  Mella  (Santiago, Editorial Overol, 2019, 41 páginas) es su nuevo poemario, donde la poesía surge desde una voz que atestigua, como en un documental, pequeñas escenas de la vida cotidiana, atrapadas por la decadencia y diversas formas de sobrevivencia. En esta ocasión, Cajales se detiene en la concepción de una masculinidad derrotada en pleno conflicto con la presencia de una sujeto resistente a los golpes, desasida del amor romántico y contenedora de una memoria familiar que le otorga sentido de clase a su existencia.

“mi papá está llorando dos piezas más allá” es el título del poema que abre el volumen, donde la figura masculina, el  pater familias, aparece emocionalmente destruido por el abandono. El poema alude dos veces a un contexto de época, así dice: “una tarde recordaron que en el ropero estaba intacto el vestido de novia/ lo pusieron sobre la alfombra/ y comenzaron a cortar jirones/ que luego pintaron con témpera/ para vender cintillos del NO en el parque O’Higgins” (9), para hacia el final del poema remarcar: “nunca fue militante” (10).

La primera cita remite a una práctica laboral de sobrevivencia, la del vendedor callejero, desarrollada a finales de la década de los ochenta en el contexto del fin de la dictadura. Pero es en el verso “nunca fue militante” donde el poema afianza una dimensión de orfandad, de desamparo: destruir sus pocos bienes, incluida la memoria material de un momento importante, la informalidad laboral y la no pertenencia a organizaciones refuerzan la escena de orfandad, estableciendo una distancia crítica respecto de la épica del momento, el plebiscito para el fin de la dictadura.

“colonia inglesa etiqueta verde” es el título que abre el segundo poema, dirigido a la madre muerta donde surge, por primera vez, la marca del yo femenino: “la primera vez que vine sola a Valparaíso” (11). Nuevamente los recuerdos de una voz lírica que recoge diversas escenas de un pasado que ya no existe, situaciones que no pudieron concretarse, retomadas siempre desde la precariedad material en contraste con un contexto no sólo mayor, sino demasiado cargado: el 18 de septiembre, fecha de celebración de las fiestas patrias nacionales. “esta ciudad no ha cambiado nada, vieja” (12). Aquello que no cambia se presenta como una pesada pervivencia que no incluye a los sujetos, que sí cambian: son abandonados, se distancian, se mueren.

Cajales tiene una enorme capacidad para configurar tanto fotografías urbanas como también situaciones íntimas, familiares, recordadas siempre desde la tristeza. Hacer memoria funciona como un impulso dirigido hacia un hecho icónico que permitirá el surgimiento de las capas más profundas de remembranzas. De Hans Pozo a los juegos de infancia entre hermanos, de Hans Pozo al calor inaguantable de ese verano, de Hans Pozo a “un pollo con papas fritas y una bilz tibia” (13).  El crimen de Hans Pozo, ocurrido en 2006, tuvo relevancia nacional debido a que fue un chico desamparado socialmente, que fue descuartizado por un ejemplar padre de familia.

La porosidad caracteriza la identidad de la voz lírica que se construye por sus recuerdos, pero también por su clase social y su edad (la infancia o adolescencia ochentera). Hay, por tanto, una localización de la voz lírica, como diría Adrienne Rich, en el pasado que se mantiene vivo en su memoria. Y aun cuando estamos en presencia de una voz solitaria, hay una presencia innominada a la cual se refiere mediante la interrogante: “¿te acuerdas?” (13-14), aludiendo a una otredad cómplice, perteneciente al pasado y reencontrada en el acto de hacer memoria, de reconstituir el pasado.


 

La masculinidad fragilizada, presente en las figuras del padre y de Hans Pozo, es también convocada en la figura de un niño suicida (14) y un hombre, también suicida, el Mella (39). Cajales asocia la fragilidad de lo masculino con desamparo y pobreza. Estas dos condiciones permiten la representación de varones caídos, violentados más que violentos, alejados de una lógica patriarcal que los condiciona a la rudeza. El lugar desde el cual habla el femenino de este volumen, no enjuicia, sino que empatiza con esas vidas arruinadas. Simbólicamente, la masculinidad aparece por debajo de lo femenino, las mujeres han sobrevivido para recordar, para dejar testimonio o, derechamente, dotar de existencia a esas vidas anónimas. El punto de vista femenino no es excluyente en términos de género, es convocante. Ella convoca con su acción memoriosa la noción de comunidad; una comunidad que, pese a la muerte y la pérdida de la propia noción de comunidad, es capaz de seguir existiendo. Insisto en esto: en la escritura y la memoria.

“esta es mi cumbia y la bailo sola” (18) es uno de los versos del poema “ahora, esta que era mi casa”.  Nuevamente la localización; la sujeta que afirma un actuar y una posesión, a la cual se suma una segunda afirmación, situada al margen derecho del poema y en cursivas, que dice: “no vale la pena enamorarse” (ibíd.). Esta pérdida de sentido del mito del amor romántico incide con fuerza en la identidad de la hablante. Situada en un estado de postutopía, de negación afectiva hacia el presente, sólo redirigiéndose hacia atrás puede volver a conectarse afectivamente con la realidad y, de paso, atribuir a la masculinidad amorosa, una nueva faceta, la violencia.   

El símbolo de la casa familiar que deben desalojar es uno de los momentos más intensos del volumen. El hogar donde la familia depositó su fe queda atrás y es destruido como un rito de sanación/venganza. Sólo queda entonces el grafiti escrito por el padre en la pared: “¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón?/ ¿Dónde, oh sepulcro, tu victoria?” (19). La cita bíblica que reproduce el padre remite a la fe, a la esperanza en la recomposición y también al gesto de una escritura que sanciona incluso en la derrota.

Hacia la mitad del volumen los versos se proyectan hacia el presente e incluso el futuro. Pero nada hay de esperanzador en ese gesto. Así, la pareja de la voz lírica femenina aparece asociada a una “piedra amarrada a mi brazo” y al “miedo cuando te vi firmar/ si el nombre está tachado a la mitad/ o las líneas son delgadas y profundas/ acusan a un golpeador/ o a un suicida” (28). La masculinidad romántica es un lastre, ¿que impide la escritura?, pero también es la amenaza latente de la violencia.  

Priscilla Cajales acoge en su escritura el origen, el lugar del que se proviene y del que nunca saldrá. Su poesía privilegia la debilidad y la violencia masculina como representación de una caída simbólica, aunque también la mantención del patriarcado. Para la mujer que protagoniza esta poesía, el pasado es el mito de origen, doloroso y vivo, sobre el cual no tuvo injerencia; mientras el presente y el futuro son parte de una decisión de vida, de una toma de conciencia de la soledad como forma de resistencia. 



Fotografía superior Yesica Duarte

 

 



 

 

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