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No es una historia épica

Por Paulina Flores
Publicado en https://elpais.com/ 15 de septiembre 2017


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Salgo a correr tres veces por semana, durante una hora. Casi siempre en el mismo parque y con el mismo recorrido y música. No he leído De qué hablo cuando hablo de correr, de Murakami, pero sobre la relación entre la escritura y correr, además del obvio componente de soledad que demandan ambos ejercicios, debo decir que en mi caso me sirve para destilar ideas. Su ventaja sobre un baño de tina, varios cigarros frente a la ventana o una noche de insomnio es que cuando estás corriendo, y tu cuerpo está exhausto, toda la ansiedad, las aprensiones o preocupaciones que pueden acecharte mientras piensas en calma desaparecen, tu mente tiene una única y real preocupación: sobrevivir al cansancio y al dolor muscular, y así las ideas brotan libres o fluyen sin presión.

Comencé a practicar atletismo a los 10 años. Imagino que lo elegí por la amistad: era nueva en el colegio y lo practicaba con una de mis recientes mejores amigas. Hasta cierto punto, me lo tomaba muy en serio y participé en varios torneos interescolares. La sensación de correr 100 metros planos tras el disparo era alucinante, pero no alcanzar la victoria en el intento ni colgarse alguna medalla era bastante frustrante. Recuerdo la confusión y el estrés que me producía que el entrenador se focalizara y prefiriera siempre a mi amiga, que era más rápida que yo. Una minitragedia infantil, sobre todo considerando que éramos las únicas dos mujeres en el equipo, y no había nadie más con quien compararse. Pero tuve mi revancha. Irónicamente, un sábado 11 de septiembre. No recuerdo bien de qué año, pero 2001 no fue, porque ese día el hermano mayor de un compañero entró a la sala de clases anunciando la noticia del atentado de las Torres Gemelas, y nuestro propio 11, el del golpe militar, pasó a segundo plano. Debió de ser en octavo básico, a los 13-14, cuando ya tenía una posición política marcada, todo lo marcada que podía ser a esa edad.

Mi mamá no era de derechas, pero les tenía miedo, pavor, a los carabineros, y no me dejaba ir a marchas. Las noches del 11 de septiembre me las pasaba con mi hermana menor, mirando desde el segundo piso los actos de conmemoración y luego el enfrentamiento entre la policía y los manifestantes. Nos fascinaba, y esperábamos con ansias el día de estar nosotras también ahí, en ambos campos de batalla. A mí nunca me dieron miedo los pacos, y sé muy bien por qué. Pero recuerdo a una amiga temblando cuando el carro lanza-agua comenzó a acercarse, y a otro de la universidad impresionado con la policía montada, diciendo que ahora entendía el miedo de los troyanos al ver la gran caballería aquea. Recuerdo a un vecino saliendo furtivo de su casa a media noche, protegido con un casco de bicicleta. Recuerdo correr a toda velocidad por el bandejón central de la Alameda. Recuerdo reírme de los cantos de los anarquistas, pero quitarle la batería a mi celular por precaución. Recuerdo atravesar el ágora de la Facultad a las siete de la mañana, humeante por decenas de lacrimógenas como en un vídeo de Romain Gavras.

Como mi mamá no me dejaba asistir a marchas, el torneo de atletismo, la mañana de ese 11 de septiembre, se convirtió en la coartada perfecta. Mi plan era el siguiente: asistir a la competencia, pero dado que participaba sólo en un par de carreras y que probablemente no pasaría a las finales —en esa época, a un paso de la adolescencia, ya no me importaba ganar o perder—, quedaría libre a eso de las diez-once de la mañana y podría asistir por primera vez a la romería del 11 de septiembre, marcha organizada por los familiares de víctimas de la dictadura. Nunca me enfrenté a un campeonato tan relajada, el lugar de la ansiedad era ocupado completamente por la manifestación, pero las cosas no resultaron como esperaba.

Debí haberlo imaginado, porque mi madre no era la única que en Chile temía, y sigue temiendo, a la policía y las protestas, y así muchos de los padres no mandaron a sus hijos al campeonato por miedo a que sucediera algo. Casi no tuve competencia, y mi entrenador estaba tan excitado con la idea de obtener —¡al fin!— medallas que hasta me inscribió en pruebas que jamás había practicado, como el lanzamiento de la bala, las vallas y el salto alto. Me enseñó la técnica en unos pocos minutos y luego competí contra tres o cuatro niñas más y pasé a todas las finales. Cuando el torneó finalizó eran pasadas las dos de la tarde. No pude, ni quise, asistir a la marcha, pero mi cuello brillaba de oro y plata. Por supuesto, la historia no tiene nada épico, y la reflexión —triunfo falso, miedo y frivolidad— es tan obvia que no tiene gracia escribirla. De todas maneras, esa tarde, antes de volver a mi casa, me dí un paseo por la Moneda, porque siempre fui y he sido más romántica que combativa, compré un clavel rojo y lo dejé bajo la estatua de Salvador Allende, junto a otros tantos más.


 

 

 

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