Los párpados lánguidos fatigan al abrirse frente a la mirada contemplativa del público, la boca se mueve imperceptiblemente hacia la geométrica mandíbula dejando entrever un tímido surco. Sergio Ramírez mira el amigo Mario Vargas Llosa, baja un poco la cabeza que ensombrece de golpe los párpados detrás de las lentes espesas al escuchar la crítica del peruano en contra del presidente de Nicaragua, Daniel Ortega, y su mujer Rosario Murillo. La pareja presidencial acaba de emitir una orden de arresto para el escritor nicaragüense que ha escrito una novela inspirada en las manifestaciones de protesta de 2018.
El premio Nobel peruano pide al público un breve aplauso de apoyo y agradecimiento. El cabello blanco peinado a un lado, la piel suelta de la garganta y el costoso bastón de madera maciza no han alterado del todo el carácter altanero del autor, quizá sólo el ritmo de su voz, más pausada parece y más áspera. A su lado, la editora estrella de Alfaguara, Pilar Reyes da comienzo al largo debate del Festival Centroamérica Cuenta.
Como siempre, irremediablemente, como si los años no pasaran y como si el tiempo rotara incansablemente en movimientos concéntricos y psicodélicos, la reflexión vuelve al punto de partida: ¿Por qué la literatura hispanoamericana parece depender tan indisolublemente del entorno político? Y basta poco para que el recuerdo vuelva su cabeza hacia los escritores del boom y sus historias, hacia la violencia del pasado colonialista y las dictaduras más crueles, hacia las luchas más sangrientas y la rebeldía más ferviente.
Pero es durante el último día de debate, en otro entorno más recogido e íntimo, en otro contexto y horario que algo desentona, una figuración distorsionada parece apropiarse de la escena. Y por extraño que parezca tal desequilibrio no perturba, sino todo lo contrario. Karina Sainz Borgo interpela esta vez a dos escritores nicaragüenses, Carlos F. Fonseca y José Adiak Montoya. Sentada en el centro, la escritora chilena Paulina Flores. Si Fonseca y Montoya encajan perfectamente con el estereotipo de escritor, intelectual y poeta, Paulina Flores desencaja totalmente. Y no solamente por las zapatillas multicolores y los tatuajes que casi recubren el brazo, sino por una actitud inocente, aparentemente tímida y reservada, casi desanimada al principio del diálogo.
La última novela de la chilena se llama Isla Decepción. Llega después de afortunadas colecciones de relatos, escritos de prisa entre una clase en la universidad de Santiago y el trabajo de camarera. No le da vergüenza admitir que la oportunidad de llevar a término esta novela se debe a su tranquilidad económica y al hecho de haber preferido dedicar el tiempo a escribir más que a estudiar las clases de literatura. Habla con ilusión sobre la fluidez de la lengua y sus cotidianas distorsiones como si fuera un torrente a seguir sin dubitaciones, y sus reflexiones son espontáneas e improvisadas como si de una prueba actoral se tratara.
La novela cuenta el destino de un prófugo pescador coreano en el fin del mundo, socorrido por un barco de pescadores en Punta Arenas, aunque la trágica realidad de los barcos calamareros del sudeste asiático sirve más bien de marco contextual. Los indonesios, coreanos, chinos o filipinos, que trabajan como esclavos sin descanso, pueden experimentar momentos de cólera y locura a causa del extenuante trabajo, o intentar acuchillarse con navajas o machetes. Pero pronto vuelven a sus tareas y a sus podridas letrinas como si lo sucedido hubiera sido un desvío momentáneo de la aburrida rutina. Un pasado tormentoso puede que persiga al joven coreano, pero eso sirve más bien para acentuar quizás el marco erótico de la segunda parte. Hay sin duda preocupación y empatía hacia la suerte de los protagonistas, pero sin que eso se transforme en un grito de protesta, al contrario. Las vicisitudes familiares y los sentimientos individuales son sin duda mucho más importantes, son los que mueven a la acción.
La escritora escribe sobre la realidad indígena de los mapuches chilenos, y más adelante hace comparaciones con comiquitas (dibujos animados) americanas. Parece conocer muy bien las atmósferas y tradiciones de los cuentos japoneses, sus oníricas extravagancias y sus visiones contortas, y a la vez sabe reproducir los acentos del campesino de Patagonia. Un ansia por contar la consume, como si el tiempo no fuera suficiente para contarlo todo. Si alguna vez se habló de las jóvenes generaciones como de algo líquido y globalizado, creo que la escritura de Paulina Flores podría llegar a ser algo más, algo gaseoso tal vez. Mucho más rápido que cualquier líquido y que sin detenerse demasiado viaja de una realidad a otra, de un país a otro, de un personaje a otro, con la misma despreocupación con la que parece aceptar la vida.
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Isla Decepción, de Paulina Flores
Seix Barral, 2021. 362 págs.
Por Sofia Chiabolotti
Publicado en Revista Digital FronteraD. 8 de octubre de 2021