
        
        
        Paul Guillén / Historia secreta
        Por Luis Fernando Chueca
        
          
        
        Poesía y convulsión.  Leer Historia secreta es aceptar una  invitación a abismarse. A dejarse llevar por una violencia que se levanta, en  primer lugar, contra uno mismo. Las páginas nos sumergen en bullentes y  enfebrecidas sensaciones gracias a una sintaxis fracturada y a que las  palabras, las frases, las imágenes, los poemas -como astillas multiplicadas e  informes- evidencian su condición de fragmentos. Guillén, además, bordea (y  hasta se sumerge en) el automatismo y deja mayor constancia de la amenaza que  reconoce o del horizonte que espera: la irrupción de la rotura. La  desarticulación. No se trata solo de la posibilidad de que algo se rompa, sino  de que todo no sea sino quiebre, fractura, hueco. De que no queden por decir sino  restos de lenguaje herido e incapaz de organizarse. ¿Por qué?, cabría  preguntarse. ¿Gratuita indagación en la zona oscura? ¿Cabal y calculada  demostración de insania en tiempos de triunfo neobarroco? ¿Virulenta exhibición  intertextual? No creo equivocarme si digo que no se trata de una búsqueda  postiza. Guillén –desde una indagación raigal que lo involucra vitalmente- da  el paso siguiente en el deseo de la transformación  de los metales, pero ahora la confianza es menor, o quizá mínima, o nula:  “¿alguien verá lo blanco sobre lo blanco?”, se pregunta. Ya no hay  transformación posible ni alquimia del verbo. Nada de eso. Solo una herida que  corroe, que evidencia las entrañas, que vuelve putrefacta hasta la percepción.  Solo un lenguaje trastornado, enfermo, que recoge vestigios de voces anteriores  que emergen como incrustadas sobre la memoria y el oído. Pero Guillén ha  escogido o encontrado: y no se nutre de cualquier voz sino de remanentes de  proyectos que han procurado poner a la palabra como espina que atraviesa la  visión: “tus ojos ven la ebullición de una espina en la córnea”, o, aun, la  garganta: “tengo una palabra incrustada en la boca”. Lo que hay en esta Historia secreta, repito, es herida.  Pero se trata de una herida o heridas supurantes cuya materia infecciosa es su  potencia: frente a la amenaza de muerte (del lenguaje, del sentido), brota como  resistencia una energía turbadora que permite persistir en la búsqueda agónica  de lo blanco sobre lo blanco. De lo absoluto, entonces. De lo infinito. Si en Malévich  esa búsqueda estaba plasmada desde la contemplación de la serenidad, de lo  apacible, de la limpidez, Guillén prefiere el camino opuesto: la ebullición, el  brote, la desmesura, el chirrido. Quizá porque solo así puede llegar a expresar  lo aborrecible del mundo y sus lenguajes instituidos (“no encajas en ninguna parte – solo buscas alcohol  para no seguir en este mundo - … - no sabes qué hacer ni dónde ver-”). 
        ¿Y  el Inka negro, y los poemas perdidos del “Diario de Pachacutek II”, y la guerra  étnica? Además de marcas que revelan un diálogo cultural que opta por  filiaciones descentrantes para la tradición canónica, son a la vez evidencias  de resistencia frente a la caducidad de la palabra. Por ello, el libro se abre  con una invocación en quechua que dice, en traducción,  “halcón enséñame el resplandor que no puedo  ver”. Quizá por ello, también, se cierra con un fragmento que dice “Ah, la  historia secreta, entre su cuerpo cavernoso y el poema, nada encontrarás”. No  se trata de una evidencia del fracaso sino, tal vez, de la constatación de que  no hay lo blanco sobre lo blanco que tanto se buscaba, pero lo importante ha  sido la pretensión –desbordada y hasta alucinada- de alcanzarlo. O, como dice  otro fragmento del libro, de que “El poema se niega a sí mismo: He aquí su  eternidad”.