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ARTES
MENORES
(Prólogo)
Artes
Menores, Pedro Gandolfo, 2006, "El Mercurio - Aguilar", 339 páginas.
César
Aira
Buenos Aires, 2006
De
acuerdo con la ley de los rendimientos decrecientes, el que inventa un género
literario explota todos sus beneficios, y deja apenas restos marginales y redundantes
a los futuros cultivadores de ese formato. Claro que sería arriesgado postular
un inventor único para cualquier género literario. El único
que se me ocurre es Montaigne, pero ese ejemplo inejemplar y sin parangón
la ley de los rendimientos decrecientes no se aplica. Porque el ensayo, tal como
lo inventó Montaigne, cubre un campo virgen para cada nuevo escritor que
lo recorra, ya que ese campo sería él, su propia historia, sus lecturas,
sus ideas. Aun así, sigue siendo un género literario, tan venerable
y reconocible como cualquier otro. Sobre las ruinas de los destartalados centones
en los que sucedían sin orden
la crónica de guerra de una guerra, la fisiología, de la ballena,
los compatimentos del Purgatorio y los peligros de la nevegación, Montaigne
edificó una sutil construcción en la que la unidad estaba asegurada,
paradójicamente, por la misma diversidad que alentaba a los recompiladores
medievales. El hombre está hecho de todo lo que le ha pasado y leído
y pensado, de lo grande como de lo pequeño; el ensayo acudió puntual
a la cita para registrar esa conjunción irrepetible, y por irrepetible
preciosa y digna de preservar, con lo que, cerrando el círculo, se justificaba
el trabajo de escribir ensayos.
En esta antroplogía del individuo
está el encanto del libro de Pedro Gandolfo. En la sorpresa repetida de
que el Señor-Todo-el-Mundo sea uno solo, y que todo el mundo haya puesto
algo para hacerlo. El autorretrato de todos vale por ser el de uno. Otra vez puntual,
el ensayo vuelve a inventarse, esta vez como épica chilena de lo habitual
redescubierto y escrito. La experiencia vital del lector, a la que se hace una
constante apelación, confluye con el trabajo de la escritura, trabajo imperceptible
por su naturalidad, oculto en la modestia de sus razones compartidas. Es con su
modestia que el autor me describe sus ensayos: "Son apenas un catálogo
de opiniones recibidas". Lo desmiente la sinuosa precisión con que
se revela su perspicacia, su inteligencia. ¿Pero acaso hay ideas que no
hayan sido recibidas, de un modo u otro? Lo que podría recibirse es el
conjunto de todas ellas, el cuadro completo, que es completo porque se dispersa
en las mil conclusiones de un pensamiento dotado de curiosidad y sensibilidad.
La
paradoja del uno que es todo, porque sigue siendo uno, se repite a lo largo del
libro, en apacibles metamorfosis. Anoto una sola, que vuelve a estar en el centro.
Gandolfo se confiesa distraído, y como no tiene motivos para mentir, debemos
creerle. A pesar de lo cual, o por ello, su libro es un tratado de atención.
En este punto recurre a Montaigne, que vindicó al distraído como
el único en condiciones de atender a la proteica multiplicidad del mundo.
"Dios no dio la atención, y la atención lo puede todo",
dijo Leibnitz, y nos delegó, con esa perversa cortesía de los filósofos,
la tarea de interpretarlo. El único que lo puede todo es Dios, al menos
como construcción intelectual. El escritor lo imita con modestia y una
sonrisa de disculpa. Su todo es más pequeño, aunque sigue siendo
todo. Quizás Leibnitz quiso decir que Dios y el Todo, existan o no, son
un expediente útil para fundamentar nuestra atención, aprender las
lecciones, y escribir nuestros ensayos.