"No escribir públicamente, ni aún en tono elogioso, sobre los
amigos". Me propongo desobedecer esta recomendación que da Pedro
Gandolfo y escribir sobre él. Está mal que la amistad nuble el juicio. También
que inhiba decir la verdad aunque ello acarree riesgos abiertos u ocultos
para esa amistad.
Los autos que bajan de Farellones en invierno traen, a veces, en el
techo y el capó restos de la nieve que dejaron. Las palabras que Pedro
Gandolfo va anotando en sus cuadernos llegan así, cargadas del silencio
del cual vienen. Su último libro,
Artes Menores (El Mercurio-Aguilar), está
basado en sus columnas, pero a menudo han sido revisadas y expandidas.
Además contiene muchos escritos que no habían sido publicados.
La unidad de estos ensayos breves, sutiles y agudos, no viene dada
por el tema, pues los hay muy variados, sino por el tono y la mirada.
Lo que el autor intenta una y otra vez es encontrar eso que llama "un
bien mirar". Así, por ejemplo, una palabra como "somnolencia", o una parra
añosa que él está dibujando, o la diferencia
entre la pietá vaticana de Miguel
Ángel, de belleza clásica y pagana, y la que está en Milán con sus
"cuerpos a un tiempo descendiendo y ascendiendo" y en la que el escultor
"se acercó al misterio del Dios que muere para resucitar", o la ciudad vista
de noche desde el avión, "réplica invertida de la bóveda celeste estrellada,
bóvedas que desde ese momento quedan mirándose cara a cara", o el desolado
final de un cuento de Nabokov como "Una belleza rusa", o esa encina
vieja y formidable una de cuyas ramas "se inclina fuertemente hacia la izquierda
y, a la vez, avanza hacia fuera como si en algún momento lejano
hubiera optado por marginarse de las restantes", o el cuidado con que un
músico boliviano guarda su instrumento, o la ira que "revela una justa aspereza
que no se apaga", o lo que es hojear un libro, o el quejido desgarrador
del clavo que es arrancado de la madera en la que estuvo incrustado tanto
tiempo, permiten al autor borrar nuestras percepciones anquilosadas por la
costumbre y abrirnos los ojos para que veamos como si nunca hubiéramos
visto. Creo que es la actitud fundamental de todo artista.
Las reflexiones de Pedro Gandolfo se nutren de innumerables lecturas
y relecturas. Las citas abundan, pero siempre dan pie a luminosas observaciones
personales, con frecuencia, llenas de buen humor. El autor es un
comentarista penetrante, capaz de dar una nota diferente siendo fiel al original.
Hay una especial familiaridad con Heidegger, con Proust, con el Pessoa
del "Libro del desasosiego" y con Magris. Estos son ensayos en los que se
ejercita de veras la contemplación, actividad que según Aristóteles es la
más propiamente humana y la más noble.
Ver el color, afirma Gandolfo, "consiste en tratar de acoger esa irradiación
de lo visible, inestable pero a la vez con peso, materialidad y dimensión".
Dice que para dibujar hay que demorarse en lo que uno quiere dibujar
y "observar para dejarlo venir". En otra ocasión escribe: "A veces uno
siente que la propia mirada ha rozado el cuerpo de otro". Y todavía en otra
habla de "la huella" que una persona "ha dejado en el aire". ¿Qué hará
posible esta escritura serena y contemplativa? Lo que sostiene esta necesidad
de "bien mirar", sospecho, es la intuición de que lo mirado está a punto
de desaparecer. Esta fragilidad de la existencia mueve a imaginar, a sentir, a
recordar, a querer. Desde ahí escribe Gandolfo, y sus palabras que salen del
silencio vuelven a sumirse en él.
(*) ARTURO FONTAINE TALAVERA. Licenciado
en Filosofía, Universidad de Chile. M. A. y M. Phil. en Filosofía, Columbia University.
Director del Centro de Estudios Públicos. Profesor del Departamento de Filosofía de la
Universidad de Chile. Autor de los libros Nueva York (poesía) (Editorial Universitaria,
1976); Poemas Hablados (poesía) (Francisco Zegers, Editor, 1986); Tu Nombre en Vano (poesía) (Editorial Universitaria, 1995); Oír su Voz (novela) (reeditado por Alfaguara,
2003) y Cuando Éramos Inmortales (novela) (Editorial Alfaguara, 1988).