Cuando un crítico lee un libro como En el pueblo hay una casa pequeña y oscura —un bello título— siente que las categorías usuales de género (escrituras del yo, escrituras autobiográficas, memorias, autoficción, etcétera) o los esquemas teóricos que se han propuesto para entender la narrativa de los últimos años (literatura de los padres, literatura de los hijos) quedan cortas, minimizan, simplifican, disuelven una obra singular en cuya singularidad, precisamente, radica su mérito.
El libro de Rivera Órdenes —está dedicado a sus padres— es construido nítidamente con material autobiográfico, contiene una suerte de memorias de un hombre de poco más de 40 años que, en todo momento, coincide con el autor. Pero, a través de los epígrafes —uno de Jorge Luis Borges, otro de Ray Loriga—, el autor advierte sobre la arbitrariedad de la memoria a la hora de reconstruir el pasado y, concomitantemente, el imperativo de la ficción, de mantenerse fiel a lo sustancial de lo ocurrido: "Verdadero el tono, verdadero el pudor, verdadero el odio. Verdadero también era el ultraje que había padecido".
La foto de la portada muestra una carroza fúnebre, repleta de flores, avanzando por una modesta calle de pueblo rural y flanqueada por muchos vecinos que han salido a despedir al difunto. Esa fotografía, nos enteramos en la página de créditos, corresponde al funeral de su abuelo materno —Aniceto Órdenes— y, de algún modo, sustituye la del funeral que no pudo ser, la del funeral sustraído, imposible, impedido, clausurado, el de su padre, Luis Rivera Cofré, detenido por militares en octubre de 1973, cuando tenía 21 años y desaparecido desde entonces. El autor, nacido ese mismo año, crece, pues, toda la vida con la sombra, el estigma, la pena y la rabia —un pesado bloque que han cargado sobre sus hombros— de la figura de un padre que nunca llegó a conocer y a cuya tumba no puede ir a llorar. El relato gira en torno a la figura de su padre, es, podría decirse, su protagonista, el homenaje literario que un hijo hace a un padre cuya ausencia es tan radical que en su memoria solo resta la huella de esa ausencia en los otros y en sí mismo. No lo conoció, quedan escasos registros fotográficos, nunca sus asesinos han reconocido el crimen, ni han colaborado en señalar el desti-no de sus restos, ni han sido castigados. El hueco forzado dejado por esta violencia es casi total, y es sobre ese precario "casi" que Rivera Órdenes pergeña este libro.
El punto crítico central respecto a En el pueblo hay una casa pequeña y oscura es que este relato es una narración con estatus literario, no un informe, no un testimonio, no un panfleto vociferante. Hay rabia, odio, pena ("el tono verdadero"), hay pudor y, sobre todo, está el ultraje, pero reelaborados en una obra literaria.
Si bien el libro divide los textos en tres períodos cronológicos ("En algún momento de los 80", "En algún momento de los 90" y "En algún momento de los 2000"), el relato no es lineal en su temporalidad, en lo principal, porque retorna varias veces al día y las circunstancias del desaparecimiento de su padre repite desde distintos ángulos algunos hechos que él protagonizó, introduce "personajes" secundarios que existieron antes o después de esa cronología, y hay figuras que atraviesan como una constante esa cronología —las mujeres: su abuela y, sobre todo, su madre— y un territorio, un espacio y una atmósfera: Parral. En este libro la ciudad —sus barrios pobres, las tomas y campamentos, su tránsito oscilante entre aldea rural y el mundo urbano—, es decir, la construcción de un específico territorio de la memoria se encuentra muy bien logrado, no solo en cuanto a su materialidad física, sirio también a las formas de sociabilidad, a los lazos humanos que allí germinan y se desenvuelven en el tiempo hacia distintos derroteros y a los modestos héroes que, a diferencia del gran mundo de la política y de la historia oficial, allí, sin una voz que los cuente, terminan también por desaparecer sin dejar rastros.
La prosa de Wladimir Rivera Órdenes es llana, escueta, ágil y honesta. El libro, sin caer en sentimentalismo, emociona y produce en el lector esa identificación empática con Otro y su experiencia diversa a la propia, identificación que es uno de los resortes fundamentales de la buena narrativa. En otras palabras, el autor logra que el lector —relativamente, por cierto— padezca la cruz del desaparecimiento de un padre. Este es, en consecuencia, un libro que escudriña una tragedia que sangra aun en nuestra historia política, mostrando, tanto con encono y rabia como con belleza y cariño, ese terrible padecer en un grado de concreción, singularidad y precisión que permite tener la certidumbre de su realidad.
Una lectura para no olvidar.
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VLADIMIR RIVERA ÓRDENES. Parral, 1973. Escritor y guionista de cine y televisión, ha publicado los libros de cuentos Qué sabe Peter Holder del amor (Premio Mejor Obra Literaria 2013) y Yo soy un pájaro ahora. También es autor de las novelas Juegos florales y En el pueblo hay una casa pequeña y oscura. Además, ha lanzado los libros infantiles El gato que nos ilumina, La vida secreta de los números y Los palacios interiores.
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RETRATOS EN TORNO A UNA AUSENCIA
En el pueblo hay una casa pequeña y oscura, de Vladimir Rivera Órdenes
La Pollera, 162 páginas
Por Pedro Gandolfo
Publicado en Revista de Libros de El Mercurio, 12 de septiembre de 2021