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Germán Marín, el escriviviente
Por Pedro Gandolfo
Publicado en Revista de Libros de El Mercurio. 5 de Enero de 2020
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A lo largo de años comenté varios de los libros que el autor fue publicando hasta antes de morir, pero ahora se me hace cuesta arriba redactar algunos pensamientos sobre el conjunto de su obra porque temo que no voy a poder dar cuenta con justicia de su calidad ni tampoco proporcionar un perfil ajustado a las distintas dimensiones de su escritura. Marín es una deuda difícil de saldar para un crítico, además, no solo a raíz de la fuerza de su propia obra, sino también a una nube de ignorancia —sobre todo—, malos entendidos y mezquindad que flota alrededor de su figura y trabajo literario, la que, entre otras cosas, lo privó escandalosamente del Premio Nacional de Literatura.
Marín es de esos escritores que se mantienen fiel a un proyecto personal de trabajo sin atender a las modas pasajeras ni a las veleidades del público comprador, menos de un "mercado" tan minúsculo como el nuestro. Ese proyecto, que fluye de lecturas y convicciones que configuran una visión temprana y lúcida, no impide que Marín introduzca en la mayoría de sus obras el personaje de un escritor, posiblemente el autor del libro que estamos leyendo que va contando algunas de las circunstancias personales que rodean su redacción y las dudas y oscilaciones que lo atascan y hacen titubear el escriviviente.
La relación entre el escritor-autor y su vida, de un lado; el personaje y su mundo narrativo, del otro, son centrales en su obra, y en ello Germán Marín empleó distintos recursos —el diario de vida, el seudónimo, las notas personales a pie de página, un oscuro sentido del humor, la recreación ventrílocua de voces ajenas, arquitecturas narrativas paradójicas y espejantes—, colando siempre en la mente del lector esa estimulante irresolución que hace preguntarse acerca de la medida de realidad de lo narrado.
Marín —un extraordinario lector— entendió a cabalidad las consecuencias de las vanguardias narrativas del siglo XX: la urgencia de desplegar la ficción a partir de la indagación radical del propio decurso vital, el papel ineludible que juega la imaginación en la reconstrucción de la memoria personal, la imposibilidad de separar en la escritura lo biográfico de la esfera histórica concreta, la conciencia de que toda vida se abre hacia otras vidas, que la historia personal es parte de un amplio y complejo tejido de historias cuyos otros protagonistas el escritor debe hacer concurrir con sus propias voces la necesidad, en el nuevo pacto con el lector, de incorporar el acto de escribir en la narración misma. En este sentido, su narrativa no cumple una función principalmente egotista o "yoísta", como la llama él, sino que peregrina hacia afuera de sí mismo, hacia otros yo, y se adentra en los subterráneos de nuestra
historia, porque Marín practica un realismo de lo escabroso y de lo lúgubre, es un Teseo que se interna por los vericuetos sórdidos de la violencia nacional en todas sus variantes, sin moralizar, sin abandonar el humor y la picardía, sin pintar gravosamente todo de negro, incluso dando paso a tardías o póstumas redenciones.
Marín es un escritor muy consciente de las dificultades de una representación de lo real que, simultáneamente, esboce un sentido o una paradoja y no deje caer sobre el lector un dictamen explicativo inapelable. La prosa singular de Marín, así, parece obedecer no solo a una ética, sino a una ontología de lo complejo y del matiz. El fraseo largo, sinuoso, el recoveco lingüístico —labrado con una deleitosa calma— están en consonancia con
esa visión y exhiben sin ostentación su cultura, ingenio y refinamiento en el idioma. Usando una expresión de Sergio Pitol, Marín no es de aquellos escritores que se luzcan con tiros directos al arco, sino que avanza zigzagueante y sereno hacia su blanco. Las filigranas que construye Marín, con su extraña forma de establecer las pausas y los saltos, permiten oír la respiración de sus narradores y personajes, reflejando no pocas veces la estructura tortuosa de sus conciencias y de sus mundos. Con su muerte se extingue, por desgracia, una de las prosas más exquisitas que ha dado la literatura chilena en un período largo. El ritmo de sus novelas, como lo señaló alguna vez Elías Canetti en sus diarios refiriéndose a las propias, no es el de la premura contemporánea e, incluso, va a contracorriente de la misma, reclamando, por lo mismo, no el lector cinéfilo acostumbrado al efecto inmediato, al salto, a la progresión veloz, sino uno que saboree las palabras, ejercite su imaginación para representarse una atmosfera, para captar una ironía, para recoger el guante de un filoso comentario.
No temo apostar por la permanencia creciente de una literatura construida sobre bases tan sólidas y a la cual siempre se puede regresar.