El último libro de Jonnathan Opazo, Ruina, es una especie de explicación y purificación de una dimensión de la realidad que aparece como urdimbre más o menos invisible en sus obras anteriores, al menos en Junkopia (2016), Cangrejos (2017) y Movimiento de traslación (2020).
Esa "ruina" no solo apunta a un residuo material, sino también a un estado epocal donde todo asentamiento es frágil, construido sobre escombros y cuyo futuro es desmoronarse. Esto incluye, especialmente, al poeta y su poesía. De hecho, Opazo ha venido desplegando sus textos en un terreno movedizo que se extiende entre la poesía y la crónica: es un cronista-poeta y un poeta-cronista a la vez. En "La crónica enfermedad de los poetas", un ejemplo muy representativo de su estilo de cronista, divagando y a la vez lanzando dardos irritantes, sostiene (en algo que lo involucra) que la crónica es una enfermedad "crónica" de los poetas chilenos, estableciendo una suerte de canon de poetas-cronistas desde Pezoa Veliz a Germán Carrasco y proponiendo, a partir de la precariedad (¿el estar al borde de la ruina?) del poeta chileno la necesidad de mostrar que también el poeta es "gente seria", "que tiene cosas que decir", que la crónica proporciona alguna renta para "pagar cuentas, drogas, cerveza, ropa o libros", o, hincando más el diente,
que la crónica es un género imbunche en el cual el poeta nada con comodidad: "La crónica, apuesto, es un collage irresponsable donde se mezcla la anécdota jocosa, el desplante lírico, la metáfora rebuscada, el name dropping, la melancolía zalamera, la observación aguda, la necesidad de mostrarse más inteligente que el periodista promedio, la propensión a la opinología".
En Ruina, sin despegarse de ese modelo de "crónica", Opazo se adentra más arriesgadamente en el género ensayístico, obligado como está a elaborar una crónica larga y monotemática. Leerlo es penetrar, sin duda, a esa aparente mezcolanza de usos del lenguaje que enumera con humor en la cita anterior —el humor acre está siempre presente en su obra—, pero también lleva al lector a plantearse por la mente que va hilando de modo unitario toda esa disparidad de materiales, convirtiéndolos, bajo una superficie erizada, heterogénea, con conexiones audaces de referencias, en un objeto cuyo fondo posee una médula resistente y consistente. Esa forma de tejer el texto —lo que incluye y excluye, y la manera en que esto se urde— se vincula con su poesía, el otro lado de la enfermedad. En un ensayo sobre el origen de una experiencia poética, Nabokov relata cómo se estableció la extraña correspondencia contenida en un verso propio. La "lógica" que reconstruye es una total "invención",
una convergencia inesperada, extravagante, inusual, oculta, pero que una vez puesta en poesía aparece como siempre haber estado allí ante nuestros ojos. El cronista-poeta inventa, en el sentido que daba la antigua retórica antigua a esa palabra, une, echando luz, lo distante e inconexo.
La poesía de Opazo —que se puede encontrar en un muy buen nivel en Junkopia y Cangrejos— está jalonada de estos acercamientos de imágenes buscadas (o encontradas) en lugares lejanos unos de otros, que, al verse juntas en el poema, un poco vibran, rechinan, hacen temblar y se sostienen entrelazadas precariamente por una forma apretada, reflexiva, expuesta después de un "labor limae" cuya prolijidad (en compensación a aquella "irresponsabilidad") traba el poema.
A partir de esas correspondencias anómalas, Opazo va construyendo una estética de la ruina, suerte de "contrapastoral" de lo urbano y lo rural, fijando la mirada en puntos, elementos o tonos que la poesía tiende a excluir por una convención tacita. Podría decirse que la poesía de Opazo da acogida a los parias de la poesía, a aquellos fragmentos deslucidos, sucios, pobres, huellas miserables de una entidad material o cultural anterior. Hay en su poesía no solo esa fijación por el remanente ruinoso y discordante, por el arruinarse y desmoronarse como proceso continuo, sino también por la resistencia del residuo en medio de la realidad que dejó de ser lo que era. Es por eso común encontrar en sus versos un contraste o dislocación en que el residuo ruinoso destella en un paisaje sólido, como si la contrapastoral, en un juego irónico, se montara sobre la pretensión vana de solidez. Opazo ama lo pasajero, el tiempo como feroz destructor de los símbolos de la permanencia granítica y, simultáneamente, aquello que se salva de esa molienda. Esta contraposición explica acaso la persistencia en su poesía de la figura tronchada de vírgenes, santos y cristos, una religiosidad ruinosa —la católica— patente en "La memoria es/ un basural en cuyo/ fondo viscoso/ descansa la estampita/ de un santo".
La voz poética de Opazo, situada y globalizada a la vez, se plantea y tematiza con inteligencia un lugar extraño del tiempo, propio de nuestra ruda contemporaneidad.
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Confección de vasijas rotas
RUINA, de Jonnathan Opazo Hernández. Editorial Bifurcaciones, Santiago, 2021,127 págs.
Por Pedro Gandolfo
Publicado en Revista de Libros de El Mercurio, 5 de diciembre de 2021