Es una mañana de verano y el escritor Pedro Gandolfo (64 años) recibe a EL PAÍS en un departamento de Providencia. No es su casa, sino de la una hermana que lo aloja cuando está en Santiago de Chile, porque vive desde 2011 en Colín, una zona de la región del Maule –en el centro-sur del país– de la que nunca se ha desligado. “Tengo un nexo muy fuerte con esa localidad. Ahí hay un campo de mi familia, donde nací y me crié, antes de venir a Santiago a estudiar. Mientras viví en la ciudad retornaba cada una semana o cada 15 días y pasaba mis vacaciones. Y cuando se dio la oportunidad, me fui yendo cada vez más. Trasladé todos mis libros y me he ido acomodando. Creo que en mi vida, la naturaleza juega un papel muy importante, fertilizante”, relata Gandolfo, un gran conversador, que se define como “un lector y escritor, porque la escritura es una consecuencia de la lectura”. Abogado, filósofo, crítico, autor de cinco libros y con una vida a contracorriente –como explicará en esta entrevista–, sus columnas quincenales en El Mercurio aportan aire fresco a la prensa. Son pequeñas pinturas de la sociedad chilena que pocos retratan desde ángulos tan originales. Él atribuye su inspiración al campo: “La ciudad te desconecta de la naturaleza y, aunque no sea yo un contemplativo, en el campo miro por la ventana y hay una presencia de la naturaleza que me alimenta”.
—¿Cómo nota que la naturaleza le nutre?
—En el ámbito laboral, soy mucho más productivo allá, se me ocurren muchas ideas. Acá en Santiago estoy como apagado. Ahora estoy pensando en escribir otro libro y me entretiene, mis columnas me salen fáciles, tengo tiempo para leer con calma para mis críticas. Me gusta el ritmo que impone el campo. La posibilidad de pasar más tiempo solo. Para mí, la soledad, voluntariamente abrazada, es un bien.
—La gente, en general, no sabe estar sola.
—No sabe. Igual a veces es complicado y por eso vengo a Santiago una vez al mes para sociabilizar un poco, porque la soledad te enfrenta a tus propios fantasmas. En la soledad, tus fantasmas puede que te ataquen con mayor fuerza.
—¿Y cuáles son sus fantasmas?
—Le tengo miedo al descreimiento, al desengaño, al desencanto respecto de la gente. Terrible. Las decepciones, las traiciones, las infidelidades, la indiferencia, que me duele mucho. Otro fantasma que me persigue: yo no constituí una familia tradicional y también hay ahí una huida a un lugar donde esas ausencias se notan menos. Y cuando uno está inserto dentro de un mundo en que la familia convencional es demasiado central, mis amigos me convidan muy poco, porque no tengo un lugar donde yo pueda ser insertado. Soy como un señor solitario que no tiene un hueco en la estructura social común, convencional. Hasta para invitarme a un matrimonio es una complicación porque hay que buscarme una pareja.
—Santiago es muy aldea, conservadora. Al menos en algunos círculos.
—Santiago sigue siendo muy aldeana y provinciana.
—Y usted, encima, viene de una familia muy tradicional.
—Sí, sumamente tradicional. Lo único no tradicional es que es una familia muy italiana, lo que le pone un sello que yo no alcancé a percibir sino muy tardíamente. Pero aún así, no constituir una familia tradicional fue a contracorriente. Es difícil en Chile tomar esa opción. Pensaba de niño que casarse era obligatorio, una ley física. Ha sido difícil, contracultural. Pero yo tenía desde muy temprano la idea de que el matrimonio no era para mí. Pedro el ermitaño, me decían en el colegio. Siempre tuve mucha vida interior: no me aburro jamás. A veces me gustaría aburrirme, caer en una especie de vacío. Pero siempre tengo algo que se me ocurre. Siento una especie de juventud en lo intelectual. Todavía tengo una curiosidad abierta no solo por la literatura, sino por la pintura, la música...
—¿Cuál es su próximo libro?
—Me metí en la vida del pintor italiano Michelangelo Merisi, Caravaggio. Adquirí todos los libros que pude de él, voy leyendo y lo que me va suscitando lo voy anotando en un cuaderno. Sutilmente, se produce una conexión especial entre un autor tan lejano y mi vida cotidiana. Empiezas a ver cosas caravaggiescas en tu mundo y empiezas a ver cosas de tu mundo en el cosmos de Caravaggio.
—¿Me da un ejemplo?
—Caravaggio usó el modelo del natural, que sacaba de la calle. Yo, en mi pueblo, comienzo a ver hombres y mujeres que tienen aspectos semejantes a los modelos que empleó Caravaggio. Y se me van produciendo click con la biografía de él, que es bien apasionante. Yo soy una persona que vive muchas vidas, las personas solo conocen algunas de ellas. En el campo vivo una vida muy diversa a la de un hombre intelectual. Y Caravaggio tenía varias vidas, lo que me hace mucho sentido con la mía.
—Usted trabaja, en paralelo, por el rescate de la vida de su región, el Maule.
—Cuando yo me fui a vivir más definitivamente allá, tenía el deseo de escribir un libro, pero no sabía de qué. Y de repente me dije lo obvio: lo que está más próximo a mí. Y ahí escribí Alguna luz para este pueblo. Pero ese proyecto estaba vinculado a un proyecto mayor, que es situar mi actividad intelectual, política, social, desde un cierto lugar. No me gusta hablar desde un lugar abstracto, sino desde una localidad con determinadas características, rasgos. Y de ahí situarme. Desde ahí hablarle al mundo. Y fundé la fundación Memorias del Maule. Y muy silenciosamente y con puros recursos personales, he construido una biblioteca, con mil títulos. Reúne obras de ficción y no ficción que hayan sido escritas por autores que nacieron o vivieron un período importantes de su vida en el Maule o escritas por autores que no son maulinos, pero donde la materia sea el Maule.
—¿Y dónde está?
—Está en la casa donde yo vivo. Ocupa el 50% o más de la casa. Ahí hay obras de mis genios tutelares que son Violeta Parra, Efraín Barquero y al centro, Pablo de Rokha, que tiene una autobiografía que se llama El amigo piedra que es genial.
—¿Qué está pasando en literatura chilena hoy?
—Para serte franco, no creo que la literatura chilena esté pasando por un momento particularmente glorioso. Hay buenos autores, pero están los grandes consagrados que vienen como de arrastre de otra época: Diamela Eltit, Manuel Silva Acevedo, que pertenecen a otras generaciones. Y están activos, pero si empiezas a urgar en las generaciones de quienes tiene 40, 50 o si empiezas a retroceder hasta los 30, te vas encontrando con menos autores interesantes, a mi entender. En cambio, la parte que me gusta de la literatura chilena actual es la no ficción. La crónica, el reportaje, la historia, el ensayo o la autoficción, como darle vuelta a la propia vida. Ahí se dan las mejores prosas. Las mejores prosas no están en la narrativa, propiamente tal, sino en el mundo de la no ficción.
—¿A quién destaca?
—Cristóbal Marín, Óscar Contardo –un escritor hecho y derecho–, Guillermo García.
—O sea la literatura chilena, a su juicio, está medio chata.
—Está medio chata.
—¿Y en poesía, donde hemos tenido tan buenos poetas, sobre todo en el siglo XX?
—Todo país pasa por sus ciclos. No creo que sea un apagón completo. Y la poesía siempre es un mundo aparte y existe una práctica de la poesía en Chile que se mantiene muy activa. El número de poetas y publicaciones que hay en Chile en materia de poesía es inigualable y sin parangón con ningún otro momento de la historia. En términos cuantitativos, la actividad poética en Chile es muy grande. Otra cosa es si nos preguntamos por su calidad.
—¿O sea, en Chile nos creemos mejores poetas de lo que somos?
—Sí. O al menos, nos creemos más poetas de lo que somos. Hay muchas personas que se creen poetas y publican. Es muy fácil publicar hoy en poesía. Yo leo harta poesía contemporánea chilena, pero no la puedo abarcar. En poesía todavía existe una cierta vitalidad, aunque faltan grandes figuras. Aunque la poesía de los pueblos originarios no existía con el vigor de hoy: Elicura Chihuailaf, Jaime Huenún, Leonel Lienlaf...
—A propósito de poetas, ¿Neruda está cancelado en Chile?
—Es cierto que hay como una disminución de la importancia pública de su figura, pero la valoración de su poesía sigue intacta.
—Gabriela Mistral, en cambio, en todo ámbito sube como la espuma.
—Ha habido un trabajo crítico silencioso, pero importante, en los últimos 15 o 20 años sobre Gabriela Mistral. Y eso rebalsa hacia los lectores.
—Pasemos a la crónica, un género casi desaparecido en la prensa chilena. Usted en sus columnas en El Mercurio hace crónica, como Joaquín Edwards Bello. Pequeñas acuarelas de este país que no está siendo retratado con mucha originalidad.
—Admiro profundamente el género de la crónica. Trato de escribir la mayor parte de columnas que puedan calificarse de una crónica. Es difícil, porque hay que estar atento y tener mucha capacidad de observación de lo que está pasando, de lo inmediato, concreto. Y la tendencia es, en cambio, irse a las grandes abstracciones, a las generalidades. La columna es casi siempre de opinión y todos hacen lo mismo. Un ejemplo claro de literatura de no ficción que me interesa: la crónica de Roberto Merino. Es un gran escritor. Le daría el Premio Nacional.
—Los lectores parecen muy agradecidos de las pequeñas crónicas que usted escribe cada dos semanas.
—Es que lo que se escribe hoy día se parece mucho, todos escriben muy parecido y sobre los mismos temas. Yo cuando tengo que escribir lo primero que me pregunto es: ¿cuál es el tema del que van a escribir la mayoría de los columnistas esta semana? Y una vez que he discernido los dos o tres temas, no escribo sobre ninguno de ellos. Y eso la gente lo agradece. Porque a veces uno abre el diario y hay cinco columnas sobre el mismo tema. Pero a mí me carga ser predecible.
—¿A usted le gusta el Chile de 2024?¿Estamos mejor o peor?
—Si tomamos la evolución de Chile con mayor perspectiva histórica, 30 años, estamos mejor: vivimos en democracia, en cierto estado de paz, ha habido crecimiento económico, la pobreza ha retrocedido un montón. Entonces, no soy un quejumbroso del Chile actual. Claro, existen dificultades y desafíos pendientes, como la inclusión de ciertos sectores de la sociedad. Porque en Chile siempre llevamos algo muy antiguo que no hemos resuelto y que cada cierto estalla nuevamente, como estalló en 2019. Y que va a estallar de nuevo, porque no nos concentramos en resolverlo o no lo dilucidamos intelectualmente. La clase intelectual tiene su responsabilidad: no ha pensado suficientemente Chile con la debida perspectiva histórica. Hay que hacerle más justicia al Chile de hoy y, a su vez, hay que tener muchas precauciones sobre los desafíos pendientes y que pueden llegar a producir nuevamente inestabilidad social.
—¿Dice que la clase intelectual chilena está al debe?
—Yo creo que sí. Hay un debate público pobre de ideas. Una falta de reflexión profunda que abarca a todo el espectro político, más allá de los lugares comunes y sus consignas. Aún así, no soy pesimista respecto del Chile futuro. Estamos pasando un período de tránsito, opaco, pero tenemos que ver los lados positivos, sobre todo si nos comparamos con el pasado o nuestros vecinos. No veo a Chile tan mal. Pero claro, somos autoflagelantes, quejumbrosos.
—¿Deprimidos?
—Estar deprimidos es como nuestro estado natural. Somos depresivos. Quizás por nuestro carácter remoto, lejano, como un país que vivió durante siglos con tanta pobreza. Nos queda mucho de esa mentalidad que nos lastra.
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“En Chile nos creemos más poetas de lo que somos”
Por Rocío Montes
Publicado en EL PAÍS, 28 de marzo 2024