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El fulgor de la poeta Hernández
Los trabajos y los días.
Elvira Hernández.
Lumen, 2016,
300 páginas.
Por Pedro Gandolfo
Publicado en Revista de Libros de El Mercurio, 30 de abril de 2017
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Los textos de Elvira Hernández han seguido circuitos sinuosos, tendientes a lo inencontrable, colocados en peligro de desaparecer o llegar solo de un modo fragmentario, como la obra de los poetas líricos antiguos. La antología Los trabajos y los días, impecablemente construida, viene a poner oportuno y feliz término a esa precariedad inmerecida y es un medio inmejorable para iniciar el conocimiento de su poesía.
La lectura de la obra de Elvira Hernández -desde La bandera de Chile (1981) a Pájaros desde mi ventana (2012-2016)- deslumbra y ese deslumbramiento provoca en el lector una vigilia pausada, que es como un pasmo silencioso y humilde, a la que sigue un volcarse sobre la relectura, la reflexión, el ponerse a la escucha de las resonancias y el volver otra vez a sus poemas que a veces se entregan de un modo calmo, otras, golpean y remecen, y otras, piden abandonarse a la vibración propia de sus lenguajes sin dejar que les planteemos preguntas y, en cualquier caso, siempre sorprendiendo.
Las limitaciones de una reseña -percibidas aquí de un modo patente- piden, por lo mismo, su complementación con los estudios existentes en la crítica académica. Es preciso indicar que en toda su trayectoria poética se da una evolución permanente, que tiene que ver con una búsqueda inquieta y desosegada y con una apertura a lo que acaece en cada circunstancia, aquella donde la poeta realiza hallazgos como en una cantera inagotable. En los bordes palpitantes de esa variación, no obstante, Hernández configura un sujeto consistente con un sello identificable, una voz poética dura y perspicaz, crítica y celebradora, desplegando un amplio espectro de sentido del humor, política e íntima, chilena y universal, a la vez.
En esa constancia y deriva Hernández pone en juego una riqueza asombrosa de recursos poéticos, de eso que suele llamarse "oficio", un legado de figuras y temas vinculados con la tradición, pero que la poeta dispone de modo tal que apenas se visualizan porque lo importante parece ser siempre dejar la escena a ese sujeto hablante, interpelante y en apretada observación. Ese sujeto poético es -y quizás de ahí el asombro- una voz múltiple y unitaria que la sobrepasa en su dimensión de escritora.
Ese rebase proviene esencialmente de su lenguaje, de la riqueza y variedad de su léxico y, sobre todo, de la manera en que elabora los versos, de su poeticidad tan propia, de la combinación sorprendente del verbo que pone en acción, muy alejado del habla común, del tráfico cotidiano del idioma y, de manera simultánea, tremendamente arraigado en él. El habla de Elvira Hernández es vernácula, en el sentido que da a esa expresión Iván Ilich: castellano de Chile, materno, mestizo, popular e ilustrado, reelaborado con solidez en imágenes, giros y elocuciones que lo hacen rielar y seguir caminos insospechados, hermosos, divertidos o terribles.
En la poética de Elvira Hernández resplandece un no y un sí, una negación y una afirmación. Su lenguaje está siempre puesto en guarda y apartándose de la secuencia de espejismos y mistificaciones que rodean al hombre en su condición social de dominante y dominado, es un precipitado muy concreto de figuras que marcan los bordes y los centros de la nada con la cual se teje y destejen los trabajos y los días. Su punto de vista es siempre un rincón, un margen, una esquina, un mirar de reojo. Es allí, en ese ángulo, donde su poetizar se sitúa, implacable, certero, lúcido, donde también su poética pone de modo tembloroso, sutil y tierno la faceta de la afirmación, del goce, del deseo y la luz. En uno y otro caso, la intensidad de su versificación hace recordar lo que Joseph Brodsky dijo de la poesía de Marina Tsvetáieva: una capacidad para elevar de manera creciente, verso a verso, sin decaer, el tono, la fuerza del decir, cerrado siempre en el punto más alto.
Sea en ese poema escueto, esencial y doloroso que es "La bandera de Chile", en el cual, incluso, la disposición gráfica de los versos parece diseñar el paño patrio flameando hecho jirones, sea para "Seña de mano para Giorgio de Chirico", un poema con mayor abundancia y complejidad de elementos y referencias, la poesía de Elvira Hernández logra un poetizar altamente significativo, en modo alguno hermético, que reclama del lector tiempo, cuidado y sensibilidad para sintonizar con los sentidos proclamados o susurrados en un poética existencial, política (marcada por las huellas y cicatrices de la propia tribu), irónica, sensorial e instalada poderosamente en su condición de mujer, sin rozar siquiera lo obvio y unívoco. En el contrapunto con Van Gogh -no oposición, sino correspondencia- del poema del epílogo emergen nítidas sus virtudes: "En el jardín donde me he internado/ -espesura de mujeres-/ crecen gramíneas sin nombre.// Las recojo como es recogido el fuego".
Elvira Hernández Lebu, 1951
María Teresa Adriasola adoptó el seudónimo Elvira Hernández en los años 80 cuando estudiaba en U. de Chile y formaba parte de una corriente poética experimental bautizada como neovanguardia. Entre sus libros destacan La bandera de Chile (1981/1991), ¡Arre! Halley ¡Arre! (1986), Santiago Waria (1992) y Abtas urbe (2013).