Me pasa a menudo que escucho a una persona y lo que me dice me parece una vaguedad poco interesante, pero a poco andar, ya un poco exasperado, empiezo a atisbar otra cosa que intenta expresar precariamente y que podría ser importante entender. Igual me pasa con ciertos libros o textos en los cuales lo que se ha escrito es más bien pobre a una primera mirada, pero estirando la paciencia empieza a capturarse una suerte de posibilidad frustrada.
Creo, así, que una entre las mayores habilidades que debería cultivar nuestra educación es el talento de expresarse bien.
Una persona aprende a expresarse bien, antes que nada, leyendo, adiestrándose en la comprensión de la expresión de lo que el otro comunica, incluso aprendiendo a expresar él mismo lo expresado por el otro. Ese es el camino, aunque habría que preguntarse por el origen de una cierta dejadez que aparece en los medios académicos incluso, ya que se percibe un peligroso descuido de esta virtud. La calidad del discurso oral, sobre todo, se ha deteriorado acaso por el abuso de los medios auxiliares de la docencia y de las exposiciones. Me encuentro a menudo con personas inteligentes y sensibles que se expresan mal, y ello en cualquier ámbito de la vida,
incluso en el de las relaciones humanas más íntimas, es un problema mayor.
Un profesor francés, muy nítido él, lleva las cosas a un extremo. Le parece que hay que precaverse de la creencia de que existe un pensamiento preexistente en nuestra mente, que está ahí oculto y subyacente, pensamiento que nos correspondería sacar a la luz por medio de una elocución justa, que le sea fiel. Piensa en cambio, contraintuitivamente, que lo que existe tan solo es la expresión, la formulación a que arribamos a través del lenguaje. A medida que vamos escribiendo iríamos pensando.
Algo de razón tiene. A veces, frecuentemente diría, me ha pasado que tengo la ilusión de que circula en mi cabeza un pensamiento valioso, pero una vez que lo enuncio verbalmente o por escrito se produce una honda decepción y lo que parecían pepitas de oro no es más que barro sucio.
Si nos acercamos a nuestra discusión pública nos encontramos con este mal, el no saber expresarse, muy extendido, y salvo escasas excepciones en la oposición y el oficialismo, predomina un discurso babelístico. Quizás la buena evaluación pública de la ministra Carolina Tohá, más allá de si se esté de acuerdo o no con lo que dice, obedezca en alguna medida a su lenguaje articulado, preciso y bien dicho.
La expresión correcta del propio punto de vista es el inicio indispensable de un debate fecundo.
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Por Pedro Gandolfo