En ciertas etapas de la vida la lectura cambia tanto de aspecto que uno se inclinaría a responder que no lee si le preguntan por ello. Nos damos cuenta de a poco, con todo, que estamos dejando de lado en ese recuento muchas lecturas que hacemos fuera de los libros (cada días más cuantiosas y tediosas) o incluso dentro de estos consideramos como tal solo ciertas lecturas, la lectura más tradicional de un libro. Parece ser que para "leer un libro" se necesita, así, hacer una operación intelectual compleja y progresiva que, siguiendo la paginación, empieza con el título y concluye en el último párrafo.
Esa es la manera en que al menos formalmente se percibe como cumplido un deber dudoso de leer. Esa norma es imperiosa porque insiste en no conceder todos sus méritos a las lecturas incompletas, fragmentarias y simultáneas. En vez de la lectura solitaria de un solo libro, existe una lectura de un círculo de libros, un grupo de familia, libros que guardan un parentesco a veces muy ligero (como la editorial o colección a que pertenecen) nutriéndose al modo de las ramas de un árbol o al modo de la asistencia que se prestan los árboles unos a otros. La lectura de un círculo de libros está siempre inconclusa y abierta a nuevos libros. Es una nube. Puede ser que un buen cultivo de la lectura consista en estar metido más bien en un enjambre que en una flor.
Cuando el libro se constituye culturalmente como libro, se organiza ya de tal modo que admita distinta medida y forma de lecturas. Leemos fragmentos siempre y las mejores lecturas son las que invitan a leer fragmentos. En mi variopinto círculo actual de libros puede ser —es casi seguro— que no termine nunca de leer el libro sobre Caravaggio de Carlos Strimati, pero me siento ya agradecido de sus primeros párrafos que comparan atrevidamente el uso de la luz en el Caravaggio con el uso que le da un contemporáneo suyo, un contemporáneo antitético, Vermeer de Delf. Ese construir obras diversas a partir de las mismas inquietudes me hizo recordar las palabras extraordinarias con que Heinrich Wolfflim describe el paso de una representación lineal a una pictórica como clave en la historia del arte moderno. En cierto momento el ojo deja de ver la realidad como cosas perfiladas por líneas. En ese ámbito aparece la penumbra y la mancha como un elemento estructural en el modo de ver.
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Por Pedro Gandolfo.
Publicado en El Mercurio, 14 de octubre 2023